Serie Nación trabajadora

Facundo C. Rocca

Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas – Universidad Nacional de San Martín

Desde el punto de vista de quienes trabajan, 1789 implicó no sólo la abolición de las servidumbres y los privilegios, sino también la impugnación y la disolución de aquellas normas, instituciones, lenguajes e imaginarios que permitían un cierto gobierno de su interdependencia material y de su vida en común. Tras la destrucción revolucionaria de las corporaciones, denunciadas como cuerpos anticuados que amenazaban la naciente sociedad política de los libres e iguales, la Revolución no ofrecía ningún sustituto más que el lazo jurídico de cada quien con la totalidad representativa de la Nación y sus leyes, y la promesa de una fraternidad que, sin embargo, parecía ser siempre lema y bandera antes que principio de nuevas instituciones. La conquista de la igualdad y la libertad aparecía así, para quienes vivían de su trabajo, también como la producción catastrófica, en sus vidas, de un vacío de organización material y espiritual. Así resumía Jules Leroux, en 1833, la experiencia amarga de este vacío:

No tenemos, como antes de la revolución, una […] corporación. Somos libres unos de otros, ningún lazo nos une. Si uno de nosotros se encuentra en una situación triste y accidental, no nos sentimos obligados a ayudarle de ninguna manera […]. Esto no es libertad, es aislamiento, aislamiento completo […]. No hay […] ningún lazo que me haga sufrir cuando mi vecino sufre […]. Nuestra clase no existe: no hay más que […] individuos.

(En Rancière y Faure, 2007, pp. 69-71)

Ser libres los unos de los otros, vivir como individuos autónomos, sin lazo real, afectivo y cotidiano con otros, no sólo es una mala forma de entender la libertad, sino la causa misma del malestar en la sociedad. La luminosa promesa de la igual libertad, con la cual se justificó la abolición del opaco mundo corporativo, no redundó sino en una soledad sombría y miserable. En definitiva, ser un hombre libre, y ya no un siervo, no significa mucho más que encontrarse solo frente al funesto azar de los precios y las mercancías; antojos de un nuevo amo, impersonal y aún más caprichoso que el monarca absoluto: el mercado.

Es el intento de llenar este vacío, de reimaginar y reconstruir modos de estar en común en la materialidad de los trabajos, los días y la vida, lo que se encuentra en el origen de las transformaciones de las que emergió el imaginario y el pensamiento socialista. La aventura emprendida para reencontrar, después de la ruptura moderna, instituciones y normas de la vida en común de quienes trabajan.

Si queremos entender esa exploración tenemos que preguntarnos cómo es que pudo haberse producido, en primer lugar, ese vacío. ¿Qué es ese abismo al cual las partes del trabajo debieron devolver la mirada? Porque la libertad como aislamiento, lejos de ser el estado originario de los buenos salvajes, o una natural ley de equilibrio al fin vigente, no es sino otro artificio que tiene, por lo tanto, una historia. La libertad del aislamiento, la atomización del mundo del trabajo en individuos, dinero, herramientas y mercancías, tuvo que ser imaginada, primero, en el saber para transformarse, luego, en derecho declarado y norma de la constitución política moderna.

La Enciclopedia, o cómo todo lo sólido del trabajo se disuelve en la luz de la razón

Antes de su paso al acto revolucionario, esta nueva sociedad de individuos fue imaginada en la teoría. El proyecto de la Enciclopedia de Diderot y d’Alembert (1751-1772), con su programa de una radical publicidad de lo razonable, fue un lugar privilegiado para la condensación de tal reordenamiento de los saberes necesario para la transformación radical de la sociedad.

En su mismo título se propone como diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, y en sus páginas se articula, en efecto, una sustancial transvaloración de los trabajos. Contra la desvalorización del trabajo manual propio de las jerarquías estamentales y espirituales del Antiguo Régimen, el orden alfabético operaba una ruptura escandalosa. La horizontalidad del alfabeto igualaba los más diversos oficios, mientras que la progresión del abc desarmaba las jerarquías tradicionales, haciendo que lo bajo y lo mecánico anteceda a lo noble o lo sagrado.

