La masividad que alcanzó la marcha en defensa de las universidades argentinas el pasado 23 de abril es directamente proporcional al nivel de hostigamiento que sufren desde que Javier Milei asumió la presidencia del país. Ni siquiera el macrismo —cuya referente, María Eugenia Vidal, cuestionaba el papel de las universidades de reciente creación, afirmando que “nadie que nace en la pobreza en la Argentina llega hoy a la universidad”— se había animado a lo que estaba dispuesto a hacer el libertario.

Pero sus planes chocaron con una realidad contundente: la convicción abigarrada de una sociedad dispuesta a defender uno de los últimos bastiones que todavía alimentan la movilidad social ascendente, uno de los rasgos históricos de la educación pública argentina.

La marea humana tuvo, además, una imponente dimensión federal, ganando las calles de numerosas ciudades a lo largo y ancho del país. Lo hizo abrigada a una consigna: reivindicar el papel transformador de la universidad expresado tanto en los testimonios de cientos de miles de graduadas y graduados que pudieron desarrollarse gracias a los estudios universitarios, como en el plano aspiracional de una porción nada despreciable de la sociedad que ve en aquellas casas de estudio una alternativa para crecer y mejorar sus vidas.

¿De dónde nació ese río compuesto de cuerpos que entonaban cantitos ingeniosos, blandían carteles con leyendas que no le iban en saga y exhibían en lo alto libros que ondeaban como banderas? ¿De qué vertientes alimentó su caudal ese torrente de personas de todas las edades que obturó las arterias de las ciudades para enviarle un contundente mensaje al Poder? ¿Dónde irán a encontrar sus desembocaduras? ¿Qué nuevas formas de la participación social estarán incubando?

Me hago estas preguntas pocos días después de sucedidos estos hechos, pero, aunque me las hiciera dentro de un año, probablemente tampoco llegaría a responderlas. Lo esencial —intuyo— es indagar cómo encontramos caminos y estrategias para hacer devenir públicas nuestras demandas. Tenemos en nuestras manos una evidencia constatable: sabernos parte de un movimiento que no se amedrenta ante los ataques dirigidos hacia un emblema nacional con fuertes resonancias latinoamericanas: la universidad pública y gratuita.

Cuerpos

Hace tiempo que un rumor circula entre las aulas y los departamentos de nuestras carreras, para terminar de constatarse en los pasillos de las facultades: el movimiento estudiantil ya no goza del protagonismo que supo tener en otras épocas de su dilatada y no menos vigorosa historia. Eso no significa —ni por asomo— que la organización juvenil esté languideciendo o haya sido tocada de muerte. Aunque sería prudente indagar las causas de esta crisis en razones de índole histórica, hay que decir que la coyuntura ha hecho lo suyo.

Pablo Semán y Nicolás Welschinger hablan de un triple “fracking pandémico”, cuyo impacto en las subjetividades juveniles (y su capitalización por parte de las fuerzas de derecha) le otorgaron una tonalidad novedosa a la época poscovid. La emergencia de un temperamento juvenil crítico dirigido hacia la política, la economía y el “estado del Estado” —sostienen los autores— caló hondo entre jóvenes de sectores populares y —agrego yo— en sus vecinos de las golpeadas clases medias. Unos y otros son los que nutren y habitan —en mayor o menor medida— las aulas de las universidades públicas nacionales.

Frente a este cuadro, no fuimos pocos quienes constatamos —con similares dosis de asombro y alegría— que la mayoría de quienes dijeron presente en la marcha fueron jóvenes. No sólo eso. El “clima” que se respiraba (y que atribuyo a esa presencia) era —hasta lo diría así: paradójicamente— esperanzador. ¿Cómo se “mide” el humor de una protesta? Si bien es cierto que el sistema democrático heredó de Atenas la medida del voto, también lo es que recibió de Esparta la medida del grito. “El voto mide la extensión de la voluntad, pero el ‘ruido’ mide también su intensidad”, sostiene el sociólogo Jesús Ibáñez. Ambos asuntos se conjugaban en esta escena.

Por un lado, lo que alcancé a percibir y a conversar con colegas combinaba la (ya habitual) preocupación que nos embarga sobre la situación social con un registro optimista atribuido a esa presencia juvenil que saltaba y coreaba consignas infundidas de un entusiasmo que invitaba a rememorar otros tiempos. Una reconocida pedagoga calificó la jornada de “un día sin tantas penas” imbuida, acaso, de esas pasiones alegres que sólo las jóvenes generaciones suelen externalizar.  

Por el otro, las situaciones de crisis exponen solidaridades que no suelen ser visibles en los entresijos de la vida cotidiana. El caudal de jóvenes procedentes de universidades públicas se potenció con la presencia de sus pares de universidades privadas (que en los días previos se habían manifestado a favor del reclamo, saliendo de su habitual zona de confort). A ellas y ellos se sumaron en solidaridad estudiantes de institutos, agrupaciones juveniles y centros de estudiantes de colegios secundarios. No fueron pocos les estudiantes que marchaban por primera vez. Todas y todos estaban allí interpelados por las medidas adoptadas por un gobierno al que —al menos estadísticamente— muchos y muchas de ellos habrían votado tan sólo cinco meses atrás.

