El propósito de estas líneas es reflexionar sobre lo que ciertas trayectorias de pensamiento marxistas y marxianas nos ayudan a comprender sobre una cuestión absolutamente ineludible: la de la violencia. Mi reflexión se articula en dos partes. En la primera, pongo en evidencia lo que las herencias de Marx permiten analizar en torno a cómo es que el mundo en el que vivimos es estructuralmente violento. Marx efectivamente inaugura la posibilidad de contemplar la violencia como un fenómeno estructural. Antes de Marx hay teorías de la dominación, y teorías del interés material (económico u otro) que empujan a contemplar en la historia el ejercicio constante de la violencia de los dominadores sobre los dominados, pero no hay una teoría de la violencia como elemento de una estructura susceptible de ser reproducida. Marx sería entonces el primer autor en haber postulado una suerte de violencia que podemos considerar estructural, objetiva o ultraobjetiva, tal y como señala Étienne Balibar en Violence et civilité.

En la segunda parte, me interesa dejar señalada la pregunta por la respuesta a esa violencia por parte de sujetos comprometidos con la herencia de Marx. Dicho de otro modo, me interesa señalar el papel o no que puede jugar la violencia en la praxis política transformadora y sus riesgos potenciales. Para Hannah Arendt, Marx entiende toda la historia y, por tanto, también toda la acción política, incluido el discurso, en términos de fabricación. Al igual que el fabricante de un zapato o un escritorio puede determinar el proceso a través del cual se alcanza el objetivo, los fabricantes políticos eligen sus herramientas y procesos. El acto político que promueven no sólo puede completarse sino que deben hacerlo, ya que forma parte de la implacable necesidad histórica. Por esta razón —concluye Arendt en Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental—, la violencia manifiesta e incluso el terror se convierten en herramientas aceptables de los fabricantes revolucionarios de la historia, ya que están bastante seguros de que saben lo que están haciendo. Esta lectura, ciertamente posible, se basa en una filosofía esquemática de la historia, como se desprende de su identificación de una secuencia que tendría que cumplirse sí o sí. Por ejemplo,  “desarrollo nacional estatal-capitalista →lucha de clases →dictadura del proletariado →comunismo”. Su supuesto sistemático se revela altamente problemático, fundado como está en una idea teleológica de la historia. Arendt, sin embargo, no desconoce que esta lectura no es la única y que Marx es mucho más sutil y complejo que lo que dejan ver sus afirmaciones más incendiarias. No hay que dejar de subrayar, no obstante, que las herencias de Marx que pretendan reflexionar sobre la violencia hoy han de repensarse además a la luz de la ecología, los feminismos y la poscolonialidad.

1.

Habría que comenzar por esclarecer la relación entre violencia y poder. Para Marx, el poder no es igual a la violencia porque el poder puede incorporar elementos no violentos, mas, toda política (a diferencia de lo que piensa, por ejemplo, la misma Arendt) se desarrolla con cierto grado y extensión de violencia que puede ser física, simbólica, etc. La violencia no tiene que ver con un mal metafísico ni trascendente ni religioso. Tiene que ver con formas en las que el poder se inscribe en la estructura social para conquistarse y conservarse. Una primera lección a tener en cuenta es la siguiente:

La existencia de efectos inesperados de la acción, de racionalizaciones ajenas a la razón, de tendencias a la degradación violenta de la política no deriva de ninguna lacra esencial del ser humano o de ninguna arrogancia fatal de quien desea rebelarse contra lo que existe. La violencia la ejecutan agentes que, en muchos casos, funcionan reproduciendo determinadas relaciones sociales o activando prácticas de oposición que mimetizan los modelos de gobierno a los que se enfrentan.

José Luis Moreno Pestaña, “Transiciones hacia ninguna parte”.

