En el ámbito de la política latinoamericana México es visto como un caso aparte, diferente de los procesos generales del subcontinente: tuvo una reforma liberal que separó la Iglesia del Estado, ocurrió allí la primera revolución social del siglo XX, participó del 68 global. Eso, se piensa, abonó a su singularidad: creó un Estado moderno (Reforma), autoritario e incluyente de las clases subalternas (Revolución), y canalizó el reclamo democrático del movimiento del 68 hacia una transición institucional y pacífica. También ello ahorró al país lidiar con una derecha cavernaria y las dictaduras militares, además de permitirle un crecimiento económico sostenido durante 30 años y la creación de instituciones fundamentales. A contraflujo del giro a la izquierda del nuevo milenio, éste llegó a México cuando aquélla estaba en retirada en América Latina. Desfasado o distinto, el curso nacional parece más la excepción que la regla.
Haití, Ecuador, Chile y Bolivia viven protestas públicas intensas y dramáticas detonadas por el desabasto de combustible (Haití); a causa de las políticas de ajuste económico que pretenden cuadrar las cuentas nacionales a expensas de la población de ingresos y bajos (Ecuador y Chile); y las bolivianas, producto de un proceso electoral desvirtuado desde que el gobierno de Evo Morales burló el mandato popular del referéndum de 2016, convocado por él mismo. En Chile, presenciamos una insurgencia ciudadana que tiene en vigilia a la izquierda latinoamericana, en tanto que los haitianos exigen la renuncia del gobierno espurio y corrupto de Jovenel Moïse. Observamos en Ecuador el despliegue organizado, poderoso y contenido del movimiento indígena coordinado por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE). Y, en Bolivia, la oposición demanda la segunda vuelta electoral. El Estado respondió violentamente contra todos estos movimientos, pero a ninguno doblegó mediante la fuerza. Mientras se incendia la pradera en los Andes y Haití, en México no hay paz, pero las plazas están tranquilas.
Podríamos discutir si otros países latinoamericanos obtuvieron lo mismo que México por vías distintas. Sin embargo, lo que interesa destacar aquí es la sintonía y no el desencuentro del país con respecto de los procesos políticos del subcontinente en lo que va del siglo XXI. En 2006 Andrés Manuel López Obrador tenía todo para ganar y, entre el atropello de las élites y los errores propios, quedó a nada de hacerlo. De haber ocurrido lo contrario, López Obrador habría acompañado el primer mandato de Lula (Brasil) y el gobierno de Néstor Kirchner (Argentina), además de asumir la presidencia el mismo año que Evo Morales. Con este contexto favorable, la administración del político tabasqueño tal vez se habría inclinado más a la izquierda de lo que tenía previsto, muy probablemente no habría iniciado la guerra contra el crimen organizado y seguramente habría gobernado en minoría, esto es, mucho más acotado que en 2018. La cortedad de miras de las élites mexicanas, que no querían convertir al país en “otra Venezuela”, canceló esa posibilidad y ahora lo están pagando con esa “tiranía de la mayoría” que tanto las desconcierta.
López Obrador logró mantener su base social a pesar de la derrota, de las pugnas partidarias y de las campañas en su contra, consiguiendo organizar un partido/movimiento subordinado a él y paralelo al Partido de la Revolución Democrática (PRD). Entre tanto, las izquierdas sudamericanas se desgastaban en el ejercicio en el poder, asomaba la corrupción, y las derechas se reorganizaban y endurecían. El declive de aquéllas coincidió con el fortalecimiento de la corriente del político tabasqueño, tanto por la crisis de legitimidad del régimen de Enrique Peña Nieto en el segundo segmento de su mandato, como porque López Obrador pudo concentrar en un solo polo el descontento social y ensanchar sus huestes al potenciar el componente conservador de su discurso, acompañándolo de una política de alianzas bastante pragmática, dos cambios relevantes con respecto de la elección constitucional de 2006.
El 53% del voto ciudadano para la fórmula Juntos haremos Historia y el colapso del sistema de partidos que rigió la transición mexicana, fueron el fruto inmediato de la jornada del 1 de julio de 2018. El incremento al salario mínimo, programas sociales dirigidos a los sectores más vulnerables y la estabilidad de los precios, incluidos los de los servicios públicos y los combustibles, sumado a la reversión de las reformas estructurales contuvieron una eventual protesta pública. Más allá del cuestionable rigor metodológico detrás del diseño de estos programas, de las concesiones laborales a sindicatos como el de maestros, o incluso del posible sesgo político de aquéllos, las medidas obradoristas, tendientes a disminuir la desigualdad social, han prevenido un estallido como el presenciamos actualmente en la geografía del subcontinente, en la que las derechas más duras han aplicado las recetas neoliberales a rajatabla. Desconocemos el curso que tome la llamada Primavera latinoamericana, pero sabemos que en ella se juega la reconfiguración del panorama político del subcontinente, incluidos reformas sociales y posibles gobiernos de izquierda en algunos países. Podríamos decir también que en la cronología de aquélla no puede estar ausente el día en que 30 millones de mexicanos votaron por el cambio. Y la ocasión de éste, algo tendrá que ver con el desenlace en las colmadas plazas sudamericanas.