Libros

Habrá querido el destino que el día de la marcha coincidiera con el día internacional dedicado a celebrar la existencia del libro. Pero no fue —nos consta— un interés por “aprovechar” la jornada para hacerle el (merecido) homenaje a una de nuestras principales herramientas de trabajo (no la única, por cierto) la razón por la que —unos días antes— circuló la idea de llevar un libro a la marcha. Había, eso sí, un gran interés por ensayar una acción performática que expusiera una de las muchas vetas sobre el lugar que una sociedad le asigna al saber y que la crisis infligida por el gobierno de Milei expone de manera descarnada.

Marcha en defensa de la educación y la universidad pública, Argentina, 23 de abril de 2024. Foto: Gisela Curioni, vía Wikimedia Commons.

Lo que esos libros recogidos o exhumados de bibliotecas representan… lo que esos libros ajados, leídos y subrayados (no se me ocurre una imagen mejor que la evocación de un saber “machacado”) expresaban es que la universidad es una experiencia singular que ha marcado —en parte, gracias a la lectura— nuestra capacidad de reflexión crítica; nos ha dotado de una sensibilidad, un modo de estar y pararse frente al mundo para reflexionar sobre él junto a otros y otras gracias —en parte— a los libros que hemos leído.

Cuando decimos que somos “producto de la universidad pública”, ¿cuánto de eso se lo debemos a las lecturas que nos formaron?  Y es que —sobre todo— la experiencia universitaria se caracteriza por convidarnos a mantener una conversación infinita entre quienes nos precedieron y nosotras; entre nosotras y quienes nos sucederán, y entre quienes respondieron a ese llamado y el universo inconmensurable de temas y asuntos que la universidad asume como objeto de su interés.

Sostener que la ciudad es un libro no representa una novedad. Los cientos de miles de libros que desfilaron en la marcha parecían restituirle a la metáfora un aspecto olvidado: las ciudades también pueden pensarse como inmensos archivos capaces de arropar en su interior una multitud de textos, transformando la marea humana que los exhibe con sus brazos en alto en sus más celosos arcontes. ¿Qué idea del mundo protege quien atesora libros?

Ricardo Piglia afirma que la primera imagen del último lector la cifra una foto donde Borges, en la sede de la calle México de la Biblioteca Nacional, intenta distinguir las letras de un libro que tiene pegado a la cara. “Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven”. Si sometiéramos a contraste esta idea, la imagen del primer lector podría ser, en cambio, la de una muchacha que marcha por la calle con un libro en alto para que otros lo vean, para que se reconozcan frente a él como sus potenciales lectores. En ese gesto de sostener un libro en alto se conectan dimensiones íntimas y públicas: ¿qué dicen sobre nuestros modos de pararnos y ver el mundo o sobre nuestra experiencia universitaria los libros escogidos?, ¿cuánto nos demoramos en elegirlos?, ¿qué otros textos barajábamos? A su vez, nuestras elecciones remiten a la centralidad que tiene la escolarización como puerta de acceso a la lectura, a la importancia que conserva el libro como puente para establecer una filiación o simple excusa para iniciar una conversación, entre otras razones.

He participado en grupos donde se discutió si llevar un libro era —o no— “representativo” de la lucha que encarnamos. Al menos yo no pude dirigir una mirada de sospecha hacia la consigna, e inmediatamente pensé en dos: Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento (texto fundante de una forma de interpretar la historia de la educación argentina atravesada por antinomias irreconciliables) y el Lugar del saber (Galerna, 2003), de Adriana Puiggrós. Me incliné por éste, ya que —además de representar un texto entrañable para mí, pues Puiggrós lo estaba escribiendo cuando me invitó a sumarme a su cátedra, es decir, a (re)iniciar mi vínculo con la universidad— es el que estamos leyendo este semestre con las y los estudiantes que cursan la materia. No se me ocurría una forma más concreta de llevar la clase a la calle y regresar de nuevo a ella para repasar, a la luz de esa experiencia, sus páginas en busca de claves de lectura que nos ayuden a seguir pensando.

Adoctrinamiento

El saber universitario es mucho más que lo que se aprende en las aulas, se convalida en los finales, se pone a prueba en las investigaciones y se moviliza a través de proyectos de extensión y transferencia. El conocimiento que habita nuestras casas de estudio también adopta la forma de un rumor que circula desde las aulas y los boxes de investigación a los pasillos, y de los pasillos a los cafés que pueblan las inmediaciones de los edificios que nos albergan.

La universidad no escapó —dice Horacio González, quien supo pensarla y nos ayuda a hacerlo a través de sus intervenciones y escritos— a la fementida globalización. Muchas casas de estudio quedaron entrampadas en la lógica de “un saber tasado”: revistas con referato, categorizaciones administradas del conocimiento e incentivos a la productividad parecen determinar muchas de nuestras elecciones académicas. Frente a ello, la universidad tiene la tarea fundamental de criticarse a sí misma, de auscultar la mirada sobre sus prácticas y no permitir que las mismas se naturalicen impidiendo abrir a la juventud nuevos rumbos intelectuales.

