La pandemia no nos dejará volver sobre nuestros pasos. Nos ha cerrado para siempre el camino a la cotidianidad de antes. Ha borrado los planes de un calendario que ya no ocurrirá y construye una nueva agenda desesperada, inmediata, nos sugiere utopías y juicios finales.  En lo individual y lo colectivo, nos cuestionamos los hábitos que tuvimos que arrojar por la ventana, sin previo aviso, para improvisar unos nuevos que nos sirvieran de ancla a la cordura. Primero se trataba de unos días, ahora todo es por tiempo indefinido.

En la Gran Manzana ya no brillan las joyas en los aparadores ni las prendas carísimas de las pasarelas. Nadie filma películas o series de TV en las calles ni resuena el tintineo de copas en los cientos de bares y restaurantes, ahora clausurados “Indefinidamente”, “Hasta próximo aviso”, “See you later!”, “See you next time!”, “See you next year!”, “See you never!” Nueva York siempre apocalíptica. En este particular fin del mundo es un Nueva York de silencio y ausencia, de puertas cerradas y distancia física. Brillan todavía las puntas de los rascacielos; el viento corre más veloz por las calles; el canto de las aves ya no compite con el claxon de los automóviles ni con el ensordecedor ruido de los jackhammers.

Por las mañanas camino todos los días las cuatro cuadras que me separan de mi estudio. Comienzo el día y no hay nadie en las calles. Al caminar me topo solo con uno o dos peatones y bailamos la danza del distanciamiento: nos miramos desde lejos y sonreímos nerviosos con la mirada, nos alejamos lo más posible,  a veces bajamos de la banqueta, pues las calles se han quedado vacías no solo de peatones sino también de autos y motocicletas. Estoy sola en Broadway, en un edificio de antes de la Guerra Civil; parece caerse de viejo y sin embargo se sostiene; la renta es sorprendentemente barata, el espacio, enorme para los estándares de esta zona. Fue un golpe de suerte o del destino encontrar este lugar hace dos años. New York loves me, digo cuando presumo de mi suerte, citando esa frase de turista. Comparto este estudio con otros dos artistas; una de ellas huyó de la ciudad cuando se declaró el estado de emergencia, pensando en que su embarazo la convertía en sujeto de riesgo; el otro, Michael, a quien pago la renta, vive a unas cuadras en Chelsea, nos enviamos mensajes de texto a diario para compartir por igual noticias catastróficas que bromas pesadas. De eso se trata la amistad y el amor en estos días: de reír del encierro juntos, de entrar en pánico juntos. Ésta era la zona antes más transitada del Lower East Side, la zona de New York University. Ahora está desolada.

En estos días he ocupado el tiempo en contactar familiares y amigos, con más frecuencia a aquellos que sé físicamente cerca, por cuestión de apoyo recíproco. También he tratado de volver sobre mis pasos, de rememorar los eventos recientes al tiempo que Nueva York se convierte en el ojo de este huracán universal que es la pandemia. Mientras escribo este texto, los hospitales no solo se desbordan, también se multiplican, así como los trabajadores que trabajan en ellos: cientos de cocineros y personal de limpieza trabajan a marchas forzadas; otros montan carpas improvisando una extensión del Mount Sinai Hospital en Central Park —se rumora que son evangélicos antigay—; un gigantesco buque hospital de la marina llegó a puerto hace unas horas entre aplausos distanciados de los que miraban desde tierra. Las enfermeras de todo el estado lanzan videos a las redes: denuncian que no resisten más la carga de esta pandemia, que usan el mismo tapabocas por días, atienden a cientos de pacientes sin el equipo necesario.

Foto: Brecht Bug, 2020 Times Square Thank You Healthcare Workers Billboard

 

 

Recuerdo cómo hace tres semanas el sentimiento de alerta comenzó a materializarse en cubre bocas en las calles, guantes de látex, algunas primeras cancelaciones de clases y eventos. Muy pronto comenzamos a ver cómo el gobernador del estado de Nueva York, Andrew Cuomo, y el alcalde de la ciudad de Nueva York, Bill de Blasio, ambos demócratas, pasaban de la calma y la negación a las acciones drásticas, oscilaban entre el antagonismo y la colaboración para finalmente tomar medidas desesperadas aunque claramente tardías. La declaración del estado de emergencia de uno y otro llegó con cinco días de diferencia, tiempo perdido para actuar en conjunto. Habiendo vivido la pandemia de gripe porcina en 2009, me exasperó la lentitud en la toma de decisiones así como la renuencia a cerrar escuelas y teatros cuando cada día se anunciaban nuevos contagios confirmados. El jueves 12 de marzo, mientras yo defendía mi propuesta de tesis doctoral en la oficina de mi asesor y con las otras dos miembros de mi jurado conectadas en FaceTime, desde sus casas, los mensajes llegaban a nuestros teléfonos anunciando el cierre de los teatros de Broadway, del MET y del Carnegie Hall. A eso de las cuatro de la tarde, cuando terminábamos nuestro ritual académico, llegó por fin el estado de emergencia en la ciudad y muchos pensaron que eso era el anuncio inequívoco de la cuarentena. Fue cuando muchos salieron en estampida de Manhattan, no sin antes vaciar los estantes de latas de atún, cubrebocas, vitamina c y papel higiénico.