Junto a esta igualdad abstracta de la forma alfabética, la cantidad de páginas dedicadas a la descripción y análisis de los oficios resultaba inaudita para la época. La reivindicación de su utilidad para el conjunto de la sociedad (por sobre la inutilidad de la nobleza, la religión o las artes liberales plenas todavía de prejuicios) es explícita, además, en los textos programáticos de la Enciclopedia: el Prospectus escrito por Diderot en 1750 que será incorporado con modificaciones y agregados por d’Alembert como Discurso Preliminar del primer tomo en 1751.

Sin embargo, al ver con detenimiento esta aparente alianza entre los intelectuales de la razón y los trabajadores de la materia, entre el pensamiento ilustrado y el mundo del trabajo, tal reivindicación del trabajo resulta ambivalente. Si la luz de la razón prometía desarreglar las viejas jerarquías de las artes, era porque buscaba reordenarlas y reconfigurarlas en sus propios términos. Y este reordenamiento racional de los trabajos útiles se hará precisamente a pesar y contra las partes del trabajo.

En efecto, detrás del aparente igualitarismo del orden alfabético encontramos un sistema de nuevas jerarquías. Éste se hace explícito en los textos programáticos, pero especialmente en la reorganización del árbol del conocimiento que representa el Sistema figurado de los conocimientos humanos (1751). Allí, el trabajo aparece como el último ítem de los saberes que surgen de la memoria (es decir, de la experiencia). Su subordinación se evidencia en el “etc…” que renuncia a la exhaustividad. Por otra parte, participar del igualitarismo escrito del abc suponía estar ya de un lado de la diferencia entre quienes conocían las reglas del alfabeto y quienes no.

Système figuré des connaissances humaines, también conocido como árbol de Diderot y d’Alembert.

Estas tensiones del orden alfabético señalan hacia otra más profunda. Pues junto a las reivindicaciones de los trabajos útiles se encuentra la constatación, por parte de los ilustrados, de que aquéllos que trabajan no logran hablar nunca en el lenguaje límpido de lo razonable. El saber enciclopédico sobre los oficios se recorta así una y otra vez sobre este no-saber, o mal saber, de los artesanos. En el Prospectus (1750), Diderot relata de esta manera la escena de encuentro con los artesanos:

Nos hemos dirigido a los más hábiles de París y del reino. Nos hemos tomado la molestia de ir a sus talleres, de interrogarlos, de escribir a su dictado, de desarrollar sus ideas, de sacar de ellos los términos propios de sus oficios, […] y (precaución casi indispensable) de rectificar, en largas y frecuentes conversaciones con unos, lo que otros habían explicado de manera oscura […]. La mayoría de los que se dedican a las artes mecánicas las han abrazado por necesidad y no operan más que por instinto. Entre mil apenas hallaremos una docena capaces de explicarse con algo de claridad sobre los objetos que emplean y sobre las cosas que fabrican. […] Ha habido necesidad de ejercer con ellos la función de que se enorgullecía Sócrates, la función penosa y delicada de hacer parir a los espíritus: obstetrix animorum.

Incluso los más hábiles, dice Diderot, trabajan sin conocer verdaderamente su trabajo. Nada saben de lo que hacen porque se mueven sólo por necesidad y no por voluntad razonable, como bestias. Para transformar su instinto en práctica reflexiva —es decir, en saber— necesitan que los filósofos se tomen la molestia de dirigirse a la suciedad de los talleres. Allí podrán ejercer, una vez más, la penosa y noble función que la filosofía se asignó a sí misma desde sus orígenes: hacerle parir ideas a los hombres. El ilustrado, partero del alma productiva, tiene que extraer del cuerpo imperfecto del que fabrica un saber purificado sobre la fabricación; tiene que traducir al lenguaje de la razón el dialecto confuso de los oficios. Frente a este Sócrates ilustrado, que afirma sólo saber que el que trabaja no sabe, el artesano no es más que un Menón del siglo XVIII. Un saber sobre su trabajo le es posible sólo a condición de que acate la mediación del filósofo. Persistente platonismo que insiste en afirmar que es la escasez constitutiva de tiempo lo que hace que el trabajador no pueda reflexionar correctamente sobre su trabajo.

