En el año 2000, algunos —en aquel momento— jóvenes estudiantes de la carrera de Historia en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, nos autoconvocamos en el Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Letras para gestar un seminario que llamamos Semillero para la Historia por Venir. Nombre grandilocuente como a veces sucede con las ideas de juventud. Queríamos hacer “algo” para pensar de otro modo la recurrente pregunta sobre el para qué de la historia en el ámbito desolador de las postrimerías del menemato: despolitización atroz, recesión galopante, desempleo brutal, un desdén inaudito del gobierno por la educación pública, y en especial por las humanidades, y una academia local que, lenta para reaccionar, seguía mirando a “Europa” como su destino manifiesto —tanto que las “novedades” en los programas de historiografía seguían siendo la última (¿tercera?, ¿cuarta?) generación de Annales.

En ese clima, algunos profesores y estudiantes —varios integrantes de las cátedras de Historia de América Colonial e Historia Moderna— nos congregamos alrededor de una incógnita: la aparición del libro Debates postcoloniales: Una introducción a los estudios de subalternidad, la traducción de los textos de Ranajit Guha y demás colegas de Subaltern Studies que se publicó en Bolivia, con un estudio preliminar y la edición al cuidado de las historiadoras bolivianas Silvia Rivera Cusicanqui y Rossana Barragán (1998). El volumen circulaba en fotocopias ajadas que se iban reproduciendo entre amigos. Después se hizo más conocido.

Desde una difusa lejanía que sentíamos con India, a aquellos jóvenes —hoy amigos entrañables y colegas prominentes en el campo[1]— nos impactaba algo de esa prosa y de su orfebrería: la similitud con la “historia desde abajo” británica al mismo tiempo que una atemperada disidencia, o la curiosidad por las preguntas gramscianas que se moldeaban a la luz de la noción de “autonomía del subalterno”, la cual, de algún modo, tensionaba la idea thompsoniana de “cultura plebeya” (era una cultura sí, anclada en la experiencia, también, pero cifrada en la negación —no en la identidad—, en tensión irresoluble con la idea de clase y con un interés peculiar por la lectura política frente a un otro multifacético que no era simplemente “la clase dominante”: eran los administradores británicos, la burguesía local, los funcionarios indios del imperio y las élites intelectuales de la nación flamante).

Algo, sin embargo, era radicalmente distinto en esos textos indios con respecto a la “nueva izquierda” británica a la que sí estábamos acostumbrados: el ejercicio exegético de los textos y la interpelación directa a la disciplina histórica en la que Europa era “el sujeto teórico” —en la célebre frase de Chakrabarty— de todos los discursos. En este ejercicio exegético de Subaltern Studies que leíamos con cierta ingenuidad, quedaba clara una distancia axial con historiadores señeros como Thompson: el tiempo y la disciplina de trabajo del capitalismo centroeuropeo no eran “homologables ni trasladables” a todas las demás experiencias del mundo, y por ende tampoco la historia vacía y secular del Estado nacional era la forma necesaria y última de la historia disciplina (científica y veraz). Aquellos jóvenes que leíamos sin contexto, sin mucha guía, no supimos exactamente cómo interpretar ese “algo” diferente en aquel entonces. Teníamos escasísimas herramientas sobre historia de la India —o debería suspender el fraseo en “herramientas”, punto—. Aquella primera reunión del seminario nos dejó atónitos.

 La segunda reunión del Semillero fue con otro libro recientemente publicado aquí en México que empezaba a circular gracias a la labor de CLACSO y a las incipientes maravillas de Internet: Pasados poscoloniales, editado en El Colegio de México bajo la coordinación de Saurabh Dube (1999), un “discípulo informal” de Guha si cabe la palabra (y quien sería años más tarde mi director de tesis doctoral). Pasados poscoloniales marcó mis elecciones posteriores y mi derrotero académico, no tengo dudas. Pero el texto que allí abordamos fue el hoy clásico “La prosa de contrainsurgencia”, del propio Guha. No es necesario aquí abundar en los argumentos del texto que son de sobra conocidos, pero sí en lo que provocó en nosotros, jóvenes aprendices de historiadores, el acto de su lectura. ¿Qué hacía un marxista gramsciano y exmiembro del partido comunista como Guha citando a Roland Barthes, discutiendo a Ferdinand de Saussure y su definición del signo por diferencia y negación, desmenuzando a Émile Benveniste en la concepción de “aparato enunciativo”, todo esto en un texto de historia que pretendía criticar los estereotipos británicos del siglo XIX sobre los insurgentes campesinos de India? Quizás para los estudiantes de Letras hubiera sido algo más o menos previsible. No para historiadores. Estábamos en cierto modo habituados a un marxista disidente como Thompson, a pensar la noción de cultura popular como experiencia subalterna y a ponderar las prácticas rituales o las acciones densas de la sociabilidad plebeya en su repertorio simbólico, pero esto era realmente “otra cosa”. Era la reflexión sobre el pasado y el cuestionamiento formal de su registro al mismo tiempo.

