Para Amaia, que logró nacer en medio del colapso.

Para su madre, que lo pudo todo.

 

Barcelona, marzo de 2020

De pronto me di cuenta que en casa sólo quedaban dos rollos de papel de baño y mucha comida. Entendí que en la última visita al super, cuando ya se sospechaba que la crisis se venía fuerte, el balance en las compras no había sido adecuado, anteponiendo la vanidad de hacer recetas que durante mucho tiempo se habían quedado en el tintero. La amenaza del fin del papel de baño proyectaba un escenario cruel en el cual la higiene básica iba a complicarse bastante. Supuse que sería necesario travestir la identidad al papel de cocina, echar mano de los pañuelos o, de últimas, arrancar las hojas de alguna libreta.

Salí de compras esperando poder enmendar el error. Me cubrí las manos con guantes para hacer uso de los picaportes públicos y otras superficies, convirtiéndome en ese tipo de persona exagerada que va por la calle como si el mundo se acercara a su fin. Había también quienes, o no se lo querían creer, o se sentían con un poder sobrehumano y antiviral que les venía de (siempre) saber más que los demás. Estaban, igualmente, los del caminar acelerado que se complicaban la respiración con el tapabocas, midiendo a su paso una exagerada distancia con respecto al resto de gente. Había otros que, a pesar del frío, iban patinando con camisetas sin mangas y en shorts. Estaban también los de edad avanzada que no renunciaban al placer de ver pasar sus vidas sentados en las bancas de la plaza.

El primer supermercado al que fui, inaugurado hace poco más de un mes, tenía a sus guardias de seguridad en la puerta, guareciéndose del mal con tapabocas azules y regulando el aforo en el comercio, lo cual había provocado una muy larga cola en la calle de personas forzosamente separadas por dos metros. En lo que dudaba si sumarme o no a la espera, los guardias indicaron, siendo a penas las dos de la tarde, que cerraban el negocio por el resto del día. Caminé, entonces, hacia la panadería; pasé frente a otro supermercado que seguía abierto y con muchos clientes arremolinándose en su interior, ese que había sufrido notablemente el estreno del otro porque le había robado su clientela habitual. Ahora aprovechaban la temprana hora en que cerraba su competencia y dejaban entrar a cualquiera sin custodia ni regulación. Es sabido que para algunos negocios, este marzo será su agosto.

La organización de la panadería me generó cierta confianza porque no permitían que hubiesen más de tres compradores dentro del establecimiento y separaban las funciones de las tenderas entre quienes entregaban el pan y una que sólo se dedicaba a recibir el dinero. Casi en todos los comercios, los encargados tienen puestos los guantes de látex, pero toman por igual los productos que el efectivo, por lo que se vuelve inútil la protección en vista a los clientes, incluso a ellos mismos. O quizá sólo sea mi manía; reconozco que, desde la llegada del coronavirus a Barcelona, todas las superficies fuera de casa me parecieron infectas. Dejé de comer cosas que no fuesen cocinadas por mí, ya no iba a la biblioteca y empecé a girar la cabeza en sentido opuesto a las personas que me cruzaba por la banqueta. Para cuando se anunció la emergencia nacional, ya ninguna medida sanitaria me era suficiente.

 

La amiga de la vecina que tiene un primo

Los primeros comunicados oficiales, siempre recubiertos de esa pátina brumosa que provoca dudas e incertidumbre, se enredaron con el variopinto vórtice de mensajes en redes sociales. De la parte oficial se entendía que la cosa era más grave de lo que ellos mismos habían sospechado inicialmente y convocaban a los habituales rituales de autorregulación ciudadana, afirmando que ellos, los que se encargan de las cosas, harían todo lo posible por revertir el mal, para lo cual necesitaban del apoyo de la población. Sin embargo, las líneas telefónicas de emergencia estaban saturadas y era obvio que a los hospitales no se podía acudir porque era como asistir a la bacanal del coronavirus. Así, lo que teníamos era la promesa del apoyo gubernamental y la confirmación de un abatido sistema de salud. Mientras tanto, los estornudos, la pasajera tos y un sospechoso dolor en el pecho comenzaban a mellar en mi compostura.