Pero lo que separa, a ojos de los ilustrados, la práctica de las artes mecánicas del saber de lo útil y lo razonable es también todo lo sedimentado en la historia misma de los oficios y en sus instituciones corporativas. Son los ritos de la religión corporativa —las prácticas fraternas y comunitarias, las costumbres dentro y fuera del taller, la historia y las tradiciones de cada corporación— los que “quitan tiempo” a la razón. El artesano no sabe sobre su trabajo porque vive en el mundo del prejuicio que la corporación reproduce, imponiendo límites al despliegue de la razón natural del individuo.

Por eso la proclama ilustrada en favor de la utilidad de las artes mecánicas tiene que hacerse contra las costumbres y las formas de vida de quienes las trabajan. El nuevo orden de lo útil tiene que construirse a partir de una razón que es, por necesidad, exterior al taller y a las vidas del trabajo realmente existentes.

Cuando se analiza la Enciclopedia desde esta perspectiva, emerge con claridad la pulsión por arrancar el trabajo de los trabajadores y descomponerlo en sus partes útiles; por despejar al taller de su ruido y su mezcla; por reducir la cultura de los oficios a un saber técnico sobre la producción, y nada más que la producción. Esta disolución de la comunidad del trabajo se aprecia en las ilustraciones de los volúmenes de grabados sobre las artes mecánicas, en donde los instrumentos de trabajo toman protagonismo por sobre los mismos trabajadores. De estas mismas páginas tomará Adam Smith el ejemplo canónico de la fabricación de alfileres, símbolo de la eficacia de la división del trabajo y punto de partida de la naciente economía política moderna.

Placa “Epinglier” de la Enciclopedia.

En definitiva, la reivindicación ilustrada de los oficios como objetos de un conocimiento sistemático se orienta menos a revalorizar la cultura y los modos de vida de aquéllos que trabajan que a asegurar el perfeccionamiento de sus productos. Es porque las artes mecánicas son útiles —incluso más útiles que las artes liberales presas todavía de sus propias formas de prejuicio— que deben racionalizarse, y ocupan, por eso, un lugar central en el proyecto de compilación enciclopédica de la razón. Al someterse así al dominio de la razón, propio de los ilustrados, podrán liberarse de su forma corporativa y multiplicar sus utilidades.

La inflexibilidad de esta lógica hará que quienes se resistan a este proceso sean vistos como un peligro para la Nación. En cuanto los oficios se ubican en puntos estratégicos del metabolismo, de las necesidades y de los deseos de la sociedad, la persistencia de quienes los ejercen en el prejuicio, el secreto y el espíritu del cuerpo, la obstinación en lo irracional, se volverá especialmente amenazante. Así, junto al relato de la utilidad y la técnica, las costumbres corporativas de los oficios se describen de forma obsesiva como una potencial amenaza. El ejemplo paradigmático es el tratamiento de los carniceros.

Boucher – Enciclopedia.

En la entrada sobre este oficio se insiste en que el carnicero puede vender carne en mal estado. Esta oferta deshonesta amenaza de forma directa la salud y el orden públicos. Dejar a estos artesanos de la carne a su propio gobierno es el primer riesgo a la salud pública del que debemos ser salvados: había que prevenir de esta amenaza bromatológica al bienestar común. Pero el carnicero no sólo comercia con productos adulterados, sino que su herramienta misma es un arma. Se trata de una tribu del trabajo que ejecuta su función por medio de la violencia. Su instrumento de trabajo, cuchillos, filos y sierras; la materia de su oficio, la sangre, la carne y los cadáveres. El objeto, el sujeto y la herramienta se presentan, todos, como posibles riesgos para la paz social. La carnicería condensa así todas las posibles amenazas que las partes del trabajo implican para la salud de la Nación y sus individuos. Un trabajo mal hecho que envenena el cuerpo social, un sujeto deshonesto e irracional en control de un bien nutricio que requiere ser inspeccionado por la luz pública, una herramienta de trabajo convertida potencialmente en arma contra el conjunto.

