Perspectivas 

Sandra Rozental

El martes 12 de octubre de 2021, un día de conmemoraciones rebautizado por José Vasconcelos en los años 1920 como “el día de la raza” para celebrar el mestizaje, la jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, anunció que la estatua de Cristóbal Colón que permaneció durante más de un siglo sobre el Paseo de la Reforma y que había sido removida un año antes, sería reemplazada por la réplica de una figura prehispánica. En la conferencia de prensa, explicó que este gesto revertiría la versión de la historia que presentó al mestizaje como una síntesis “romántica” de dos culturas y serviría para visibilizar la violencia de este encuentro y homenajear a las “mujeres indígenas que nos dieron patria”.

Foto del hallazgo de César Cabrera Cruz publicada en El Sol de Orizaba, 19 de septiembre 2021.

La figura elegida es una réplica del más reciente hallazgo de la arqueología mexicana, una escultura prehispánica de un personaje femenino encontrada de manera fortuita en Hidalgo de Amajac, Municipio de Álamo Temapache, en la Huasteca Veracruzana el 1 de enero de 2021 y ahora conocida como “la Joven”, “la Señora” y hasta la “Doncella” de Amajac. Sheinbaum presentó el hallazgo y la fecha en que tuvo lugar como una señal propiciatoria dada su coincidencia con el inicio de un año de conmemoraciones importantes a nivel local y nacional: 700 años de la fundación de Tenochtitlan, 500 años de resistencia indígena y 200 años de la consumación de la independencia. En la misma conferencia, el director del Instituto Nacional de Antropología (INAH), Diego Prieto, refiriéndose a la réplica con la palabra en náhuatl tzetzahuitl que quiere decir “presagio”, también planteó que colocar a esta figura en el espacio público sería un acto que inauguraría nuevos y mejores tiempos para la ciudad. 

A pesar de estar enmarcado como un gesto decolonial con poderes cuasi oraculares por las autoridades, cabe señalar que la decisión tanto del INAH como del gobierno de la ciudad de destituir a Colón de su pedestal y poner en su lugar alguna otra estatua tuvo que ver menos con una crítica al personaje y a su lugar en la historia, y más bien con un impulso de proteger al monumento ya que se esperaban manifestaciones y protestas para el 12 de octubre de 2020. Así, lejos de ser un acto contestatario y emancipatorio, fue llevado a cabo desde una lógica conservacionista y patrimonialista escandalizada por las pintas a las columnas y estatuas de las marchas, especialmente aquellas de 2019 realizadas por mujeres en todo el país, y en particular en el paisaje emblemático de Reforma en la capital. 

Además, por más de que la decisión de reemplazar a la estatua de Colón con la estatua de Amajac se narre desde el estado como una intervención política progresista para revertir la interpretación del pasado inscrita en los monumentos públicos, existen importantes contradicciones que muestran que en realidad se trata de un acto de un conservadurismo lamentable. En efecto, una justificación del proyecto de sustitución es que representa “una restitución” a un orden original establecido por aquellos —las élites y los científicos del siglo XIX— que concibieron la gran lección de historia de los monumentos de esta avenida descrita por historiadores de la talla de Maurico Tenorio (1996), Claudia Agostoni (2003) y Carlos Martínez Assad (2005). En este orden, el pasado prehispánico figuraba como el inicio de una cronología evolucionista que iniciaba con el mundo antiguo indígena y seguía con la conquista y, finalmente, con el México independiente. Esta narrativa empezaba con dos estatuas de casi seis metros de los últimos tlatoanis mexicas, Izcoatl y Ahuizotl, comisionados por Vicente Riva Palacio al escultor Alejandro Casarín a finales de la década de 1870 para la glorieta de Bucareli. A decir de Diego Prieto, este orden quedó truncado cuando estos guerreros aztecas fueron reubicados por una élite criolla y racista que los “mal llamó” “Indios verdes” y los fue relegando a zonas cada vez más periféricas de la ciudad. Prieto advirtió, sin embargo, que en su lugar se colocó la estatua ecuestre de Carlos IV, que fue eventualmente reubicada también y renombrada esta vez de manera afortunada simplemente como “El caballito”, evidenciando que la estatua tenía un valor formal y estético mucho más relevante que el personaje del monarca español que representaba. Así, volver a colocar una figura prehispánica en el lugar de Colón y restaurar el “caballito” en la plaza Tolsá, según el más alto funcionario del INAH, representaría un ajuste de cuentas y también un reordenamiento del desorden provocado por reubicaciones y sustituciones de estatuas a lo largo de la historia reciente. Lejos de un acto progresista y transformador, entonces, el proyecto se fundamenta en un regreso a la concepción de la historia y, en especial, al indigenismo del Porfiriato.