En el otro frente, el de las redes sociales (otrora bendecidas), el incendio era alimentado multimediáticamente. Fue en ese espacio de la tanto intencional como accidental confusión que mi frágil prudencia se fracturó. Existe un particular gusto por publicar y compartir cosas en estas redes. Pareciera una desenfrenada competencia de anticipación, originalidad y/o precisión. O quizá no sea tan complejo, quizá sólo sea el placer de abrir la boca, de levantar la mano, de que lo volteen a ver a uno. También habrá quienes no quepan en tal descripción, pero al final, nuestra sola presencia alimenta el sistema que posibilita lo descrito. El resultado grave es un presente sobreinformado, nauseabundamente «informado», incluso inmovilizado, incapaz de pensar entre tanta «información».

Lo peor es que un gran porcentaje de mensajes en redes sociales no provienen de una mala intención, sino de gente que cree que hace bien al compartir la recomendación de la prima de la amiga que sabe cómo no contagiarse de coronavirus. Así, antes de la declaración oficial de estado de alarma, me llegó un mensaje de voz de una supuesta enfermera que pintaba el escenario más aterrador posible, no sólo confirmando que el sistema de salud estaba desbordado sino que, además, el virus estaba acabando también con los jóvenes, como una de 36 y otro de 27 que luchaban inútilmente en la Unidad de Cuidados Intensivos donde ella trabajaba. Agregaba que no eran suficientes los aparatos de asistencia respiratoria, que el personal no daba más, pero, eso sí, invitaba a cuidarse mucho y estar tranquilos.

Hay un punto en el que estos mensajes en redes sociales parecen virus, dependientes del albergue que otros organismos les den. El bulo requiere un contexto específico para su supervivencia y es posible que se propague con mayor facilidad en los organismos más débiles, por ejemplo en una sociedad inmersa en la excesiva información y en la incertidumbre que resulta de una crisis para la cual nadie estaba preparado. Ahí, entre la abundancia de mensajes y la falta de claridad, el bulo se inserta con tenacidad y despliega las condiciones de posibilidad de su creencia. Por ello, cuando la distinción entre verdad y mentira es inaccesible o innecesaria (no siempre lo es), hay que concentrarse en lo que el mensaje genera, en cómo repercute. Es sobre esta efectualidad del discurso que se puede establecer una crítica.

En mi caso, no fue que el mensaje dijera algo nuevo, sino que la voz alarmante de una supuesta enfermera redoblaba la gravedad del contexto. Entonces, me quebré, y es probable que el peor quiebre sea durante el desamparo. Exagero mi situación, bastante cómoda en una perspectiva general, con el fin de aludir al vacío que la naturaleza comunicativa contemporánea produce en una situación crítica. Tuve la suerte de darme cuenta que la figura de autoridad del mensaje de voz (la trabajadora de un hospital) no decía nada nuevo sino que hinchaba la dimensión de la tragedia, ilustrando con casos concretos (tal vez ficticios) lo que de forma general ya se sabía. La voz de esta mujer aparentaba familiaridad, cercanía y, por lo tanto, se revestía de veracidad. Sin embargo, eso era un mero efecto de las condiciones de su aparición. Al comprenderlo, me pregunte lo que era obvio: quién era esa Mónica a quien la voz del mensaje se dirigía cuando en el grupo donde éste había aparecido nadie se llamaba así y, en realidad, había sido una Claudia quien lo había compartido.

Sin embargo, la sensación de pánico no fue resuelta por este brote pasajero de racionalidad, entre otras cosas porque, más allá de la calaña del mensaje, si lo entendemos como virus, veremos que las condiciones que le son propicias también son ciertas. Por ello, más allá de interpretar el mensaje en su justa medida, asumí que no tenía en quién creer. Ya nada de lo que podía encontrar en Internet iba a resolver la incertidumbre en la que me había envuelto. Hay comunicados oficiales, hay redes sociales, hay síntomas y hay psicosomatismo. En medio de todo eso, no hay teléfonos disponibles, no hay hospitales funcionando regularmente, no hay pruebas de laboratorio y no hay doctores de confianza, mas que una, a quien le llamé para guarecerme de la nebulosa situación.

Fue ella la que, al responder a mis preguntas, me supo calmar. En medio de la crisis, es la confianza la que apacigua; es la creencia la más verdadera. La proliferación de canales de información, la sospecha como marco regular de lectura, entre otras cosas, han situado al mundo en una realidad ante la cual no estemos sabiendo actuar con la inteligencia que se requiere. Regresar a un modelo monopólico de verdad (por ejemplo uno regido autoritariamente por el Estado) no es ni por asomo la solución, pero también pareciera que la libertad de expresión no ha sido acompañada con la responsabilidad de lo que se expresa y, peor aún, ha sido el pretexto de muchos para abusar, mentir y aterrorizar.

