Opinión

Teresa Rodríguez de la Vega Cuéllar

Durante el mes pasado, las posiciones políticas que desde hace tiempo antagonizan en el debate nacional se materializaron en nutridos contingentes que colmaron las calles del centro de la Ciudad de México. Primero, el 13 de noviembre, amplios sectores de lo que se da por llamar “sociedad civil” acudieron a la convocatoria conjunta de empresarios, intelectuales, periodistas, organizaciones y partidos políticos de derecha y extrema derecha y marcharon al grito de “¡El INE no se toca!”. 

¿La movilización era necesaria para evitar una “inminente” aprobación de la iniciativa de reforma constitucional en materia electoral enviada al Congreso por el presidente? No. Quienes convocaron a la marcha, sabían de antemano que la iniciativa no alcanzaría la mayoría calificada requerida pues todos los partidos de la oposición habían manifestado que, como de hecho ocurrió, sus bancadas votarían en bloque en contra de la reforma. Aunado a ello, está el hecho de que, según los testimonios recogidos por diversos medios de comunicación, gran parte de los asistentes a la manifestación ignoraba incluso los trazos más generales del contenido y el alcance de la propuesta de reforma electoral. La del 13 de noviembre no fue realmente una manifestación en defensa del INE, eso está claro, pero ¿de qué se trató entonces? Si revisamos la lista de sus convocantes y promotores, la marcha puede entenderse como el banderazo de salida de la derecha de cara al proceso electoral de 2024 y, en ese sentido, bien podría ser considerada un “acto anticipado de campaña”. Se trataba de “mostrar el músculo” de la oposición y vaya que lo hicieron; más allá de la guerra de cifras que se desató ese mismo día, la convocatoria rebasó por mucho las más alegres expectativas de los organizadores y las más pesimistas previsiones gubernamentales. Abanderando una genérica defensa de la democracia, los organizadores lograron lo que la derecha no lograba hace mucho en este país: movilizar a una numerosa base social y sacarla a la calle. Está por verse si eso les alcanza para consolidar una fuerza electoral capaz de minar lo que hoy parece una tendencia difícil de revertir: que Morena gane las próximas elecciones. Pero a ras de piso pasó algo mucho más importante: en los dichos, la manifestación rosa se agrupó en torno a la defensa del INE, en los hechos se acuerparon en torno a una reivindicación de estatus. Gritaban “¡El INE no se toca!”, pero pensaban “Sí, soy fifí y a mucha honra, no somos iguales”.

Como respuesta, dos semanas más tarde las calles del centro de la Ciudad de México no alcanzaron para la multitud que se movilizó convocada por López Obrador con el objeto de, según él mismo dijo, celebrar los cuatro años de la Cuarta Transformación. Es cierto que en la marcha no faltó el burdo acarreo clientelar perpetrado por distintas instancias y niveles de gobierno, pero éste fue un fenómeno absolutamente marginal respecto a las decenas de cientos de miles de personas que acudieron voluntaria y decididamente a respaldar al presidente. Para el gobierno, se trataba de mostrar un músculo más grande que el presumido por la derecha dos semanas antes; pero también aquí a ras de piso pasó algo más grande: la multitud gritaba “¡Es un honor, estar con Obrador!”, pero también “¡Sí, somos unos indios patarrajada y la calle es nuestra!” La gente entendió pues, que la manifestación del 13N fue una altiva reivindicación de estatus y respondió con una masiva e irreverente reivindicación de clase.

El capital político de la manifestación del 27 de noviembre está endosado a nombre de Andrés Manuel López Obrador, de eso no hay duda, y dista mucho de ser el escenario deseable (un periodo de ascenso movilizatorio es más potente cuando se acompaña de la independencia política de la organización popular respecto al poder). Pero una movilización masiva y explícita contra el racismo y la aporafobia de las élites nacionales es señal de que en los sectores populares está teniendo lugar un proceso de politización que no puede sino alentarnos. Hoy esa politización se mueve en el rasero de la 4T y sus contradicciones, pero su perfil antioligarca sugiere que mañana bien podría rebasarla por la izquierda y encontrarse en el camino con la lucha de los pueblos y las mujeres en defensa de la vida y el territorio.

Desde hace tiempo, diversos analistas advierten acerca de un supuesto clima de polarización que, propiciado desde Palacio Nacional, estaría empañando el debate público y dividiendo irremediablemente a la sociedad mexicana. Pues bien, si por polarización entendemos lo que se materializó en las calles el 27 de noviembre pasado, es decir, la toma de conciencia del carácter irreconciliable de los intereses de las mayorías con respecto a los de una oligarquía cada día más abiertamente racista y expoliadora, bienvenida sea, la necesitamos.

Aunado a ello, los recientes acontecimientos en Argentina y Perú dibujan de cuerpo entero la imagen de una derecha latinoamericana que no es capaz de mantenerse en los causes institucionales ordinarios de la alternancia electoral entre capitalismos más o menos agresivos. En ese contexto, una movilización como la del 27N también lanza un importante mensaje a los delirios golpistas y magnicidas que se mueven en el drenaje profundo de la oligarquía nacional.


Teresa Rodríguez de la Vega Cuéllar es profesora del Centro de Estudios Sociológicos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM. @tesiture / tesiture@politicas.unam.mx