La escuela es, seguramente, la institución en la que pensamos cuando hablamos de la meritocracia. Desde que ingresamos comenzamos a ser evaluados y a creer en una regla básica que es repetida en todo momento: a mayor esfuerzo, mejores resultados. Mientras más estudiemos tendremos más oportunidades no sólo en lo académico, sino en lo laboral. Así, el discurso sobre la educación universitaria nos ha convencido, con el paso del tiempo, que ésta es la única vía de acceso a una mejor vida y, por esta razón, los padres de familia de las clases medias y bajas han tenido, como prioridad, gastar en la escuela de sus hijos o, en el caso de la educación pública, mantenerlos con posibilidades de estudiar en lugar de integrarlos al trabajo. El crecimiento desbordado de las ciudades y el abandono de actividades que antes ofrecían un sustento digno —como la agricultura y los trabajos artesanales— han hecho que un sector importante de la población, siguiendo esta idea de la universidad, luche por llegar a los estudios superiores porque ha desaparecido la forma de ganar el sustento (o se ha precarizado mucho) de su familia.

El problema de este enfoque es que la educación se volvió una fábrica de expedición de certificados. Además, por supuesto, se ve como un medio y no como un fin, es decir, se estudia por ese certificado y sus promesas, y no para transformar tu forma de pensar y de comprender el mundo. La universidad —y esto ya es un lugar común— es un espacio en donde se forma mano de obra para el mercado. De esta manera, hay un auge en las carreras técnicas y en licenciaturas que abandonan cualquier espíritu crítico o de creación de conocimiento, con tal de manufacturar empleados. Así, en los últimos años, hemos visto cómo la educación ha perdido su encanto. El cambio tecnológico ha transformado los empleos, los ha desaparecido o los ha depreciado. A menudo los maestros pueden esperar la siguiente pregunta de sus estudiantes: ¿para qué estudio si un conocido abrió un pequeño negocio y gana más que cualquier egresado de licenciatura o, incluso, de posgrado? La académica Viridiana Ríos, doctora en Gobierno por la Universidad de Harvard, le puso números a esta tragedia en un artículo reciente: “un profesionista gana, en términos reales, 24 % menos que hace 15 años. Es decir, cada año un título de licenciatura vale 1.8 % menos”. (2023, “El mito de que la educación nos sacará de pobres”. Milenio, 03/07/2023).

Una de las estrategias de cualquier universitario para contrarrestar la cruda realidad es la narrativa meritocrática: las posibilidades de aspirar a un buen trabajo una vez graduado son complicadas y, por esta razón, hay que prepararse cada vez más. En esta lógica, ya no es suficiente la licenciatura, sino un posgrado. No importa que muchos posgrados se hayan vuelto una etapa más en el proceso certificador, en lugar de ser oportunidades para que el universitario investigue y aporte conocimientos valiosos a la sociedad. De esta manera, el estudiante se vuelca a una carrera contrarreloj para engordar su currículum y tener mejores oportunidades bajo la consigna del mérito. Sin embargo, no hay un punto de salida igual para todos. Los alumnos con mayor poder adquisitivo siempre avanzan más por diferentes razones: tienen acceso a mejor tecnología, a más tiempo de estudio, mejor alimentación, más herramientas de preparación y asesorías para subir sus calificaciones. Los que se quedan atrás sufren el estigma de no haberse esforzado lo suficiente, lo cual no toma en cuenta la cantidad de obstáculos que tuvieron en el camino y que fueron definitivos para fracasar en su propósito. Los pocos que lo logran son usados para legitimar la narrativa del mérito, aunque sean una minúscula excepción y no la regla. Lo peor de todo es que no hay nada garantizado llegando al final de la ruta educativa y con los méritos bajo el brazo, pues se tienen que sortear filtros sociales que pueden dejar fuera a alguien por su origen o sus relaciones.