Límites de esta crítica

Sin embargo, dos elementos han de ser expuestos al llevar esta crítica a las redes sociales hacia sus propios límites. El primero tiene que ver con el hecho de que éstas también podrían estar ayudando en la investigación sobre el coronavirus, como explica Kai Kupferschmidt en un artículo publicado en Science. Algunos investigadores en el mundo han establecido redes de colaboración mediante canales como Slack [1] y, también, con la publicación de artículos sin revisión entre pares profesionales, conocidos como preprints, que pueden ser consultados por otros colegas en línea de manera mucho más veloz que los publicados en revistas científica, con una diferencia media de 90 días, lo cual en una emergencia como la actual es bastante tiempo. De algún modo, estas publicaciones implican una compartición global de datos y sus interpretaciones preliminares, mismas que son criticadas por otros colegas sin tener que esperar los tiempos editoriales.

Kupferschmidt cuenta que investigadores de la Harvard T.H. Chan School of Public Health, analizaron en su momento cómo los preprints habían acelerado la investigación en las crisis epidémicas del Zika (2015-2016) y en la de del Ébola en el occidente africano (2014-2016). Este año, el COVID-19 había generado, para cuando Kupferschmidt escribió su texto, 283 preprints aparecidos en los repositorios más conocidos de estas publicaciones en el ámbito biomédico, bioRxiv y medRxiv, ambos pertenecientes a la editorial Cold Spring Harbor Laboratory Press, la cual ha declarado que están recibiéndose un promedio de 10 preprints al día referentes al Coronavirus. Sin abusar –por ahora– de una interpretación del caso desde las humanidades (es decir, dejando el asunto en la más evidente superficialidad), es fácil destacar que la publicación inmediata de resultados de investigación, la que se salta los filtros de revisión entre pares profesionales, plantea varios problemas para los órdenes epistémicos tradicionales y supone una renovación en el quehacer científico, que ahora me permito caricaturizar como una inmensa red social de posts y comments.

Ahora, el problema del exceso de información no deja de estar presente en este caso. Kupferschmidt explica que muchos preprints arrojan información altamente relevante, pero que otros son mera paja, lo cual repercute en el tiempo que ha de dedicarse a su discriminación. Pensándolo en términos de una economía de publicación y lectura, no sé cómo ponderar el tiempo que la publicación en revistas oficiales retrasa las investigaciones por los tiempos editoriales y el tiempo que la lectura discriminatoria de preprints la retrasa. Sería necesario sumar a la ecuación otros factores, como el uso de redes sociales populares para debatir o refutar preprints, por ejemplo Twitter [2]. Igualmente, las revistas científicas han acelerado su producción; para cuando Kupferschmidt escribe, 261 artículos sobre el coronavirus habían sido publicados. De alguna forma, el problema no está en el índice de calidad de las publicaciones tanto como en el tiempo disponible para saber cuáles son los malos; la lectura durante la crisis diversifica sus ritmos en relación a la proximidad del peligro. 

El otro elemento que funciona como límite de mi crítica a la sobreinformación contemporánea es, que hacer un planteamiento así en medio de una situación como la actual, no es sino evidencia de una lectura privilegiada de la misma, la cual podría estar desconsiderando los escenarios donde la pandemia se vive con verdadera crudeza. Circulan comentarios reprobatorios del proponer libros o películas para pasar la cuarentena porque implican una condición protegida por una pantalla, una conexión a Internet, una biblioteca. Esto no es falso y me reconozco en el privilegio. Bien apuntó Isaac Rosa que el virus sí distingue entre clases sociales, confrontando el discurso del presidente de España, Pedro Sánchez, cuando comunicó el estado de alarma. Rosa propone revisar, pasada la crisis, cuál es el perfil socioeconómico de los contagiados, asumiendo que ésta es específica según dónde se vive, si se tienen enfermedades asociadas a la precariedad, según la calidad de vida durante la vejez y por cómo va a afectar a posteriori el colapso económico en función de los ahorros, los recursos, las herencias. Tal vez convendría, en ese sentido, pautar una diferenciación conceptual entre enfermedad e infección.