La entrada “Comunidad” generaliza esta amenaza del trabajo útil al ubicarla en el plano mismo del saber y al atribuirla, más allá de toda idiosincrasia del oficio, a la forma misma de la corporación. Es el hecho mismo de existir como comunidad aparte, protegida por el privilegio de su secreto, lo que constituye la amenaza fundamental. El privilegio corporativo de conservar y de regular el acceso a los misterios del trabajo implica no sólo ocultar las razones con las que se produce sino, sobre todo, sustraer las reglas y las técnicas del oficio a la necesaria publicidad del tribunal de la razón que puede asegurar su perfeccionamiento. Sin acceso a los secretos de las comunidades del trabajo, las Luces no pueden iluminar los recovecos donde se esconden las amenazas y por donde se escabullen las oportunidades de ganancias y de progreso.

La operación de la Enciclopedia consiste en volver imposible, en el saber, este secreto de la producción. De ahí la profusa búsqueda por recopilar hasta el último detalle de la técnica productiva. De ahí también el desencuentro y el fastidio con estos artesanos que se resisten a comunicar las claves de su trabajo a los inquisidores de las Luces.

En definitiva, la fantasía de la Enciclopedia es la de alcanzar una gramática general de los oficios, sustraída al prejuicio, el secreto y la amenaza de las partes del trabajo, que ofrezca al esfuerzo universal del filósofo razonable el conjunto de los saberes útiles sobre la producción. Así lo proclama, sin velos, el Anuncio (Advertissement) del Volumen 3 de la Enciclopedia en 1753:

Las artes, preciosos monumentos de la industria humana, ya no tendrán que perderse en el olvido, los hechos no estarán enterrados en el taller y en las manos de los artesanos, serán revelados al Filósofo y la reflexión podrá finalmente iluminar y simplificar la práctica ciega.

A pesar de la revalorización de los oficios, todo el dispositivo se presenta como alternativa razonable a las instituciones propias de las partes del trabajo. Busca reemplazar la función que éstas cumplían de forma insuficiente, y peligrosa, a ojos de los filósofos: la de ser archivo de los saberes de la producción y mecanismo de su transmisión. La Enciclopedia es así, en algún sentido, la primera gran expropiación del saber obrero. Una gran acumulación originaria del saber productivo puesta en función de aquellos individuos que demuestren ser igual de racionales y letrados que esos filósofos que luchan por develar los misterios del trabajo. Armado con los tomos enciclopédicos, este individuo emprenderá finalmente la progresiva tarea de racionalización de la producción: va a poder expulsar del taller, con razón y con razones, todo eso que hacía del trabajo algo más que una cadena productiva. Todo eso que hacía del taller un mundo común, una comunidad.

Destruido su secreto, los artesanos tendrán que dedicarse nada más que a lo que es estrictamente útil según dicte la ciencia de lo razonable y los individuos que la portan. Deberán olvidar todo lo que sus vetustas reglas e instituciones, sus antiguos ritos y costumbres, mezclaban todavía con el trabajo: los placeres y las desgracias, la fiesta y el duelo, el aprendizaje y el cuidado, la moral y el ocio. Junto con la corporación, es también esta forma de concebir (y gobernar) las vidas del trabajo la que debe ser sacrificada para asegurar el progreso de las ciencias y las leyes.

