En el mundo de hoy se ha exacerbado la distancia con la realidad. Las cosas que consumimos vienen de lugares que nunca conoceremos. El proceso de extracción, fabricación y transporte también es algo que ocurre fuera de nuestro horizonte cognitivo. El tráfico de mercancías, por ejemplo, se realiza por medio de un denso entramado de circuitos protagonizados por barcos inmensos —ahora llamados “portacontenedores”— cuyas rutas, invisibles para el consumidor común, llenan los mares de gran parte del mundo. La periodista Rose George en su libro Noventa por ciento de todo (Capitan Swing, 2014) describe muy bien las rutas comerciales que nos visten, nos dan de comer y nos divierten, pero que casi nadie conoce. A bordo de estos edificios flotantes, además de productos para vender, se concretan los efectos más perniciosos del capitalismo global: combustibles fósiles ultracontaminantes, explotación laboral, ilegalidad y fragilidad de un sistema cada vez más complejo. Otro aspecto de la sociedad de consumo que ocurre tras bambalinas es, precisamente, la gente que echa a andar los engranajes para que todo funcione. Quizás, una de las representaciones más emblemáticas de ese mundo vedado para casi todos es el que muestra la película clásica de Fritz Lang, Metrópolis. El filme de 1927, para quienes lo recuerdan, aborda el conflicto que surge entre los obreros que viven en una ciudad subterránea y la élite que despacha en el exterior. Los habitantes de abajo hacen funcionar, con grandes esfuerzos, la gran ciudad, paradigma del capitalismo industrial de las primeras décadas del siglo XX.

Al igual que los trabajadores de Metrópolis, condenados a mover engranajes hasta el colapso para la vida de arriba, las personas atrás de la Inteligencia Artificial (IA) cumplen un papel fundamental y mayormente desconocido para la implementación de una tecnología que, según sus propagandistas, cambiará para siempre a las sociedades que la implementen. Algunos, incluso, plantean que la IA se fusionará con el ser humano para dar un salto, quizás definitivo, en la evolución de nuestra especie. Sin embargo, estas ideas —pertenecientes al dogma tecnoutopista y al pensamiento místico— tienen fuertes lazos con una realidad que, tarde o temprano, terminará imponiéndose a las fantasías que rodean a la tecnología.

La IA tiene muchas vertientes para analizar. Kate Crawford, investigadora principal en Microsoft Research Lab de Nueva York y en la cátedra de inteligencia artificial y justicia en École Normale Supérieure de París, describe en su libro Atlas de la inteligencia artificial: Poder, política y costos planetarios (FCE, 2022) las capas que componen esta tecnología: la tierra, el trabajo, los datos, la clasificación, las emociones y el Estado. Todos estos elementos desmienten, como afirma Crawford, el concepto de “Inteligencia Artificial”, pues esta tecnología depende del trabajo humano para “pensar” y, en segundo lugar, está profundamente vinculada a elementos naturales cuya intensa extracción pondrá en riesgo el uso masivo no sólo de la IA, sino de Internet y sus bases de datos.

El trabajo, en este caso, es uno de los elementos más difíciles de desmitificar en la IA. El usuario común puede creer que ésta funciona automáticamente, tan sólo impulsada por una serie de comandos. Sin embargo, las cosas no son así. Carl Franzen, en el portal VentureBeat, publicó este año el artículo “The AI feedback loop: Researchers warn of ‘model collapse’ as AI trains on AI-generated content” (“El circuito de retroalimentación de la IA: los investigadores advierten sobre el ‘colapso del modelo’ a medida que la IA se entrena con contenido generado por IA”). La investigación destaca un problema fundamental de la llamada herramienta del siglo: la alimentación de los algoritmos con datos generados por otros algoritmos —y no por humanos— provoca sesgos irreversibles en la IA. El frenesí de las plataformas que usan esta tecnología llenará la red de contenido basura que se reciclará para pervertir aún más el sistema. Una posible solución —difícil de realizar según los especialistas entrevistados por Franzen— es “reconducir” la IA por medio de un “mecanismo de etiquetado masivo” hecho por humanos. La tecnología que, en el papel, genera contenidos sin ayuda de nadie sería como las máquinas automáticas en los estacionamientos que necesitan a un empleado como apéndice para corregir las numerosas fallas que se presentan a diario. Este trabajo, como se puede suponer fácilmente, sería un paso más en la alienación laboral para muchas personas.