A todo esto hay que sumar el caso de esos sectores externos al marco de protección estatal. Ha habido una declaración por parte del gobierno español en la que se asegura el apoyo a los salarios y una inyección de miles de millones de euros para soportar el embate económico. Sin embargo, no sólo este sustento tiene sus propios límites, sino que hay muchos grupos que están más allá de su manto. Me refiero a la gente que ubican en los márgenes de la sociedad no obstante hacen funcionar la maquinaria social desde el corazón de la misma [3]. Es bastante obvio que al brete no todos llegan de la misma forma.

Tal vez lo anterior permita a algunos entender la estructura injusta del libre mercado y cómo la pobreza nunca se ha tratado de falta de esfuerzo sino de una radical e histórica disparidad socioeconómica. Basta con revisar la calidad de la vivienda española, los pocos 25 metros cuadrados en los que tantos viven, el hacinamiento y sus ya viejas enfermedades. Se antoja proyectar, entonces, una nueva esperanza en la irrupción abrupta de la pandemia. Las centenarias críticas al orden mundial no sólo resurgen para explicar la crisis sino para trazar nuevas utopías de renovación social y de armonización con el medio natural. Sin embargo, tal vez esa misma esperanza puede ser un privilegio de clase. Escribir y leer lo son si nos atenemos a lo que vive el grueso de la población.

 

Abusar del fin del mundo

Apareció un artículo en el que se analiza cómo con la crisis del coronavirus se ha dado una particular irrupción de la realidad ante nosotros, comparando nuestro ordinario enajenamiento del mundo, en tanto que realidad. Se refiere con esto a que en el presente tardocapitalista ha sido desplegado un conjunto de sistemas tecnoculturales cuya aplicación ha producido un desconocimiento de la independencia del mundo, haciéndonos creer que éste somos nosotros y nuestros teléfonos, nuestra mediática, nuestro deporte, nuestra droga, nuestra sanidad. «Nos hemos deshecho de Dios y en su lugar hemos introducido, a través del capitalismo de consumo, una estructura material y simbólica ‘automática’ que asegura una inmanencia mucho más confortable, casi autista en su clausura molusca […]» dice Santiago Alba Rico en tal texto. Incluso, la aparición de lo real pareciera irreal, si no es que el confinamiento conlleva una suerte de escapatoria de lo real. Y agrega el autor que «El virus es la contingencia misma del mundo sin Dios; el estado de excepción planetario sincroniza por primera vez desde 1945 nuestras costumbres y nuestras instituciones con una amenaza ‘mundana’ de alcance universal que no podemos controlar».

Alba Rico plantea que ahora tenemos la posibilidad de hacer la transformación hacia un mundo más real, financiando la crisis con el dinero de los bancos en lugar de financiar a los bancos en la crisis. Sin embargo, el escritor es escéptico de este paraíso porque el capitalismo se lo come todo y, mientras unos proyectamos nuestros deseos altermundistas en el horizonte, otros tantos están viendo cómo sacar provecho de la catástrofe, donde se revelan dos formas antagónicas de cosecha en el mismo terreno. Y tal vez no se equivoca en su diagnóstico, aunque sí en la base histórica de su reflexión, porque vuelve a poner en el centro del mundo a Europa cuando establece como referente máximo de las catástrofes recientes a la Segunda Guerra Mundial, asumiendo que desde aquí se explica el mundo. La antiquísima disparidad económica es un medio de diferenciación internacional, problema que se extiende a los órdenes de intelección del mundo y, por lo tanto, a lo que puede ser dicho sobre éste en su multiplicidad. De ello se desprende que es inválido plantear una sincronía global teniendo como referencia base la pauta europea. Alba Rico, de alguna forma, es víctima de su propia crítica cuando se olvida de la independencia real de un mundo que no es el suyo.

Me detengo en este punto porque retumban objeciones en público y en privado hacia cómo se hacen las cosas en otros países, las cuales esconden nacionalismos, colonialismos y paternalismos. El rudimentario intento de distinción que he propuesto entre enfermedad e infección busca sostener la necesidad de trazar diferenciaciones en la comprensión de la pandemia: el concepto enfermedad contemplaría las variantes socioeconómicas que condicionan el tratamiento de la infección. Ni ahora ni en la regularidad previa a la pandemia, los países del mundo desplegaban la misma práctica médica ni las mismas políticas de seguridad social. Así pues, el confinamiento no puede ser llevada a cabo del mismo modo en cualquier lugar porque hay una enfermedad más antigua y más grave que el COVID-19, a saber, la distribución internacional de la riqueza. 

