Las encuestas registran una baja en la popularidad presidencial, pero ésta todavía se mantiene elevada. Mitofsky, quien suele ser el registro más bajo, consigna para el 20 de junio de 2020 una aprobación del 47.5% al gobierno de Andrés Manuel López Obrador, con una desaprobación del 52.1%. Los entrevistados otorgan calificaciones negativas en rubros capitales: el 71.7% piensa que AMLO no ha logrado unir al país, el 59.5% no considera que tenga un buen gabinete, el 67.4% intuye que se lleva mal con los empresarios, el 56% cree que la seguridad ha empeorado en este sexenio y sólo un 14% juzga que la situación económica es mejor. En perspectiva, el descenso de la popularidad presidencial ha sido pronunciado, dado que en febrero de 2019 su aprobación ascendía al 67.1% (El Financiero, que acostumbra evaluar al alza, le otorgaba entonces el 78%), con un rechazo del 27.4%. Independientemente de los números que elijamos, o si optamos por el pull de encuestas de Oraculus, lo que nos interesa destacar es la tendencia.

“La guerra al huachicol”, recién comenzada en febrero de 2019, había favorecido la imagen de que López Obrador iba en serio en contra del robo de combustible y de la corrupción (recordemos que Felipe Calderón inició su mandato declarando la guerra al crimen organizado, entre otras razones, para ganar legitimidad en una elección cuestionada), catapultándolo hasta el nivel de aprobación más alto en lo que va del sexenio. Más allá de los inciertos resultados de la medida (según los datos personales de AMLO ha reducido el 95% del robo de hidrocarburos), no digamos que la violencia se disparó en el Bajío y que el Cártel de Santa Rosa de Lima extendió sus negocios al tráfico de drogas, disputando el territorio al Cártel de Jalisco Nueva Generación, el presidente fijó en el imaginario colectivo la idea que por fin se “estaba haciendo algo”. “Echarle ganas”, presumo, posee un valor mayor en la cultura nacional que la eficacia, de un sabor más anglosajón.

Poco antes de la elección constitucional de 2018, las encuestas indicaban que el 85% del electorado estaba a favor del cambio, y el triunfo lopezobradorista con el 53.19% corroboró que el candidato de la coalición Juntos haremos historia fue quien captó el anhelo colectivo. No era cualquier transformación, López Obrador hablaba del fin de la simulación, de un “cambio verdadero” al que nombró Cuarta Transformación con el propósito de inscribirlo en una perspectiva histórica, esto es, un continuo donde la jornada electoral era el umbral del México del futuro en el que, dijo en su libro de campaña, “habrá en la sociedad mexicana en su conjunto un nivel de bienestar y un estado de ánimo distinto del actual”, resultado de la “revolución de las conciencias” que prevendría “el predominio del dinero, del engaño  y de la corrupción, y la imposición del afán de lucro sobre la dignidad, la verdad, la moral y el amor al prójimo”. Pueden aducirse muchas razones de la aplastante victoria lopezobradorista, pero, sin duda, el haber generado una expectativa dentro de un electorado muy diverso y crispado con el statu quo fue definitivo.

A pesar del desgaste de la administración de López Obrador, sus abultados yerros, o de acontecimientos inesperados que han rebasado las exiguas capacidades gubernamentales, todavía no existe un cambio sustancial de las condiciones que permitieron su triunfo, de la misma manera que al país no ha llegado la transformación prometida. Las élites (políticas, económicas e intelectuales) no han superado la crisis que estalló en el corrupto sexenio de Enrique Peña Nieto, la base social que desde 2006 acompaña a AMLO permanece leal y la oposición cuenta con escasa credibilidad, amén de una política redistributiva que, aunque incipiente y cuestionada, ha contenido los reclamos populares. Pero no sólo eso, López Obrador no ha perdido la capacidad de crear expectativas en un segmento considerable de la población y de despertar entusiasmo en las clases populares. Diría que es el único político importante que lo hace. Ello se debe a su inagotable capacidad de politizar cualquier evento o circunstancia, conformando una tensión dinámica que activa el conflicto al movilizar a los actores: invariablemente hay una tarea por hacer, una misión histórica que cumplir. Su público, los medios, sus adversarios siempre están esperando algo, con lo que AMLO logra concentrar la atención en lo que va a pasar.

Esta fuga hacia adelante, o al pasado en busca de analogías funcionales, dan coherencia al discurso lopezobradorista, por precario que sea, pues la línea del tiempo ofrece un sentido a los acontecimientos. Ese péndulo oscilante entre el pasado y el futuro permite al presidente responsabilizar de los problemas del presente a quienes le precedieron y generar una expectativa hacia un futuro indubitablemente mejor: difumina el presente al temporalizarlo dado que lo vuelve fugaz, y, con esta operación, las falencias de su gestión se atenúan ante una parte de la opinión pública, permitiéndole a AMLO construir una narrativa positiva de su gestión. Por eso el énfasis de la oposición en los magros resultados presidenciales pierde peso, porque la atención está en el futuro (la promesa) y en el pasado (la causa): así con el NAIM y su “solución” en Santa Lucía, el sainete del avión presidencial, “en agosto comenzará la recuperación económica”, o múltiples episodios sexenales. De esta manera, el juicio a Emilio Lozoya Austin, si es que lo hay, cumple perfectamente esta función. En medio de la crisis sanitaria, la profunda contracción económica y la violencia descontrolada, estaremos atentos a las delaciones que el exdirector de PEMEX realice, a los personajes que involucre en la trama perversa de la corrupción política y, con algo de fortuna, a las pruebas que aporte: el anuncio de una historia narrada en capítulos que más que a la justicia abonará a las elecciones del año entrante. Mientras López Obrador no pierda esta capacidad de concentrar la discusión pública en el terreno que más le favorece, y continúe produciendo expectativas, será por demás difícil que la oposición capture la voluntad de los electores. Ofrecer esperanza a quien no la tenía puede parecer poco, pero a muchos les basta.