Iréri Ceja Cárdenas

Museo Nacional, Universidade Federal do Rio de Janeiro

Bruno Miranda

Instituto de Investigaciones Sociales, IISUNAM

Cuando se trata de migraciones, asilo y refugio, en general solemos pensar en cruces de frontera, en lugares de origen y de destino, en las rutas de tránsito, es decir, tendemos a asociar las cuestiones relativas a la movilidad humana y el espacio. Lo que hemos podido acompañar en los últimos años también nos informa del tiempo como dimensión fundamental para entender cómo los Estados buscan controlar y disuadir a las personas y familias migrantes en su intento por llegar a Estados Unidos o Canadá, o simplemente establecerse y regularizarse en países como Brasil y México.

En Brasil, frente al incremento de la migración venezolana, se viene ensayando la gestión de diversos ritmos que intercalan espera, circulación, deportaciones, cierres temporales de la frontera con el país bolivariano, cuotas de ingreso al territorio nacional, confinamiento en albergues y traslados a otras ciudades brasileñas.  En la ciudad-capital de Boa Vista, en las proximidades del límite con Venezuela, se evidencia cómo el control de las y los venezolanos incluye largas esperas para la atención médica, el proceso de regularización migratoria, la entrega de alimentos y víveres, las llamadas telefónicas, así como listas de espera para el ingreso a los albergues, para conseguir trabajo o para ser trasladado a otra ciudad. Esta gobernanza, llamada Operação Acolhida, ocurre tanto a través de los agentes del Estado, operacionalizada por el ejército, como a través de las agencias de las Naciones Unidas, por ejemplo, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), y otros organismos como iglesias y organizaciones de la sociedad civil. Juntos, marcan la pauta para establecer ciertos circuitos de movilidad y esperas y mantener el control a partir del gobierno humanitario y del cuidado. La instauración de estos circuitos posibilita mantener ocupada a una población y simultáneamente restablecer el orden y control sobre el espacio fronterizo.

En México, se han puesto en práctica distintas formas de hacer esperar a migrantes en reacción a la llegada de personas de distintos orígenes, sólo parcialmente interrumpida por la pandemia, ya no sólo de centroamericanas, sino también haitianas, cubanas, venezolanas y transcontinentales de la África negra y del sur de Asia. Por lo menos hasta el inicio de la pandemia, en la frontera norte con Estados Unidos, los tiempos de espera respondían al sistema de cuotas instaurado desde el país del Norte, y a las audiencias en las cortes migratorias de Estados Unidos. Con la reapertura de las fronteras centroamericanas a inicios de 2021, migrantes y potenciales solicitantes de refugio pasaron a enfrentarse con la desarticulación intencional entre la entidad mexicana encargada de las migraciones (INM) y la responsable por el refugio (COMAR). La ciudad de Tapachula, en la frontera sur, ha sido el epicentro de la espera. Se espera por la resolución favorable del pedido de refugio en México (la cuasi única vía de regularización posible) o con suerte, por una visa humanitaria. Entre septiembre y octubre de 2021, luego de protestas diarias en el centro de esa ciudad contra la falta de respuestas de las autoridades mexicanas, se organizaron cuatro grandes caravanas migrantes, una de ellas protagonizada por haitianas/os, casi todas desmanteladas por la Guardia Nacional mediante represión, redadas nocturnas y deportaciones a Guatemala, incluidas las de muchas familias y niñas/os.  En lo que va de 2022, el Estado mexicano puso en marcha un programa de “traslados humanitarios” para desahogar Tapachula, resultando en abandonos de familias haitianas en otros estados de la República. Sin embargo, la frontera sur de México sigue operando como cuello de botella global. Durante el mes de marzo, hubo varios enfrentamientos entre migrantes y militares de la Guardia Nacional, cortes de rutas en la ciudad y marchas migrantes que en conjunto exigen regularización para seguir su tránsito.

Oficina de Regulación Migratoria INM, Tapachula. Marzo 2022. Fotografía por Bruno Miranda.

