La máxima casa de estudios se halla ante una de las encrucijadas más importantes de su historia reciente: realizar reformas de carácter estructural para enfrentar y prevenir la violencia de género, o restringirse a hacer adecuaciones mínimas para paliar las demandas de las estudiantes que participan en la toma de instalaciones de algunas de sus dependencias académicas.

Si bien los paros no han logrado propagarse o sostenerse por toda la Universidad Nacional hasta convertirse en un movimiento generalizado –poco probable también para el futuro–, en más de una ocasión ha quedado claro que gozan de la aceptación tácita de una buena parte de las y los universitarios, incluso en los casos en los que se cuestiona si las tomas intermitentes o indefinidas son o no la mejor forma de concretar en lo inmediato las demandas planteadas. Así lo demuestra el fracaso de las diversas convocatorias a clases extramuros para el bachillerato o la enorme resistencia de la comunidad de la Facultad de Filosofía y Letras, que se niega a tomar partido en contra de la Mujeres Organizadas (MOFFyL), soportando por la vía de los hechos la enorme carga de casi cuatro meses en paro. También cayó en oídos sordos el enérgico llamado del Secretario General, que hace unas semanas exigió la devolución inmediata de las instalaciones, en plena debacle mediática sobre la presunta presencia en el conflicto de grupos ajenos a la Universidad. La fuerza fáctica del reconocimiento social de las causas que han engendrado el descontento se antepone incluso a la crítica sobre las formas de organización de las estudiantes. Y ha logrado que algunas de las demandas de las estudiantes trasciendan los muros de rojinegros y coloquen en el debate universitario la necesaria transformación estructural de la Universidad en materia de violencia de género. Ello explica el avance de la discusión entre la comunidad sobre la necesidad de reformar el Estatuto General —que norma y rige la vida universitaria—; en especial de los artículos 95, 98 y 99.

Para tener clara la trascendencia de estos planteamientos es necesario conocer el contenido de las reformas propuestas y de las finalmente aprobadas. Así, por ejemplo, el artículo 95 del Estatuto establece aquellas faltas que la Universidad considera especialmente graves y, por tanto, lesivas de la vida universitaria. En tanto que el artículo 98 estipula el tipo de sanciones que podrán imponerse por aquellas faltas, tanto al personal académico como a los estudiantes, aunque no contempla a los trabajadores. Por su parte, el artículo 99 se refiere al Tribunal Universitario y su composición. Sin embargo, no ha sido sino hasta la sesión del 12 de febrero de este año —fecha en la que se discutió en el pleno del Consejo Universitario—, que la violencia de género se ha considerado una falta especialmente grave en el artículo 95, como ya lo eran, por ejemplo, la hostilidad por razones de ideología o portar armas en los recintos universitarios. De modo que la reciente revisión a este artículo integró por primera vez, a través de la fracción VII, que “la comisión de cualquier acto de violencia y en particular la violencia de género”, se reconozca como causa “especialmente grave de responsabilidad”.

En este mismo paquete se reformó también el artículo 99 con un ligero cambio que aumenta el número de vocales en la composición del Tribunal, principal órgano disciplinario de la Universidad. Sobre este artículo es importante señalar que se dejó intacto el inciso donde se estipula que su Presidente será la persona de mayor antigüedad de entre los profesores del Consejo Técnico de la Facultad de Derecho, es decir, su decano. En tanto que la propuesta alternativa, presentada por el Consejo Técnico de Filosofía y Letras, contemplaba la posibilidad de reformular este apartado, a modo de que ese cargo se ocupara por un miembro de la comunidad sin que necesariamente perteneciera a la Facultad de Derecho, así como la necesaria evaluación de la probidad de su trayectoria.  Esta propuesta, sin embargo, no se incluyó en la modificación aprobada.