Claro que una cosa es reflexionar con espíritu crítico y otra muy distinta es lanzar acusaciones infundadas. En este punto no se puede andar uno con matices. Atacar la universidad pública es condenarnos al subdesarrollo; desfinanciar nuestras casas de estudio equivale a arrojarnos a esa peculiar forma de la indigencia que es la ignorancia; desmantelarlas —como se pretende— es dejarnos desnudos y a la intemperie en un siglo que requiere —más que nunca— del conocimiento. ¿O acaso Alemania —uno de los modelos donde suele proyectar su programa político Javier Milei— ha amenazado con cerrar universidades o conducirlas al quebranto económico?

Marcha en defensa de la educación y la universidad pública, Argentina, 23 de abril de 2024. Foto: Gisela Curioni, vía Wikimedia Commons.

En la misma dirección, acusar a las universidades de ser centros de adoctrinamiento o de configurar unidades ideológicas selladas no hace más que exponer una supina ignorancia respecto a lo que sucede cotidianamente en las altas casas de estudio. El adoctrinamiento es el imperio de la mismidad reproducida de arriba hacia abajo como un mantra inobjetable. No hay nada de parecido, ni puede haber nada más alejado de lo que sucede en las aulas de una universidad que eso. Al contrario, ahí se dan cita todas las contradicciones de nuestra sociedad y —por ende— coexisten en ellas todas las tensiones sin resolver, se expresan todas las formas de razonamiento y se postulan respuestas disímiles a las soluciones que esas contradicciones reclaman.

Consignas

¿Qué significados tiene la Universidad para la sociedad? La marcha no dejó de expresarse en ese sentido a través de cientos de pancartas donde convivían referencias a los perros clonados del presidente, alusiones al estudio como condición para ser libres y expresiones de alarma frente al inminente peligro de cierre debido al ahorcamiento presupuestario.

“Sean eternos esos carteles que supimos conseguir”, escribió Lila María Feldman en Página/12 resumiendo el último punto al que quería referirme: el ingenio popular para expresar lo que significa la universidad para quienes la habitan cotidianamente. Mientras unos agitaban una pancarta recordando el más elemental de los asuntos (“La educación no es un favor, es un derecho”), un poco más allá otro cartel espetaba: “La educación no se vende, se defiende”. A propósito del destino que tienen los recursos públicos, un brazo sacudía de arriba abajo una proclama, exclamando: “Exigimos con la nuestra bancar la universidad”. Tampoco faltaron los mensajes humorísticos, “Sin ciencia no hay Conan”, ni algún que otro guiño cómplice en busca de empatía: “Dejenmé estudiar. Todavía no entendí a Lacan”.

Foto vía El Resaltador.

Entre tantos carteles uno me conmovió por el contenido de su afirmación: “Voy a ser la primera licenciada de mi familia”. La joven lo sostiene ocultando su rostro detrás de otro cartel que evoca uno de los fragmentos del himno nacional: “Sean eternos los laureles”. La eternidad junto al aquí y el ahora. Lo que trasciende y la singularidad de una vida que lucha por sus sueños. Una imagen que, apelando a la historia, no renuncia al futuro.

Aunque hemos participado de muchas, toda manifestación popular es singular y cada una deja —tras su paso— rastros cual sedimentos en el lecho del río. Las tecnologías que llevamos en nuestros bolsillos permiten capturarlas y ponerlas en circulación con la inmediatez de un clic, multiplicando rápidamente los registros que alimentarán nuestras reflexiones. A su vez, la presencia cada vez más habitual de sistemas de captura de imágenes cenitales permite visualizaciones desde perspectivas que facilitan nuevas ponderaciones sobre los alcances del acontecimiento.

Una de las fotografías más viralizadas fue tomada desde un dron que capturó la afluencia de personas desembocando en la plaza de mayo desde Diagonal Norte, Diagonal Sur y Avenida de Mayo. Unos minutos después la captura se utilizó para producir un “meme”: se colocó al lado de una imagen de la Estatua de la Libertad (símbolo usualmente blandido por Milei) acompañada del siguiente epitafio: “La libertad que proponían. La libertad que encontraron”.

Me gusta reconocer en esta última imagen conmovedora y potente los afluentes de un río que expresaron de diferentes formas y a través de múltiples registros su compromiso con la defensa de las universidades públicas. Creo que compartirla es volver a navegar el acontecimiento evocado con la esperanza de saber que los ríos pueden dar muchas vueltas, pero siempre saben adónde van. 


Nicolás Arata es profesor de Historia de la Educación Argentina, Universidad de Buenos Aires y Universidad Pedagógica Nacional. Presidente de la Sociedad Argentina de Investigación y Enseñanza en Historia de la Educación.