Andrew Cuomo, quien es en mucho responsable de los mismos problemas que ahora enfrenta —la desprotección de los trabajadores en términos de vivienda, salud y derechos laborales—, se ha convertido en el crush fácil de algunos newyorkinos —más bien un síndrome de Estocolmo, opinan otros—  porque en tiempos desesperados como éste ha expresado sentido común frente a la emergencia, mientras el presidente amenaza otras naciones y deja a sus ciudadanos morir en el desamparo. Es fácil ser mejor que Donald Trump. En tiempos de pandemia, también es fácil olvidar que Trump no es para nada el único responsable del aumento exorbitante de los homeless en las calles en una ciudad ostentosa, del deterioro vergonzoso del sistema de salud en uno de los países más ricos del mundo, del trato inhumano a los migrantes en un Nueva York que se sostiene de ellos al tiempo que presume su glamour a la americana. Aquí estamos hoy, en tiempos de coronavirus, viviendo y temiendo las consecuencias más terribles de la avaricia y ambiciones de un imperio que se desmorona.

Algunos días veo corredores dispersos, con su ropa muy de moda, sus audífonos y sus iphones seguramente midiendo su pulso y los kilómetros recorridos. Siendo yo misma adicta al ejercicio simpatizo con su urgencia por seguir una rutina física (más allá de mi prioridad por mantener mi distancia de su camino acelerado), pero en las presentes condiciones me desconciertan: es como si pertenecieran a un paisaje que ya no es, los percibo cruelmente como muñequitos de cuerda en un juego que ya no tiene sentido, me recuerdan el culto al cuerpo que Nueva York ha cultivado y representado por décadas, donde encuentras más de dos gimnasios por cuadra, miles de tiendas de maquillaje, spas, salones de belleza, talleres de piercings y tatuajes, opciones impensables de cirugías plásticas. Y aunque habrá quien abogue por dar un significado profundo a estas actividades que exaltan o modifican el cuerpo, hoy yo arrojo todo en la misma bolsa porque todo ahora cayó en la categoría de prescindible, clausurable, See you next time! See you later!

Hace dos semanas la New York University envió un email pidiendo a los alumnos evacuar los dormitorios y llevarse todas sus pertenencias, lo cual para mí fue una llamada de alerta más fuerte incluso que el estado de emergencia. Al día siguiente un segundo email, claramente producto de las llamadas enfurecidas de padres de familia, explicaba que la razón detrás de esto era que existía una alta posibilidad de que el gobierno de la ciudad requiriera el edificio y las camas para los enfermos. Esa noche casi no dormí y me desperté varias veces con sobresaltos. Una cosa es encerrarte en tu casa y hacer todo lo posible por no estar enfermo. Otra cosa es darse de frente con la corporeidad de esta pandemia: una emergencia en donde una cama antes ocupada por un estudiante privilegiado en una de las universidades más caras de Estados Unidos ahora sería ocupada por un enfermo. NYU es el ejemplo perfecto de esas universidades neoliberales donde el dinero lo compra todo, donde los alumnos son clientes, los profesores y estudiantes de posgrado subempleados y mano de obra barata. No puedo ni imaginarme el confrontamiento con la realidad que tuvieron muchos de estos padres de familia y estudiantes internacionales al darse cuenta de que su dinero no podía comprar más su tranquilidad, ni siquiera podía garantizar una cama. Se habló de excepciones para aquellos alumnos que no pudieran regresar a su país, de aquellos que no pudieran irse por razones médicas, de los estudiantes de la escuela de enfermería que estaban invitados a quedarse a ayudar. De súbito, esta élite del mundo se volvió vulnerable, su dinero inservible, su voz silenciada por la apremiante necesidad de mantener a flote un sistema de salud que se hunde. Mucho se ha hablado de la evidente diferencia entre pobres y ricos al enfrentar la pandemia, pero lo cierto es que el miedo a la muerte, como el coronavirus, no discrimina. Se transpira miedo en la ciudad, dentro de los edificios, los hogares y también afuera, en aquellos que siguen trabajando. Es un miedo perfectamente justificable, pero también es un miedo que al menos a mí a veces me da vergüenza: me hace olvidar que quienes están librando esta batalla de verdad son todas las personas en el servicio de salud, las que limpian los hospitales, hacen de comer, médicos, enfermeras, y todos aquellos que mantienen la ciudad andando. Hace unos días cerraron una línea de metro porque entre los trabajadores había demasiados contagiados.