De hecho, el proyecto tampoco nació de un interés en volver a colocar lo prehispánico en la historia oficial de Reforma, sino de la idea de sustituir al monumento a Colón por una figura que representara a “la mujer indígena”, imaginada como una especie de contrapeso al personaje del almirante. Rondaron varias propuestas, entre ellas, la de hacer una estatua de la Malinche.  Finalmente, la jefa de gobierno, sin un comité de expertos ni de la sociedad civil, y sin tampoco llamar a un concurso para decidir qué hacer con el pedestal vacío, encargó al artista Pedro Reyes una escultura que más bien representara a esta categoría abstracta de manera alegórica. Éste propuso la brevemente famosa Tlalli, una enorme cabeza femenina esculpida en piedra que sería una especie de reinterpretación de las cabezas olmecas que, según el artista, no representaron a mujeres (aunque, Aldo Solano argumenta que algunos expertos piensan que la Cabeza 3 de San Lorenzo es de una mujer). Esta nueva versión de una cabeza olmeca como representante de la indigeneidad nacional recuerda los modos en que los descubrimientos de la arqueología en la zona del Golfo en la década de 1940 y 1950 fueron también utilizados con fines políticos para ubicar el “alma nacional” en la famosa “cultura madre” (López Hernández 2018). 

Las críticas a la propuesta de Reyes han sido muchas y muy diversas. Sin embargo, con algunas excepciones (véase por ejemplo el texto de Ana Sofía Rodríguez Everaert en Revista Común), la más altisonante —y la base de varias cartas enviadas a la jefa de gobierno, incluso una que Sheimbaum dice que fue firmada por “5000 mujeres indígenas” y otra firmada por una gama amplia de artistas e intelectuales del ámbito cultural nacional— se centró en cuestionar la identidad del artista seleccionado para resolver la encomienda y no en la encomienda en sí. En efecto, las demandas no cuestionaban la decisión unilateral de remover a Colón, ni su sustitución por otra obra monumental, ni tampoco el tema elegido para el monumento de “la mujer indígena”, ni mucho menos su proceso de selección por dedazo (cabe mencionar que, incluso en el Porfiriato, una de las épocas más autoritarias de la historia de México, los monumentos de Reforma fueron el resultado de concursos y de álgidos debates), sino que exigían que se buscara a “una mujer indígena” para elaborar la pieza y no a un hombre blanco y/o mestizo y de élite. 

En este sentido, la contrapropuesta de las autoridades puede leerse como un acto de un gobierno abierto a las críticas y capaz de moverse de lugar ante los cuestionamientos de la ciudadanía. Y sí, la estatua de Amajac fue sin duda hecha por manos indígenas. Que hayan sido mujeres es más dudoso, pero podríamos imaginar que también las mujeres que habitaron en la Huasteca prehispánica participaron de alguna manera en su factura (sobre todo si consideramos las labores de sustento y de cuidado que necesariamente están detrás de cualquier monumento). 

Al elegir una efigie prehispánica, el gobierno de la ciudad evitó la trampa en la que se había metido de ambos lados de la ecuación. Por un lado, ninguna mujer artista por más autoproclamada como “indígena” que sea podría encarnar por sí sola a esta figura deseada, ya que, como Yasnaya Aguilar y otros han insistido, es una categoría imaginada y construida desde una lógica externa y exotizante, por ende, inexistente en carne y hueso (ver López Caballero 2021). Por otro lado, y de manera causal, ninguna representación realizada para capturar la esencia de tal figura iba a ser satisfactoria, sea figurativa o totalmente abstracta. Era en efecto, una camisa de once varas. 