Quizás el mejor ejemplo de cómo la meritocracia académica se está volviendo un mito es el caso de corrupción en varias universidades de élite en Estados Unidos en el 2019. Las autoridades descubrieron una red de sobornos encabezada por Rick Singer, un “coach educativo” que ingresaba a hijos de familias adineradas a instituciones de la famosa Ivy League, aprovechando los espacios disponibles en los equipos deportivos, aunque los aspirantes no fueran atletas de alto rendimiento. Singer sobornaba a entrenadores o, directamente, a funcionarios de alto nivel de universidades como Stanford o Yale. Los padres de familia involucrados en el delito no tuvieron ningún dilema ético para ingresar a sus hijos por “la puerta lateral” de las instituciones, como la llamaba Singer, pues para ellos todo está a la venta para quien tenga suficiente dinero, incluso la admisión a una escuela de prestigio sin merecerlo. Como suele suceder, los reflectores fueron hacia el “coach educativo” y los inculpados que tuvieron condenas menores. No se mencionó que el problema es estructural como lo demuestra Michael Sandel en su libro La tiranía del mérito (Debate, 2020): los hijos de los mecenas de las prestigiosas universidades ni siquiera tienen que sobornar a nadie ni exponerse a un escándalo como el de Rick Singer. Ellos tienen entrada segura con un arreglo directo con las autoridades más importantes de las instituciones. Lo irónico de esto es que los hijos de los magnates ni siquiera tendrían que estudiar una carrera, pues tienen el futuro asegurado como herederos. Sin embargo, la élite global asume la educación como una estrategia para legitimar su poder. Es decir: en muchos casos, crean la fantasía de pasar la estafeta a la siguiente generación familiar no por su sangre, sino por sus capacidades certificadas por el prestigio académico.

Hay varias preguntas que hacer ante este escenario. ¿Qué visión del mundo tienen los que logran acabar una carrera y acceden a un puesto en el mercado laboral —en el que se alcanzan a tomar decisiones— si este sector pertenece, cada vez más, a las familias adineradas de la sociedad? En México podríamos hablar de instituciones como el ITAM o el Tec de Monterrey, pero también de la UNAM, cuya puerta de entrada es cada vez más inaccesible para los estudiantes de los sectores populares. No hay que pensar mucho para suponer que se encargarán de perpetuar el paradigma social que no sólo los ha beneficiado, sino que ha moldeado sus aspiraciones según el evangelio empresarial. Cuando el mismo grupo de estudiantes legitimados por la meritocracia académica da el salto, más por pertenencia a la misma élite que por representatividad de los electores, a la política, su agenda se encarga de defender los intereses del poder económico antes que las demandas ciudadanas. Esto lo evidencia el mismo Michael Sandel en su libro El descontento democrático (Debate, 2023) y el periodista Owen Jones en Chavs: La demonización de la clase obrera (Capitán Swing, 2012) en el que documenta cómo los representantes dejaron de ser populares, es decir, surgidos de las familias trabajadoras, porque fueron sustituidos por los hijos de las familias más ricas del Reino Unido, educados, a la postre, en universidades de élite. Con el antecedente de lo ocurrido en Estados Unidos, podríamos dudar de los méritos de su ingreso a las altas esferas académicas. El problema, además de la erosión democrática, es perder la esencia de la educación universitaria como aún la entienden muchos: la excelencia académica que, en el papel, sirve para transformar a nuestras sociedades. El filósofo canadiense Alain Deneault tiene un término para este fenómeno: “Mediocracia”. En su libro del mismo nombre (Turner, 2019), cuyo subtítulo es “Cuando los mediocres toman el poder”, hace una prolija descripción de cómo las universidades sometidas a los intereses económicos y corporativos generan ciudadanos “promedio” que, más allá de sus privilegios, se encargan de replicar el orden existente. De esta manera, con honrosas excepciones, la educación refuerza las inercias que están trastornando al mundo en lugar de buscar soluciones.