Sièyes, o la parte sin parte de los productores en la Nación política

Es conocido el combate emprendido, desde entonces, contra las corporaciones que detenían el inevitable progreso de las ciencias y la economía. Éste pasará rápidamente del campo del saber al de las leyes. En 1776, Turgot, ministro de un absolutismo que se pensaba ilustrado por la ciencia económica, incluye, en su ambicioso plan de reforma de la sociedad francesa, un edicto que disolvía las corporaciones de oficios. El plan fracasará tras las revueltas, pero las corporaciones serán finalmente abolidas, junto con los abigarrados privilegios feudales, luego de la crisis revolucionaria de 1789. Poco tiempo después, la Asamblea Nacional constituyente aprobó, en marzo de 1791, el decreto d’Allarde, que destruía el monopolio corporativo sobre los oficios en nombre de la libertad de empresa y la libre concurrencia. En junio, aprobó la ley Le Chapelier, que prohibía la existencia de los gremios y las comunidades de trabajo como cuerpos separados de la nación francesa.

El alcance de la desconfianza ilustrada respecto a las partes del trabajo llega hasta el panfleto que más influyó sobre el curso de estos acontecimientos, anticipando en la teoría la definitiva prohibición de las corporaciones: ¿Qué es el Tercer Estado? (1789). El incendiario texto de Sieyès es, al mismo tiempo, una máquina de guerra contra la nobleza y el privilegio, el espacio de la invención teórica de la idea moderna de Nación como asociación de individuos-ciudadanos, y un programa de acción inmediato para la crisis de 1789. Sus formulaciones se volverán, desde entonces, célebres: separar al Tercer Estado como verdadero cuerpo representativo de la Nación, terminar con los estamentos y los privilegios e instituir una asociación de individuos iguales frente a una única ley.

Pero el comienzo de ¿Qué es el Tercer Estado? resulta algo extraño. En lugar de la descripción de una Nación homogénea de individuos libres e iguales, el primer cuadro es el de una comunidad heterogénea, compuesta por cuatro trabajos particulares: la parte que trabaja la tierra, la industria, el comercio y las artes liberales.

Detrás de ese cuadro, hay otra transvaloración de la forma de concebir las partes del trabajo y su jerarquía. Ésta ya no se ordena por la relación entre el arte como espíritu dador de forma y el trabajo puramente físico, sino como una progresión “natural” que va de la subsistencia en el alimento que se hace crecer de la tierra a lo excedente: aquellos oficios que aseguran una cierta excelencia más allá de la subsistencia y de lo necesario. Esquema que afirma también un cierto igualitarismo de estas cuatro funciones de la comunidad de productores. La sociedad no se reproduce de forma saludable sin algunas de estas partes.

El igualitarismo de los trabajos, su inclusión común en tanto funciones equivalentes de la Nación productiva, se orienta, sin embargo, a fundamentar el programa de una exclusión política radical: la abolición de los privilegios políticos de la nobleza. Es que las cuatro funciones corresponden todas a un solo estamento: el Tercer Estado. La nobleza, parásito del cuerpo productivo, no participa de ninguna e incluso usurpa para sí y de forma ilegítima las funciones públicas. Su inutilidad es lo que la hace una extranjera: ella es ajena a la comunidad de los productores-individuos que sustentan y sostienen a Francia. Por eso puede proponer Sieyès la expulsión de los estamentos del cuerpo representativo de la Nación, transformando así el argumento productivo que fundaba la exclusión de la nobleza en la afirmación científico-política de una Nación sin partes, hecha de individuos iguales que, antes que trabajos y funciones concretas, tienen sólo voluntades igualmente libres y una relación equidistante con la ley.