En el capítulo 24 del libro primero de El capital, titulado “La llamada acumulación primitiva”, Marx demuestra cómo en los orígenes del proceso capitalista nos encontramos con la expropiación forzosa. Es decir, nos encontramos con la violencia de la economía que va a regir a la sociedad a partir del despojo. De este modo, se deconstruye el mito liberal de los orígenes “idílicos” de la propiedad privada individual: si examinamos la historia de forma desencantada, no podemos dejar de observar que se caracteriza por la conquista, el robo, el asesinato. El capital adviene, “chorreando sangre y lodo”. Autoras como Cinzia Arruzza o Silvia Federici enfatizan el papel de la división sexual del trabajo y en la violencia de género inherente no sólo en la acumulación originaria, sino en la acumulación global. Marx hace además un vívido retrato de la disciplina impartida por el capital a los trabajadores asalariados, en parte por la fuerza bruta, en parte por mediación legal y por lo que Althusser definió como “Aparatos Ideológicos del Estado”. Hay que advertir, además, que el Estado moderno es la forma en la que la sociedad organiza la violencia para favorecer la conversión del modo de producción feudal al modo de producción capitalista. Efectivamente, el Estado, en su conjunto, se presenta como un elemento necesario para el desarrollo capitalista y, por tanto, para la explotación de la fuerza de trabajo que se encuentra en él. Para Marx, el Estado es la fuerza concentrada y organizada de la sociedad. Esta definición podría leerse junto a la de Max Weber de que el Estado es una comunidad humana que reclama (con éxito) el monopolio de la fuerza física dentro de un territorio determinado. Para hablar de Estado también tenemos que hablar de la violencia, de la fuerza y su relación con el poder, pero con la marca de la legitimidad.

Ahora bien, no hay que caer en la trampa que supondría, a través del hilo del despojo y la explotación, pensar que hay que deducir lo “político” a partir de las relaciones de producción. Aunque la estructura económica condiciona fuertemente la dimensión política, no hay una derivación inmediata de la segunda a partir de la primera. Lo “económico” no puede ir “primero” porque no existe un proceso de explotación meramente económico que funcione sin dominación política. La propia idea de explotación “pura” basada en la diferencia entre el valor de la fuerza de trabajo y el de la plusvalía es una mistificación presente en la forma contractual, en la que un “comprador” se encuentra frente a un “vendedor” de fuerza de trabajo en una relación aparentemente simétrica. Es indispensable  problematizar la forma en que el marxismo “ortodoxo” ha articulado la relación entre lo “económico” y lo “político”. En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Marx advierte ya que, con el ascenso al poder de Bonaparte, se mantiene el poder social de la burguesía, pero se niega su poder político. Es decir, económicamente, sigue siendo clase dominante, pero sólo al precio de una cesión completa del dominio político, en este caso a Bonaparte. Esta problematización de la articulación de las relaciones de lo económico y lo político es más necesaria que nunca si pensamos hoy en cómo se gesta y administra la violencia, en las líneas borrosas entre la economía legal y la ilegal, en relación con el Estado, y quienes fungen como soberanos de facto.

La acumulación originaria que requiere el capital no hubiera sido posible sin los métodos basados en la violencia más brutal del colonialismo. En La acumulación del capital, Rosa Luxemburgo critica atinadamente a Marx al advertir que la acumulación primitiva no se restringe al momento fundacional del capitalismo: acompaña los procesos de extensión colonial con la destrucción brutal de modos de producción anteriores. Habría que preguntarse, sin embargo, si sólo se trata de su destrucción y no también de su incorporación. Asimismo, ella advierte sobre un aspecto de inusitada relevancia hoy día: la expansión territorial militarizada. Pero hay que ir más allá: la tendencia a la sobrexplotación, no sólo de las colonias, sino de todas las franjas del proletariado, se inscribe en el corazón del modo de producción capitalista. La acumulación originaria no es una fase acabada y finiquitada, la violencia originaria de la acumulación se repite a lo largo del desarrollo capitalista y constituye la condición sine qua non de la dinámica del capital. De ahí que la acumulación por despojo además se adueñe o contamine bienes tangibles, como el agua o el territorio, e intangibles como bienes culturales, simbólicos, etc. Es en este sentido que Balibar, en Violence et civilité, define al capital como “un tratado sobre la violencia estructural que inflige el capitalismo”.  Y advierte que estamos ante una verdadera “fenomenología del sufrimiento” por el “exceso” de violencia propio de su historia.