Guha sabía como nadie que imperio, capital y escritura son una trama inescindible y, en ese texto, su apuesta es una clase magistral de la interdisciplina necesaria para conjurar el funcionamiento imperial (hoy diríamos de la colonialidad). Si su colega y amiga Gayatri Spivak planteó consistentemente que no hay ninguna exterioridad entre el imperialismo y las formas modernas de producción de conocimiento disciplinar, Guha lo mostró, lo desmenuzó y de alguna manera lo trascendió. Porque puso sobre la mesa que, para una historia crítica hecha desde el Sur, no era suficiente con trabajar “otros archivos” y “nuevos objetos”. Era necesario algo más que tomar al cancionero popular, la venta de esposas o la matanza de gatos por los obreros: la clave estaba en desmontar el artefacto narrativo que había producido las condiciones materiales y simbólicas para pensar (y para deliberadamente no entender) a los sectores subalternos. Esa misma clave centrada en los textos, claro está, era una herramienta y no el objetivo del grupo —aunque se transformó en un punto de divergencia entre sus exponentes—.

En El Colegio de México, años después, leímos completo, en los seminarios de Saurabh Dube e Ishita Banerjee, Elementary Aspects (Guha, 1983), como se llama a los clásicos sin necesidad del nombre completo. Mi sorpresa creció: había una historia enteramente cosmopolita y, sobre todo, agudamente interdisciplinaria como no había leído yo jamás en la historiografía latinoamericana. Roland Barthes y Ferdinand de Saussure sí, pero también las funciones del lenguaje en Jakobson y la estructura de los relatos de Vladimir Propp, las advocaciones del estereotipo que configuran no sólo a un sujeto histórico, sino a la forma-discurso que lo contiene y al sustrato silencioso de referencia que lo sostiene: la temporalidad como texto. Guha escribió tempranamente en ese registro tan difícil que es hacer historia y teoría de la historia simultáneamente, producir un saber sobre el pasado y un saber sobre la forma que lo registra y lo contiene.

Cuando la obra de Guha y de los subalternistas pasó a América Latina, algo paradójico sucedió en ese pasaje. La lectura generalizada por historiadores sociales se hizo, como sostuve recientemente en un dossier sobre historia y colonialidad, “como si la historia latinoamericana —y aquí entiendo hecha y escrita en América Latina—, en su práctica concreta y efectiva de archivo, producción de objetos de investigación y preguntas, hubiera adoptado parcialmente la categoría de subalternidad al discutir (pocas veces, vale decirlo) su crítica a la noción de clase, conciencia y experiencia, pero al mismo tiempo deslindarse de la reflexión sobre la colonialidad en la escritura de la historia, en la conformación de los archivos, en la predilección de las categorías. Como si esta última parte de la preocupación subalternista no fuera pertinente para América Latina. Y ésta es, a todas luces, una separación impensable por improcedente en términos epistemológicos para el grupo asiático de historiadores, y debería constituir un núcleo central de reflexión en el propio quehacer cotidiano de la disciplina” (Rufer, 2022. p. 4). Desde la historia escrita en América Latina esa deuda, me parece, aún está por saldarse.

Hubo, desde mi lectura, algunas excepciones notables a este sesgo. Una es la de Cusicanqui y Barragán, que discuten con precisión, en la introducción de Debates postcoloniales, por qué para la historia social y la etnohistoria andina era clave la intervención de Subaltern Studies (otra cosa sería analizar si a 25 años de ese libro, sus advertencias fueron tomadas en cuenta). La otra excepción, me parece, es la lectura del historiador “argen-mex” Adolfo Gilly, que también nos dejó en estos días. Gilly, con esa aguda curiosidad que lo definió, postuló en su Historia a contrapelo que Guha y los subalternistas comprendían de manera vital la autonomía de la conciencia subalterna como un “entramado político” complejo y siempre relacional. Traigo a colación un pasaje de su libro: “en esos rastros, huellas, indicios de iniciativa autónoma […] es donde se presenta la línea de juntura de la dominación, donde duele, donde arde, donde está más viva y menos cristalizada la relación, donde la actividad se manifiesta” (Gilly, 2006, p. 86). Quiero decir, Gilly “vio” la potencia analítica de Guha y la trajo para pensar nuestras latitudes. Lo cito a modo de homenaje a Adolfo, quien supongo que nunca conoció a Guha —ni viceversa— y porque ése también fue un acto político de lectura en resistencia, sobria y sin estridencias.