En cambio, ¡Una escultura prehispánica monumental! ¡Y además claramente con atributos de mujer! ¡Y más aún, un hallazgo hecho en fechas propiciatorias! ¡Además, el hallazgo ha sido descrito por los expertos como el hito más importante de la arqueología mexicana desde que emergió la Tlaltecuhtli de las entrañas del Templo Mayor! En efecto, la figura  presenta un sorprendente estado de conservación y es notable por tratarse de una representación de una mujer identificada como gobernante por sus atributos (sus rasgos definidos y su tocado, un marcador de estatus que no se asemeja a aquellos asociados con las deidades Teem) y, por ende, perteneciente a un sistema político donde las mujeres no eran meramente diosas ligadas al cuerpo—a la fertilidad, al deseo, a la sexualidad y a la muerte—, sino detentoras de poder político. Finalmente, como cereza del pastel, se trata de una escultura con rasgos estilizados y con un porte y una postura que cumplen con los criterios de la estética occidental en toda su simetría, verticalidad y forma y, así tampoco, podría ser acusada de irrumpir en el espacio público ni de encarnar el “mal gusto” que ha sido objeto de tantas críticas de muchos proyectos del actual gobierno, desde el Teocalli del Zócalo hasta el logo y diseño del Aeropuerto Felipe Ángeles. 

Muchos han criticado la propuesta de colocar esta réplica en Reforma justo por cuestiones de “buen gusto” y de “buenas costumbres” dictadas por los cánones del arte, dado que se trata de un simulacro que además distorsionaría las medidas de la escultura original, engrandeciéndola de escala humana a una altura de seis metros para volverla apta para su nuevo rol como monumento urbano. ¿Será de fibra de vidrio? ¿Una mezcla de cemento cubierto de una textura para simular la superficie caliza de la original? ¿Se hará el intento de labrarla en piedra a la usanza de sus artífices prehispánicos? En realidad, me parece que da lo mismo. Que sea una réplica, per se, no me parece problemático: también lo son muchos otros monumentos que están sobre Reforma, incluido el mismo Ángel cuya cabeza tuvo que ser recreada tras su caída después del temblor de 1957. Incluso, podría decirse que cualquier estatua de bronce es hasta cierto punto una réplica ya que la técnica de vaciado no contempla una original. 

El asunto más importante, al margen de que se trate de una reproducción, a mi juicio, está más bien ligado al proceso que ésta implica y, en especial, a quién se le va a encargar hacerla. Sí me parece problemático que la réplica de la escultura se encargue al INAH como una de sus múltiples reproducciones autorizadas y certificadas con el sello de la institución que, si bien ha estado a cargo de conservar el patrimonio, también ha sido responsable de saquear a comunidades y sitios de objetos y monumentos que considera ser patrimonio o, peor aún, obras de “arte” y, por ende, propiedad de la nación. Además, justo por tratarse de una réplica institucional, será muy dudoso que sepamos quién realmente la hizo. ¿Será la familia Cirett que ha sido la que históricamente ha hecho las réplicas autorizadas de fibra de vidrio distribuidas por el INAH a todo México y al mundo (y cuyos moldes figuran ahora en la retrospectiva Amarantus de Mariana Castillo Deball en el MUAC)? ¿Serán las familias de canteros de Chimalhuacán? Además de haber elegido una pieza prehispánica que no tiene un autor reconocido o que más bien no tiene un autor vivo que podamos reconocer nosotros desde nuestro presente, lejos de ser una obra de un autor “indígena”, temo que la réplica participará una vez más en invisibilizar el conocimiento y la mano de obra de aquellos artesanos, muchas veces indígenas y muchas veces más en condiciones precarias, quienes participarán y verterán su conocimiento y su energía en su factura.

Más allá de si se trata de una réplica y de quién la realizará, lo más grave, a mi parecer, es que esta solución, al parecer perfecta para evitar la polémica, se hace con base en una premisa aún más problemática y peligrosa: el asumir que la apropiación y uso de un objeto prehispánico por el estado y su utilización como símbolo de la indigeneidad de la nación es un acto neutro y políticamente correcto. 