Ilustración: Arantza Clavellina.

2.

Hemos contemplado entonces, de manera sucinta, cómo hay una violencia de la economía que estructura el mundo y cómo es absolutamente necesario pensarla en su articulación con el poder político. Ahora bien, la tradición marxista ha reflexionado ampliamente sobre el uso político de la violencia precisamente porque la violencia no constituye un puro efecto de las leyes económicas, sino que es política porque puede desplegarse, hacerse estallar o calibrarse con mayor o menor precisión. El uso político de la violencia se ha vinculado además a una posible respuesta a la violencia estructural o ultraobjetiva a la que hemos aludido. Quien se levanta contra la opresión lo hace contra dos tipos de violencia. En primer lugar, la violencia de Estado, aquélla que se apoya en un poder legítimo que reclama el monopolio en el ejercicio de la fuerza, pero que precisamente en aras de subrayar su legitimidad necesita siempre enmarcar la ilegitimidad de lo que desafíe las bases mismas del ejercicio del gobierno y no pueda incluirse. En segundo lugar, por una explotación desmesurada.

Cabe identificar la acentuación, visible por ejemplo en El manifiesto comunista, del papel revolucionario del proletariado, su antagonismo virulento con la burguesía y la tendencia histórica a partir de la lucha de clases a la instauración de una sociedad socialista o comunista que abolirá las clases y el Estado. Por supuesto, esa tendencia histórica, una vez más, forma parte de una teleología bastante discutible que da por hecho que la violencia revolucionaria se puede convertir de inmediato en algo nuevo y deseable. En un principio, Marx propone que la “revolución social” de los trabajadores autorganizados se opone a la revolución “política”, centrada en el Estado, de la burguesía. Con el paso de los años, se observa una complicación de esta lógica. Se produce una rearticulación de la cuestión del Estado, que ya no puede reducirse al estatuto de reflejo no mediado de la dinámica de la producción; se elabora el tema de la organización, mediante la elaboración del concepto de partido capaz de dar eficacia política al “movimiento real” del comunismo. Aparece entonces la idea leninista de partido de Estado y de que la violencia, concentrada en el Estado, es un instrumento que deja indemne al sujeto que la utiliza y a los fines que persigue. Balibar recuerda que Rosa Luxemburgo advierte a los bolcheviques que es un peligro destruir un espacio representativo de debate democrático porque al hacerlo la revolución no podía ni saber cuál era el apoyo real con el que contaba, ni deliberar con sus oponentes. Se generaba así, “el fantasma de una potencia propia superior a la real y de unos enemigos carentes de cualquier razón”.

Balibar advierte al respecto que las revoluciones comienzan por parte de personas que padecen una violencia estructural y ultraobjetiva en forma de daños y diversas formas de explotación y alienación. Esta violencia estructural no proviene de decisiones personalizadas, sino políticas o económicas. Eliminar a través de un levantamiento esas condiciones de violencia no supone, en absoluto, considerar al otro como algo maligno. Sin embargo, hay otro tipo de violencia, que se centra en una concentración obsesiva en la destrucción de determinados agentes o grupos sociales, cuya simple existencia se considera testimonio de maldad. Es una violencia ya no ultraobjetiva, sino ultrasubjetiva. La preocupación de Balibar por la violencia revolucionaria consiste en cómo puede oscilar entre lo ultraobjetivo y lo ultrasubjetivo. Para Balibar sólo son convertibles en mayor justicia y calidad democrática aquellas violencias que no sólo son luchas contra la explotación y la opresión, sino que además suponen la creación de nuevas reglas de juego que apacigüen la violencia. Recordando a Rosa Luxemburgo y a la necesidad de que la revolución tenga un espacio de distanciamiento que le permita reflexionarse a sí misma, advierte que sólo la distancia respecto del momento de lucha contra la explotación genera la posibilidad de convertir la violencia en algo distinto.