Existió también una rápida objeción latinoamericanista (no latinoamericana) a los procederes de Guha, objeción injusta en gran medida. Ciertos exponentes del “giro decolonial” plantearon que el grupo Subaltern Studies y particularmente Guha, para criticar al imperio, seguían leyendo a europeos (cosa evidente). Pero no es esa parcialización la que define su obra, sino el gesto tenaz de la inteligencia curiosa y la prepotencia del trabajo cuando algunas preguntas son irresolubles en la comunidad acotada de circulación y citación disciplinar. Por otra parte, pocos repararon en que, si Guha analizaba y discutía a Propp o a Barthes, lo hacía junto a vernáculos como Panini, un lingüista sánscrito de la India antigua, creando conexiones fabulosas.

Desde mi lectura, la lección que queda del autor de Elementary Aspects no es la del dogmatismo de las escuelas, sino la de la generosidad del pensamiento honesto de quienes llegan a análisis brillantes y son capaces de mostrarnos sus cartas del juego, sus procedimientos y elecciones. El desprendimiento de quienes, en ese mismo acto de exhibición, deponen las armas de la victoria y se instalan, ante todo, en el gesto de la interrogación, de la incerteza, de lo que se sabe perfectible y parcial como interpretación y como argumento. Ésa es, para mí, la verdadera crítica del imperio en Ranajit Guha, y la más relevante de todas. Y esa también es su lección de lucidez en el gesto del enseñante.

Quizás porque intento aprender con Borges que deberíamos prestar más atención a los modos de leer que a nuestras formas de escritura es que hice este derrotero que toma forma de agradecimiento. Guha no es un autor muy citado en la producción de historia social desde Latinoamérica (como lo siguen siendo infaliblemente —y afortunadamente— E. P. Thompson o Georges Rudé). Para escribir este texto hice una revisión somera, rápida y seguramente insuficiente de algunos programas actuales de Teoría de la Historia, Introducción a la Historia y Epistemología de la Historia de carreras de licenciatura en México y Argentina. En ninguno Guha es bibliografía obligatoria (en todos lo es Thompson —de nuevo, afortunadamente—). Pero aquí hay algo interesante para pensar: pocos especialistas en historia social o historiografía latinoamericana desconocerían hoy el nombre de Ranajit Guha, y probablemente todos puedan aventurar alguna obra suya. Pero por alguna razón su enseñanza no se considera “prioritaria” como para entrar en las bibliografías obligatorias de “Teoría” para los aprendices de hacer historia.

Esta constatación tiene, sin embargo, otra deriva posible. Pienso que, aunque es cierto que el Norte Global marca de forma indeleble las políticas de lectura y circulación de textos, no las agota. Porque hoy estoy seguro de que aquellos jóvenes que hace más de 20 años, en una universidad pública del cono sur, iniciamos esa lectura informal y un poco en clave pensée sauvage de los textos de Guha y del colectivo Subaltern Studies, no estábamos solos. Sé que esa experiencia de lectura que marcó preguntas, elecciones y trayectorias de vida de algunos de nosotros se repitió así, como semillero desde abajo en confines varios, en jóvenes curiosos motivados por el hastío, la incertidumbre o el dolor. Y estoy cierto de que esto hubiera provocado una sonrisa en Ranajit Guha —y también en don Adolfo Gilly—. Ellos sabían que, como pensaba Cervantes, la revolución se desliza silente en algunos actos de lectura.


Notas

[1] Entre los estudiantes organizadores estábamos la Negra Lugones (María Gabriela), Sonia Tell, Isabel Castro y quien escribe. Desde el claustro de investigadores nos acompañaban entusiastas las reconocidas historiadoras Ana Inés Punta, Silvia Palomeque y Gardenia Vidal.


Referencias

Dube, Saurabh, coord. (1999) Pasados postcoloniales: Ensayos sobre la nueva historia y etnografía de la India. México: El Colegio de México.

Gilly, A. (2006). Historia a contrapelo: Una constelación. México: ERA, 2006.

Guha, R. (1983). Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India. Dehli: Oxford University Press.

Rivera Cusicanqui, S., y Barragán, R., eds. (1998). Debates postcoloniales: Una introducción a los estudios de subalternidad. La Paz: SEPHIS, Editorial Historias, Ediciones Aruwiry.

Rufer, M. (2022). “Introducción al dossier: La escritura de la historia y la crítica a la colonialidad: tiempo, archivo, sujetos históricos”. Anuario de la Escuela de Historia, Año 13, núm. 22.