La imagen de la indigeneidad de México representada por un personaje o objeto prehispánico (el que sea, original o réplica) no es nada nuevo en el paisaje nacional y, de hecho, en las avenidas importantes de la capital. Además de Izcoatl y Ahuizotl, contamos con el monumento a Cuauhtémoc, también ideado por Riva Palacio, que representa la glorificación entogada de la resistencia indígena. También está la versión del indigenismo cardenista sobre Insurgentes, el Monumento a la Raza, ese amalgama tan extraño de elementos que fueron parte del Palacio Azteca de la Feria de París de 1889, salpimentados sobre un basamento piramidal.  Finalmente, está el caso del monolito de Coatlinchan que muchos conocen como el Tlaloc, a pesar de que probablemente representa a la deidad femenina del agua Chalchihuitlicue y que, desde 1964, fue erguida como centinela del Museo Nacional de Antropología como parte de una fuente sobre Reforma. Esta pieza fue sacada a la fuerza de San Miguel Coatlinchan, Texcoco, por un régimen autoritario que recurrió a la intervención del ejército para “calmar” una rebelión de los pobladores de la localidad, quienes no querían que su “Piedra de los tecomates” fuera extraída de esas tierras. Este traslado, un verdadero espectáculo mediático, también se enmarcó como una celebración de “nuestras” raíces indígenas dentro de la culminación del indigenismo priista que fue la construcción del Museo Nacional de Antropología en Chapultepec. 

Desde entonces, en Coatlinchan, abundan réplicas del monumento de todos tamaños y materiales, colocadas en repisas y patios, y, más recientemente, una réplica a escala colocada en una fuente circular en la plaza principal del pueblo. En la develación de esta última, a la que asistió el entonces gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto, éste proclamó que la réplica era el saldo de “una deuda histórica” con los habitantes de esta comunidad que fueron despojados de su patrimonio. Hasta la fecha, a pesar de los reclamos de los habitantes de Coatlinchán y con una cédula a sus pies que dice que fue “generosamente” donada a la nación, la enorme escultura sigue erguida como monumento público de la ciudad. No está de más recordar que ya hay una escultura indígena prehispánica en Reforma, que además representa a una figura femenina y que fue llevada ahí a la fuerza por un acto de violencia de estado. 

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Foto cortesía de Sandra Rozental y Jesse Lerner, La Piedra Ausente (2013).

En eso quizás sí han cambiado las cosas: al parecer “el custodio” de la estatua de Amajac, el señor César Cabrera Cruz quien la encontró de manera accidental en su huerto de cítricos cuando estaba preparando la tierra para sembrar sandías, autorizó su salida y préstamo para la gran exposición que se encuentra ahora en el Museo Nacional de Antropología y en la SEP, La Grandeza de México. Según los funcionarios del INAH y los medios, el señor Cabrera Cruz siente gran orgullo de que su hallazgo sea expuesto en el museo y que sea apreciado por la población de la ciudad de México mediante una réplica en Reforma que coloca a las antiguas culturas de la Huasteca en el corazón de la capital. La arqueóloga que acudió a la localidad para registrar el hallazgo y que ha estado a cargo de su investigación, María Eugenia Maldonado, explicó que, en efecto, esta región ha sido marginalizada de las representaciones del México prehispánico porque es inhóspita y porque muchos de sus sitios arqueológicos han sido saqueados. Kim Richter, investigadora del Instituto Getty y quién más ha trabajado la arqueología de la región (2015), ha enfatizado el vínculo estrecho entre este saqueo y la explotación petrolera de la zona de Tampico en el siglo XIX, explicando así la maravillosa colección de esculturas huastecas que se encuentra hoy en el Museo Británico.

Por otro lado, hoy en día, los sitios que aún no han sido explorados ni saqueados en la Huasteca veracruzana se encuentran en tierras de labor cuyos dueños temen (según el INAH, de manera infundada) que puedan ser expropiadas si reportan algún hallazgo. Por lo tanto, suelen esconderlos o incluso destruirlos. El señor Cabrera Cruz y su familia, sin embargo, tuvieron la iniciativa celebrada por el INAH y la arqueóloga Maldonado de avisar a las autoridades correspondientes y negociar con ellas que efectúen la restauración de la pieza y participen en la construcción de un museo en la cabecera municipal de Álamo Temapache, a cambio de que se trasladara a la ciudad de México durante un tiempo para ser expuesta en las salas de museo más importante del país. Diego Prieto insistió que los habitantes de Amajac podrán sentirse “felices” de verse representados en un espacio tan destacado de la ciudad de México. Añadió: “la política del INAH ya no es sacar las cosas de sus contextos. Sin embargo, a pesar de que se va a respetar la identidad que tiene la comunidad con la pieza, es propiedad de la nación.” Y como tal, si bien la original va a ser devuelta a la localidad, su forma sí puede ser utilizada a modo y apropiada por el estado para hacer una réplica agrandada y adornar una glorieta del paisaje urbano como representante de “la mujer indígena”. En Álamo Temapache, por cierto, también hay un enorme monumento a los cortadores de naranja realizado por el artista Miguel Vargas Martinez, “el Colotero” en honor a la canasta utilizada en esta labor, un coloso de concreto reforzado acabado en tonos de bronce ideado como un reconocimiento al trabajo y a la explotación de tantos que, como el mismo Cabrera Cruz, se dedican al cultivo de cítricos, la base de la economía de la zona.