Sigo reconstruyendo la forma en que esas noticias venidas de lejos, desde Wuhan, se convirtieron en una realidad para quienes nos enteramos de ellas, quienes sospechamos que tarde o temprano seguíamos nosotros en el avance de la pandemia. Para otros, menos informados, la vida seguía y no pensaban en cancelar planes. En parte quizás esta ciudad irreal y ambiciosa daba un efecto de seguir sin freno, de no detenerse ante ninguna catástrofe, La Ciudad Que Nunca Duerme. Más allá del alcance de la información, creo que la incredulidad tampoco discrimina entre élites o desposeídos, es un hábito misterioso, y esto tomó pocos días en hacerse notar. Después de esa primera escalofriante subida de la curva de contagios y muertes, los millonarios de EUA hoy rompen las reglas más simples que podrían salvar su propia salud  y dan alaridos por regresar a trabajar cuanto antes para “salvar la economía,” al mismo tiempo que en los parques y canchas públicas adolescentes de clase media y baja se reúnen como si fuera un día cualquiera. Mucha gente sigue congregándose. Al ir a un banco paso por Washington Square y veo frente a la estatua de Garibaldi un tumulto de jóvenes sentados unos contra otros en los escalones. Me alejo de ellos. See you later! Como los corredores de cuerpos esbeltos, siento que no encajan con este Nueva York del fin del mundo y, sin embargo, ahí están, más allá del sentido, superpuestos. Hay en los medios una insistencia en que el virus ataca más gravemente a los adultos mayores, una confianza en estas estadísticas, a pesar de que enfermeras y médicos se sorprenden de la gravedad de los pacientes jóvenes que llegan sin aparente complicación y ahora luchan con dificultad por su vida o mueren después de treinta días de padecer la enfermedad. Ambas versiones pueden ser correctas y el problema está en esa incredulidad misteriosa, en no creer que se puede ser parte de esa estadística, en que alguien igual a nosotros es esa estadística. Y pienso en una frase del Mahabharata, citada tal vez por Annie Dillard: “De todas las maravillas del mundo, ¿cuál es la más maravillosa? Que ningún hombre, incluso al ver a otros morir frente a sí, es capaz de creer que él también va a morir.”

Escucho a padres de familia preocupados de que particularmente la población adolescente da la impresión de no tomar en serio las restricciones. Leo las opiniones de muchos inmigrantes que cuentan que entre las mayores decepciones que se llevaron al llegar a este país fue descubrir la falta de respeto y cuidado por los ancianos, por los senior citizens, algo que ahora se hace más latente en el discurso de Trump, quien mostró abiertamente este institucional desprecio por una población de la que él mismo forma parte. El teniente gobernador de Texas, Dan Patrick, llevó la política a un lugar todavía más impensable, ridículo, declarando que había muchos abuelos dispuestos a morir para salvar la economía de sus nietos. Cuomo respondió simplemente que ni su mamá ni la de nadie eran sacrificables y que en Nueva York seguiríamos en cuarentena.

En esta ciudad de sueños y Apocalipsis, a quienes podemos y llevamos a cabo el encierro, nos asaltan las carencias triviales tanto como la añoranza por la compañía, la ansiedad por la distancia física y la premura por volver para quienes tenemos un hogar en otra parte. Muchos artistas comparten sus performances en casa con una audiencia detrás de la pantalla. Algunos amigos han comenzado a postear en las redes su primer corte de cabello hecho por ellos mismos; otros bromean sobre el entretenimiento de pintarse las uñas unos a otros entre roommates. Trabajadores que podrían considerarse más afortunados que los inmigrantes sin documentos ahora esperan desesperados el pago por desempleo, el cual no llega, pues como era de esperarse, el sistema está saturado. Los repartidores de comida van y vienen con cubrebocas y continúan ayudando a echar a andar algunos restaurantes. Sabemos bien que cientos de pequeños negocios no volverán a abrir sus puertas porque ya de por sí sobrevivían con gran dificultad pagando las exorbitantes rentas de Manhattan. See you next year! See you never!

Como nosotros, Nueva York se transformará profundamente con esta pandemia. Las posturas radicales, extremas, contradictorias de los últimos días, muestran que el cambio no será unísono, no puede darse por sí solo: seguirá siendo nuestra tarea transformar este fin del mundo en un nuevo futuro, cuestionando no solo el presente sino volviendo sobre nuestros pasos, rememorando el cómo llegamos aquí. Por el momento enfrentamos los días. Al anochecer camino esas mismas cuadras de regreso a mi departamento, donde Tony me espera para cenar. Una de las grandes cualidades de mi estudio que muchos apreciaban —cuando podían visitarme, en esos días que parecen lejanos— era el contraste entre el silencio de adentro y el ruido tumultuoso de afuera que entraba con solo abrir la puerta. Pero en estos días el silencio está adentro y afuera, la soledad adentro y afuera.  Mi mente toma una nota mental de que al salir toco el barandal de la escalera y la manija externa de la puerta: tendré que lavarme las manos otra vez al llegar a casa. Camino frente a los aparadores cerrados. Los semáforos en estos días continúan su brillo mecánico y no sirven para casi nada. Incluso los homeless se han alejado de esta área. No todos: un hombre muy delgado, harapiento, de cabello desparpajado y sucio, balbucea en lenguas y camina sin zapatos, no lleva consigo ninguna pertenencia. Somos solo él y yo en pleno Broadway. No hay nadie que encaje mejor que él en este paisaje.