Por ello no deja de llamar la atención que el actual Presidente  del Tribunal, Eduardo López Betancourt, no haya convenido la necesidad de modificar el mecanismo de elección del puesto a su cargo, mientras que en semanas recientes hizo beligerantes declaraciones en torno a la complicidad entre funcionarios para evadir las denuncias sobre violencia de género, así como sobre la presencia de delincuencia organizada en el Auditorio “Che Guevara” de la FFyL. Aunque sí es coherente con el silencio y la omisión en sus declaraciones sobre cómo es que buena parte de las denuncias por violencia de género se han estancado de forma permanente o por periodos muy largos, precisamente en el Tribunal que preside. Y coincide también con la férrea resistencia del Director de la Facultad de Derecho, Raúl Contreras Bustamante, a que se profundicen las transformaciones para la correcta atención a la violencia de género en la Universidad, en concreto, las modificaciones al Estatuto.

Otra pieza clave de la oposición a que las demandas de las mujeres se concreten en los marcos normativos universitarios es el artículo 98 del Estatuto, referido a las sanciones. Y sobre el que no se hizo modificación alguna en la sesión del 12 de Febrero. Hay quienes sostienen que ello revela la resistencia de la administración universitaria por transformar de forma efectiva las medidas institucionales contra los agresores, pues, al presente, las sanciones que se pueden imponer a las o los académicos son: el extrañamiento escrito, la suspensión (temporal) y la destitución (de algún cargo). En tanto que la propuesta del Consejo Técnico de Filosofía y Letras contemplaba también la rescisión del contrato laboral. Lo que es indudable es que este artículo es la mancuerna entre las faltas y las sanciones, así como sobre la escala que permite dirimir lo que se considera falta grave de lo que no lo es. Dicho de otro modo, en la modificación de este artículo se juega también la regulación sobre qué tipo sanción en materia de violencia de género para qué tipo de falta. Es por ello que ahora se torna un eje del conflicto, al tiempo que convoca a más universitarias para empujar su transformación.

Por otra parte, ante la desazón que produce el golpeteo mediático y el desgaste natural del recurso al paro, es importante destacar que la disputa sobre las reformas se gesta en medio de enormes tensiones que demuestran la compleja composición política de la vida universitaria. Baste mencionar el debate en comisiones del Consejo Universitario, tanto como su sesión en pleno, para ejemplificar cómo la discusión sobre las sanciones a la violencia de género ha despertado las fuerzas vivas más reaccionarias de la universidad, tanto como han obligado a tomar partido a los sectores más liberales —que no necesariamente más progresistas—. Es notable también el lamentable papel que han jugado los sindicatos universitarios (STUNAM y AAPAUNAM), que han privilegiado su agenda específica, antes que velar por los derechos de las trabajadoras universitarias afiliadas a estos órganos. Quizá se resisten a que a larga estas modificaciones obliguen también a que se revise el contrato colectivo de trabajo y la rescisión laboral por motivos de violencia de género.

Son muchos los actores políticos que se están moviendo tras bambalinas al interior de la Universidad, pero no se trata ni de fuerzas oscuras ni de los grupúsculos que pretenden derrocar el patriarcado a empellones, sino de quienes, aposentados en espacios estratégicos para la toma de decisiones, pretenden detener todo cambio que coloque la violencia de género como asunto prioritario para la vida universitaria. Eso vuelve incuestionable el necesario reconocimiento de que las reformas son un logro de las Mujeres Organizadas en la UNAM, quienes, haciendo eco del descontento gestado desde hace unos años, han puesto las condiciones para su transformación. Con todo, profundizar la reforma al Estatuto —en particular lograr la reformulación del artículo 98— y avanzar hacia una transformación estructural que garantice el adecuado tratamiento y la prevención de la violencia de género no resultará de una concertación política entre las cúpulas universitarias, sino como resultado de la fuerza ampliada de la lucha de las mujeres de su comunidad, y de su capacidad de organizarse, independientemente del recurso al paro, para obligar a la institución a no dar marcha atrás. Esto supone un tipo de alianza estratégica entre sectores de mujeres universitarias como no hemos tenido hasta ahora, sobre la base del reconocimiento de quienes han apuntalado y sostenido estas demandas en el pasado y en el presente. Transformar la universidad a modo de que colocarla a la altura de los tiempos es un asunto de todas: es eso o permitir que la fuerza de la reacción conserve todo más o menos igual.