Los casos de Brasil y México son apenas dos ejemplos de las distintas políticas de la espera que en las geografías del continente se imponen a quienes transitan, como un mecanismo de control de poblaciones migrantes. El hacer esperar es una expresión de poder. A la cabeza de los actores nacionales e internacionales que participan en la gestión de las migraciones, el Estado marca los ritmos y temporalidades de ciertos corredores migratorios y producen espacios de espera a lo largo de estos, especialmente en sus zonas fronterizas. Pensar la espera nos permite profundizar en las diferentes formas en las que se teje la relación desigual entre personas migrantes y los actores de la gobernanza de las migraciones (ACNUR, OIM), y entre migrantes individualmente y agentes del Estado, no sólo desde el espacio mismo, sino también desde el control de sus tiempos de vida.

La espera emerge como un dispositivo más del repertorio de formas de control migratorio, entre los que se encuentran la detención, la deportación, la militarización del territorio y la represión abierta contra marchas y caravanas migrantes. Ya sea en Brasil, Perú, Panamá, México o Estados Unidos, el papel de la espera en el control y restablecimiento de las fronteras antes y durante la pandemia de Covid-19 ha sido central en la medida que contiene y disuade a los migrantes, y se evidencia, por ejemplo, en los cierres temporales de frontera para personas de ciertas nacionalidades y cuerpos racializados, en los sistemas de cuotas para solicitar ingreso al territorio nacional y en las largas listas y filas para solicitar refugio o documentos de permiso de tránsito.

Pero no sólo en los espacios fronterizos, sino también al interior de los territorios nacionales existen diversas políticas de la espera en el encuentro entre los agentes del Estado y las personas migrantes. La regularización migratoria –cuando es posible–, el acceso a la salud integral, la educación, el trabajo, la vivienda y la justicia, se ven dificultados por largas esperas burocráticas que producen otras fronteras internas. En muchos de estos espacios donde reina la política de la escasez, el encuentro entre la burocracia y las personas migrantes se entremezcla con la de otras poblaciones nacionales cuyas vidas dependen de un Estado que los precariza y los violenta, mientras manipula sus tiempos de vida. Migrantes, desplazados internos, pobres, discapacitados, indígenas, favelados, presidiarios, víctimas de la violencia y familiares de desaparecidos esperan derechos, servicios y garantías que les permitan seguir viviendo u obtener reparaciones estatales y justicia. Y mientras tanto, los efectos corrosivos de la espera dejan sus marcas sobre el cuerpo, la salud física y mental, y las relaciones sociales.

De tal forma, hacer esperar no es simplemente la consecuencia de una demanda excesiva (de solicitudes de asilo y refugio, o de permisos de tránsito), y sí una política activa que combina la producción neoliberal de la escasez de recursos y servicios, el control sobre las fronteras (externas e internas), y acontecimientos encuadrados como “crisis”, para excluir y precarizar a poblaciones indeseables.

En las esperas migratorias se producen distintas disputas morales que jerarquizan a las personas, sus vivencias y sufrimientos. Entre quién es elegible y quién no, qué condición es más emergencial, cuál puede esperar, qué sufrimiento es legítimo y cuál es evaluado como falso. Estas disputas ocurren tanto en manos de quienes tienen el poder de hacer esperar o reducir los tiempos de espera, como a través de los propios migrantes, que se (auto) disciplinan y evalúan su mérito y el de los otros, y donde la capacidad de esperar y resistir se convierten en un valor moral, tal como señalan las antropólogas Adriana Vianna y Ángela Facundo. Desde el punto de vista del Estado, se trata de hacer esperar y al mismo tiempo mantener activa la esperanza de conseguir el permiso de tránsito o de tener el refugio aprobado, aunque los tiempos de espera sean de muchos meses o incluso años. De ahí que la gobernanza se combina con la gubernamentalidad como formas del gobierno de las migraciones en las Américas y otras partes del mundo.

Si por un lado la espera es un mecanismo de control, por el otro, queda claro en el diálogo con las y los migrantes, la espera constituye un espacio creativo de producción de vida a partir de los distintos repertorios por los que las personas sortean el tiempo. Como nos enseña el antropólogo iraní Sharam Khosravi, la (in)movilidad que implica la espera no significa ausencia de movilización. El cuidado de unos y otros, las redes transnacionales que sostienen la espera de algunos, las demandas y cuestionamientos que los migrantes colocan a los agentes estatales, la comunicación y las redes sociales como un mecanismo para pasar información y reducir los tiempos, la lucha migrante expresada en protestas, marchas y caravanas, entre otros, hacen parte de un gran repertorio de acciones para cuidar de la vida.