Así llama Francis Fukuyama en su nuevo libro (Identidad, 2019) a las demandas colectivas insatisfechas que desbordan el consenso neoliberal en la posthistoria de la que él fuera heraldo. Las reivindicaciones por el reconocimiento de la dignidad (thymós) son para el politólogo estadounidense el motor de las políticas identitarias contemporáneas. La expectativa de Fukuyama es que un liberalismo remozado pueda procesarlas sin alterar los principios esenciales del mundo posterior al socialismo soviético que esbozó en el influyente ensayo ¿El fin de la historia? (1989). Éstos son: el libre mercado y la democracia representativa.

La idea según la cual existía un acuerdo básico acerca del orden deseable la había formulado la generación liberal anterior, específicamente Daniel Bell en El final de la ideología en Occidente (1960). Bell, como Fukuyama, pensaba que la historia ya había resuelto el problema de la confrontación ideológica en los países desarrollados, pero, a diferencia del autor de ¿El fin de la historia?, aquél atribuyó esto a la síntesis de los postulados liberales con las políticas socialdemócratas en un consenso aceptable para todos. Por tanto, no habría duda de que el sistema político óptimo era la democracia liberal, como tampoco en cuanto al papel del Estado en la redistribución de la riqueza. Fuera de este consenso quedaba el mundo subdesarrollado, inmerso todavía en la antigua maraña ideológica. La descolonización del Tercer Mundo o las revoluciones en la periferia, recién la cubana, no merecieron más que escuetas anotaciones, y la Nueva Izquierda (con Charles Wright Mills a la cabeza en los Estados Unidos), algún comentario desdeñoso. “Los problemas a los que nos enfrentamos en casa y en el mundo —indicó Bell— son inmunes a los viejos conceptos del debate ideológico entre izquierda y derecha, y si la ideología es hoy, por buenas razones, una palabra irremediablemente vencida, no es necesario que utopía corra la misma suerte”, siempre y cuando ésta última no recurriera a la violencia y aceptara la pluralidad.

Fukuyama tiró el agua de la bañera con todo y niño al descartar la posibilidad de la síntesis entre el liberalismo y la socialdemocracia, además de cerrar el horizonte utópico; en la fiesta de la libertad, obliteró el problema de la desigualdad, la redistribución del ingreso, la noción de lo público y el papel del Estado. Y el capital fue y es todavía el gran ausente en su análisis. En su nuevo libro el politólogo estadounidense quiere hacerse cargo de algunos de estos temas. Para su desconcierto, Fukuyama registra el virus antidemocrático no solamente en la periferia atrasada, sino en las democracias consolidadas de Occidente. Trump sería la expresión estadounidense de la tendencia general que denomina el politólogo estadounidense nacionalpopulismo, la amenaza más reciente a “nuestras libertades”, dentro de ese síndrome del acoso padecido desde siempre por el liberalismo, el cual lo ha hecho impermeable a la revisión de sus postulados. “El aumento de la política de la identidad en las democracias liberales modernas —registra Identidad— es una de las principales amenazas a las que se enfrentan, y, a menos que seamos capaces de volver a los significados más universales de la dignidad humana, estaremos condenados a prolongar el conflicto.” El reto sería entonces que el liberalismo lograra absorber estas demandas imposibles de “satisfacerse simplemente por medios económicos”, como atribuye el volumen al movimiento obrero y al socialismo.

La política del resentimiento es el caldo populista en el que se ceban izquierda y derecha. “La izquierda —escribe Fukuyama— se ha concentrado menos en una amplia igualdad económica y más en promover los intereses de una amplia variedad de grupos percibidos como marginados… [y] la derecha se redefine como patriotas que buscan proteger la identidad nacional tradicional”. Identidad ofrece los ejemplos de la Primavera árabe y la Plaza Maidan (Kiev) para ilustrar las motivaciones de la protesta pública en las que el islamismo y el nacionalismo convergen en la reivindicación de la identidad colectiva y excluyente, cuando “la modernización económica y el rápido cambio social socavan las viejas formas de comunidad y las reemplazan con un pluralismo confuso de formas alternativas de asociación”. Quien ha perdido más con ello es la izquierda socialista que experimenta el desvanecimiento de los referentes colectivos con los que unificaba a los subalternos (clase, etcétera). Estas políticas identitarias, cuyo sustrato es el resentimiento, son abanderadas por los líderes populistas. Por tanto, el antídoto que pueden ofrecer las democracias liberales —asediadas por la inmigración del Sur global y por los nacionalismos xenófobos— es conformar identidades nacionales inclusivas, pues “lo que está en juego es la supervivencia de la propia democracia liberal”.

El politólogo estadounidense no está dispuesto a problematizar el liberalismo incorporando la cuestión social, ese gran déficit de la modernidad, motivo que Hannah Arendt (Sobre la revolución) consideró espurio, en la medida en que la única reivindicación legítima en las revoluciones modernas era para ella la libertad: “desde que la Revolución había abierto las barreras del reino político a los pobres este reino se había convertido en social”. Lo que para Arendt era una coartada para colar la necesidad al reino de la política, para Fukuyama es prácticamente inexistente. Identidad sostiene que la Revolución francesa abrió dos vertientes de las políticas identitarias. Una pugnaba por el reconocimiento de la dignidad de los individuos, mientras la otra aspiraba a hacer efectiva la dignidad de los colectivos. Aquélla se concretó con la universalización de los derechos individuales en el siglo XIX, en tanto que la otra, irresuelta, siguió el incierto cauce de los nacionalismos y de la politización religiosa.

Las políticas identitarias tienen por trasfondo la reivindicación de la diferencia (racial, sexual, religiosa), sean naturales o adoptadas por voluntad propia, en tanto que la desigualdad —nos dice Göran Therborn (Los campos de exterminio de la desigualdad)— es una construcción social. En principio, nadie acepta esta condición por elección, antes bien se trata de algo impuesto por otros (hombres, sistemas, naciones). Dentro de esta línea, la reivindicación de los derechos de los marginados (negros, mujeres, indígenas, homosexuales, migrantes) por parte de la izquierda socialista no es en cuanto a su diferencia, lo es porque se les ha privado a contingentes enteros de derechos (ciudadanos, laborales, etcétera), o de las condiciones materiales para hacerlos efectivos, disponibles para el resto de la comunidad. Estas demandas articularon los movimientos sociales globales de la última década. Y el reclamo colectivo de ellas no es la diferencia, es la igualdad. Visto así, resulta insuficiente la solución propuesta por Fukuyama, esto es, que las democracias liberales desarrollen identidades nacionales inclusivas, dado que el capitalismo reproduce la desigualdad, con el añadido —apunta Gerald A. Cohen en Por una vuelta al socialismo— de que pensarlo “como un ámbito de libertad entraña soslayar buena parte de su naturaleza”. En consecuencia, mientras no resuelva la cuestión social, que no equivale a la demanda de reconocimiento, el socialismo tendrá pertinencia.