Por otra parte, hay que recordar que toda la trayectoria de Marx se configura como un “pensar en la coyuntura”: la política se comprende en su carácter de contingencia radical, en su excentricidad frente a leyes omnicomprensivas. El análisis de la situación política en su determinación específica significa que la articulación del argumento experimenta una modificación perpetua: uno se enfrenta a una lógica singular que está a la altura del acontecimiento contingente. A pesar de este arraigo en la especificidad de la coyuntura, un elemento constante del desarrollo de Marx y Engels es el intento de producir una “desconexión” entre la dimensión política y la del Estado, pero no sobre la base de una indicación abstracta de un “más allá” de lo “estatal”, sino tomando en cuenta lo concreto de la situación. Hay, por tanto, una preocupación en torno al uso político de la violencia y es la de que la violencia active prácticas de oposición que mimeticen los modelos de gobierno a los que se enfrentan. En un escenario de este tipo, incluso la violencia-poder del proletariado representa la respuesta de los dominados a los dominantes. El riesgo consiste en asumir subrepticiamente el modelo de la revolución burguesa en la delineación de la revolución proletaria. De ahí que esta última no sólo deba entenderse como la estrategia para la toma del poder sino, lo que es más importante, como una nueva forma de política que opera la “desconexión” entre la dimensión política y la dimensión estatal que hemos examinado. Efectivamente, aunque el Estado no puede reducirse al estatuto de reflejo no mediado de la dinámica de la producción, se presenta como un elemento necesario para el desarrollo capitalista y, por tanto, para la explotación de la fuerza de trabajo que en él se encuentra. En este sentido, lo que subyace a la argumentación no es el fortalecimiento de la estructura estatal, sino su radical problematización, su marchitamiento.

Por ejemplo, en La ideología alemana emerge el hecho de que la clase tiene un carácter intrínsecamente político, incapaz de ser nunca hipostasiada plenamente ni desde el punto de vista sociológico ni desde el ontológico. Las clases existen, en primer lugar, en la dimensión de la práctica y, en particular, en la lucha, y es ahí donde las relaciones entre individuos y clases se forman y transforman constantemente, junto con sus simetrías y asimetrías. Podemos identificar, aunque no sea de forma sistemática, dos significados de “proletariado”. Uno es el que acabamos de examinar, en el que se postula una simetría con la clase burguesa. Pero también está presente una segunda aproximación a este concepto, uno que es asimétrico con respecto al concepto burgués, y cuyo estatus de clase parece problemático e incierto. Mientras que la clase burguesa es una clase en el pleno sentido de la palabra, en tanto que defiende intereses determinados y particulares, el proletariado constituye una clase no-clase, en tanto que tiende a su propia disolución y, por tanto, a la trascendencia del horizonte de clase y con ello a la desarticulación de toda la estructura. En La ideología alemana encontramos una formulación radical de esta cuestión. El proletariado es el que ya no tiene ningún interés de clase particular que hacer valer frente a la clase dominante. Me gustaría finalizar este recuento señalando precisamente lo siguiente. Al no tener ningún interés de clase particular, el proletariado ejerce un golpe de fuerza que constituye una violencia distinta, en tanto que socava radicalmente el orden de cosas. Esta violencia no puede ser caracterizada ni entendida en los términos en los que habitualmente lo ha sido la violencia en el marco de las revoluciones, porque quiebra precisamente el marco articulado bajo el eje amigo/enemigo, según intereses de clase. La violencia, el golpe de fuerza, radica en quebrar este marco y su lógica inherente e inaugurar algo nuevo. Esta herencia del pensamiento de Marx me parece muy relevante para cualquier investigación sobre la  relación violencia-poder pensada en términos que no sean miméticos —y por lo tanto, en última instancia, funcionales— a los de la brutalidad del capital o del Estado.