No hay que esperar, sin embargo, al esfuerzo de cientos de miles de subempleados evitando el colapso de la IA. En la actualidad ya existe un ejército de “etiquetadores” —trabajadores que entrenan a los algoritmos identificando imágenes, entre otras cosas— que pertenecen a un submundo invisible que mueve los engranajes atrás de nuestras computadoras. En junio de este año, el periodista Josh Dzieza publicó en el portal The Verge el artículo “AI Is a Lot of Work. As the technology becomes ubiquitous, a vast tasker underclass is emerging — and not going anywhere” (“La IA supone mucho trabajo. A medida que la tecnología se vuelve omnipresente, está surgiendo una enorme subclase de taskers, que no irá a ninguna parte”). En el texto, Dzieza describe las vidas de los taskers, es decir, los etiquetadores que refinan o filtran la información para que funcione la IA. Esta clase subutilizada se somete a largas jornadas tras la computadora por magros salarios. Reclutados globalmente, sin conocer en persona a los otros trabajadores, realizan una inmensa cantidad de tareas minúsculas y repetitivas. Esta fuerza laboral funciona como las muletas de una tecnología que se vende como autónoma e infalible. Incluso, nosotros formamos parte de este grupo —aunque sin cobrar un peso— cuando realizamos tareas de identificación en portales de Internet o subimos fotografías e información personal que servirá para nutrir con datos a las máquinas.

Lewis Mumford, el gran crítico de la tecnología y de la sociedad industrial, acuñó el término megamáquina para referirse a un sistema de dominación cuya estructura depende de un complejo sistema burocrático. Los miembros de este sistema participan de él coaccionados de diferentes maneras: por medio de la alienación religiosa o diferentes ideologías que han surgido a través del tiempo. En la actualidad, la megamáquina va más allá de cualquier concepto trascendental, pues se sostiene en una generación de trabajadores que sólo tienen como meta sobrevivir. Son las vidas de los etiquetadores de imágenes o “anotadores”. Uno de ellos, en el artículo de Dzieza que cité anteriormente, afirmó: “Nos tratan peor que a los soldados de infantería. En el futuro no seremos recordados en ninguna parte”.

Este vacío existencial, propio de los trabajos del capitalismo de nuestro siglo, es una de las características más desesperanzadoras del mundo que existe atrás de la tecnología actual: trabajar sin ningún fin concreto más allá de la paga. En el caso de la gente atrás de la IA, no compromete su vida para crear una sociedad más justa o, al menos, colaborar en agendas puntuales como la adaptación al cambio climático. Sus horas frente a la computadora sirven para desinformar, erosionar los empleos de otros o mantener a la sociedad global atada a estímulos que degradan su comprensión de la realidad y que, a la postre, representa un gasto exponencial en recursos materiales —además de los humanos que ya he mencionado— como han advertido los especialistas. Françoise Berthoud, investigadora en el Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (CNRS), ha estudiado cómo el mundo falsamente etéreo e inmaterial de Internet —potenciado por la IA— acelera el consumo no sólo de mercancías, sino de interacciones que requieren ingentes cantidades de energía contaminante. Esta dinámica forma parte del mundo invisible que existe atrás no sólo de nuestras pantallas, sino del dogma tecnológico con el que nos han educado. Sólo dándonos cuenta de la realidad que hay atrás de la IA podremos gestionar las herramientas del siglo XXI de manera democrática y, sobre todo, no asumirlas como parte de un proceso irreversible.