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Foto de Edgar Escamilla, publicada en la página Identidad de Veracruz, 19 de abril 2020.

Asumir que un objeto prehispánico —el que sea— representa a “lo indígena” en el paisaje nacional de manera incuestionable es un gran error político. Si bien nadie podrá decir —ni dirá, sospecho— que esta escultura no representa a una mujer indígena, hace falta pensar en la categoría misma y en su utilización para hacer un monumento. ¿Un monumento a qué? ¿A quién? Esta propuesta a mí me parece un monumento al agotamiento del proyecto patrimonialista del estado y de sus instituciones que se basan en una idea anquilosada y peligrosa de lo prehispánico como neutro, genérico y que además es mina de identidades y proyectos políticos estatales contemporáneos que en ese pasado encuentran espejo. Y para eso, el contexto en el que existe y existió la escultura misma se vuelve irrelevante y se vuelve posible ponerla así nada más en un pedestal en cualquier lugar para representar cualquier cosa que el estado quiera. En este espejo, una versión monumental de un sistema político encabezado por una mujer gobernante, ¿a quién será que se quiere proyectar? 

Y mientras, las mujeres indígenas se representan mediante versiones petrificadas hechas por sociedades desaparecidas hace siglos, cuyos autores no tienen voz ni voto para decidir cómo y por quién están siendo interpretadas y utilizadas. Y mientras, las mujeres (indígenas) siguen siendo invisibilizadas y saboteadas cuando buscan el poder (el caso de Marichuy es paradigmático, véase el maravilloso documental La Vocera de Luciana Kaplan) y siguen siendo vulnerables, sujetas no solo a violencias, violaciones y a feminicidios rampantes, sino a un estado que en el mejor de los casos las ignora, pero más frecuentemente, las criminaliza.

¿Por qué provocan tanta ansiedad los pedestales vacíos? ¿Por qué no dejar que el pedestal sin Colón sea por sí mismo el gesto decolonial y que sea intervenido, como acaba de serlo con la Antimonumenta, por las demandas y deseos de diversos movimientos sociales que tanto necesitan espacios para ser escuchados y vistos en este país? Colocar una figura prehispánica en Reforma sería un acto retrógrada que sólo finge justicia, cuando en realidad está construido sobre falsas promesas de una sociedad democrática y progresista y que se basa en concepciones esencialistas y problemáticas de la indigeneidad, y de quién puede y debe representarla.

Referencias

Agostoni, C. (2003). Monuments of Progress: Modernization and Public health in Mexico City, 1876-1910, Ciudad de México: UNAM.

Martínez Assad, C.  (2005). La patria en el Paseo de la Reforma. Ciudad de México: UNAM/Fondo de Cultura Económica.

López Caballero, P. (2021). Inhabiting Identities: On the Elusive Quality of Indigenous Identity in Mexico. The Journal of Latin American and Caribbean Anthropology, 26: 124-146.

López Hernández, H. (2018). En busca del alma nacional: la arqueología y la construcción del origen de la historia nacional en México (1867-1942). Ciudad de México: Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Kaplan, Luciana (2020) La Vocera, Alebrije Cine y Video, Olas Altas Productora, Monstro Films.

Richter, Kim y K. A. Faust (eds.) (2015). The Huasteca: Culture, History, and Interregional Exchange. Norman: University of Oklahoma Press.

Rozental, S. y J. Lerner (2013). La Piedra Ausente, Instituto Mexicano de la Cinematografía (IMCINE).

Tenorio Trillo, M. (1996). 1910 Mexico City: Space and nation in the city of the Centenario. Journal of Latin American Studies, 28(1), 75-104.