Entre aquella fundamentación productiva y el proyecto de la igualdad política (entre la Nación como comunidad de productores y como asociación de individuos) se alojan muchas de las tensiones del dispositivo conceptual y constitucional de Sieyès: la invención de una voluntad general representativa, pensada en el modelo de la división del trabajo; la búsqueda de criterios “económicos” para construir la diferencia entre ciudadano activo y pasivo, entre elector, elegible y mero ciudadano; la oscilación constitutiva para determinar la relación entre cualidades económico-sociales determinadas y ejercicio virtuoso de la función política y el derecho. La Nación de individuos libres e iguales que excluyó a la nobleza, afirmando la comunidad de todas las partes del trabajo, buscará excluir de la participación activa y de la representación precisamente a esa parte que sólo tiene tiempo para el trabajo. Su utilidad para la sociedad no los transformará, sin más, en ciudadanos de derecho pleno. La igualdad abstracta de la Nación política de individuos opera así una borradura de la igualdad funcional de los trabajos afirmada en un inicio. En el paso de una igualdad a otra, se concibe una nueva forma de jerarquía: la exclusión de la parte del trabajo de la ciudadanía activa.

Pero si la Nación política opera como borradura del igualitarismo productivo con que comenzaba la operación conceptual de Sieyès, no debe pasarse por alto que en la forma misma de presentar ese cuadro igualitario de las funciones se había operado ya una borradura previa. Aun cuando se presenta como un hecho, la comunidad de los cuatro trabajos es también un programa de acción, una imagen teórica antes que una descripción de la sociedad real. La idea de una sociedad productiva que funciona como sustento y como fundamento de una Nación política es una fantasía del filósofo político. El cuadro naturalista de las funciones desconoce que el trabajo y la producción no existían sino impuramente mezclados con todos esos artificios demasiado humanos y poco útiles que hacían a la vida real y concreta de las corporaciones. Las partes que hacían funcionar a la sociedad no eran eslabones equivalentes de una cadena natural de subsistencia, sino comunidades morales, religiosas, políticas y culturales, cargadas de historia y tradiciones (y de excesos improductivos).

De ahí puede entenderse por qué en el resto de ¿Qué es el Tercer Estado? reaparece la misma aversión contra las partes que se separan de la Nación como comunidades particulares. Las funciones sociales no son un problema porque existen sólo para la mirada del filósofo: son apenas una forma de categorizar, desde el punto de vista del saber, la agregación que emergería de la libre concurrencia de los individuos productivos. Pero éstas no deben convertirse nunca en instituciones autónomas, en identidades o en imaginarios reales al interior de la sociedad. Cualquier cuerpo que se ponga entre el individuo y la Nación es un problema a eliminar, ya no en el saber, sino en las leyes. Porque el problema no es, nos dice Sieyès, la coincidencia de voluntades individuales, manejable y modulable dentro de los protocolos racionales del derecho y la economía, sino el agrupamiento concreto, duradero y afectivo del ciudadano con otros semejantes. Ahí donde hace lazo, donde concierta con otros, ahí, dice Sieyès, nacen los proyectos peligrosos para la Nación: los enemigos públicos más terribles. Hay que constitucionalizar entonces la prohibición para quienes trabajan de constituirse en parte. No sólo porque al hacerlo detienen, con su secreto, su confusión y sus ritos anticuados, el avance de la ciencia y la razón. Sino porque, como los carniceros, si se reconocen como tribu armada, podrían querer oponer su fuerza y su ley contra la voluntad general de la Nación, encarnada en los representantes. Por eso, los trabajadores no podrán ser ni ciudadanos activos ni miembros de una corporación. Deben ser sólo individuos. Tienen que encontrarse solos frente a la ley de la Nación tanto como frente a las leyes impersonales y económicas que ordenan las funciones y las necesidades de la sociedad civil en su supuesto equilibrio natural.

La historia del socialismo, la respuesta de las partes del trabajo a esta obligación de ser individuos, será precisamente la historia de la búsqueda de nuevas formas de no estar solos.


Bibliografía

Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers (1751-1772).

Rancière, J., y Faure, A. (2007). La Parole Ouvrière, Paris: La Fabrique.

Sieyès, E.-J. (1789). ¿Qué es el Tercer Estado?


Imagen de cabecera: fragmento de la obra Mesoamérica resiste, de Beehive Collective.