En consonancia con ello, considero que cada palabra que escribamos sobre esta crisis será insuficiente ante quienes la están realmente viviendo. Frente a ellos y ellas, no tenemos más que manifestar una enorme solidaridad. Hay un punto en el cual pareciera seductora la hipótesis que entiende esta pandemia como un mecanismo autorregulador de la naturaleza que ha decidido controlar a su población más dañina, como también podría ser atractiva la idea de que ahora se sientan las bases del fin del capitalismo. No puedo suscribir ninguna de las dos versiones no sólo por su vaguedad teórica, sino porque en ambas fantasías está implicado un fatal daño colateral que, trascendiendo el computo que lo explicará en cifras, significa una abyecta opción.

En un primer plano, desde donde alcanzo a ver, la ciudad se ha expandido hacia sus balcones, como si sus entrañas se hincharan por tanto caminar adentro, por tanto fuego en la estufa, por tanto gas expulsado, por tantos gritos peleados. Pero más allá pasan cosas que a penas alcanzo a ver, si a caso reflejadas en los basureros frente a mi ventana (¡tengo una ventana!). Hay gente que viene a tirar la basura con guantes y tapabocas e intenta pasar el menos tiempo posible frente los depósitos, mientras que hay gente que los destapa y permanece varios minutos escarbando en sus interiores. Es entonces que reitero la necesidad de suponer que existe otra crisis más allá del confinamiento, realidad ajena a la lectura y a la escritura acomodadas en casa, de las cuales tampoco creo que debamos prescindir.

Espero que tampoco vaya a ser necesario prescindir del papel de baño, ni en mi casa ni en la de nadie, pero, en caso de que lo llegara a ser, que esos multimillonarios que han estado exhibiéndose en redes sociales jugando a dominar rollos de papel de baño, paguen el nuestro por el resto de nuestras vidas. Desde muy temprano en esta crisis, este artículo básico apareció como símbolo de ella misma en el sentido de la urgencia de quienes conocen el despojo, la carestía, la falta de medios; por lo tanto, salir a jugar en redes sociales con el papel de baño es un despliegue de infame prepotencia y elitismo.


[1] En su artículo, Kupferschmidt cuenta cómo dos investigadores del Wisconsin National Primate Research Center, Dave O’Connor y Tom Friedrich, invitaron desde finales de enero de este año a varias docenas de coelgas a lo largo de Estados Unidos para unirse a un grupo de trabajo dentro de la plataforma de mensajería Slack para comenzar a discutir sobre el virus que había brotado en China. Pudieron agregar un gramo de comicidad a la situación nombrando el grupo en Slack «Wu-han Clan» en alusión al grupo de hip-hop Wu-Tang Clan.

[2] El 31 de enero, un preprint publicado en bioRxiv por científicos de la India, señalaba que había una inusual semejanza entre el virus SARS-CoV-2, causante del COVID-19, y el VIH, lo cual desató una serie de teorías conspiracionistas que apuntaban a que el Coronavirus habría sido resultado de una producción de ingeniería genética. El preprint fue bastante discutido en Twitter e, incluso, citado en algunos medios de comunicación, señala Kupferschmidt. La editorial encargada de la red bioRxiv, dijo que en sólo 48 horas, el preprint había recibido 90 comentarios criticando la teoría, misma que dos semanas después fuera desmentida por un artículo publicado en la revista científica Emerging Microbes and Infections.

[3] Téngase como ejemplo el caso de las más de 600,000 empleadas domésticas en España, un sector «[…] sin derecho a paro y que puede ser despedido simplemente por falta de confianza«, quienes no han dejado de trabajar durante la pandemia, en condiciones altamente desfavorecidas, sin medidas sanitarias y algunas siendo obligadas a encerrarse en las casas donde laboran.


Referencias

Alba Rico, Santiago, «¿Esto nos está pasando realmente?«, El diario.es, 17 de marzo de 2020.

Johansson, Michael A., Nicholas G. Reich, Lauren Ancel Meyers, Marc Lipsitch, «Preprints: An underutilized mechanism to accelerate outbreak science«, PLOS Medicine, 3 de abril de 2018.

Kupferschmidt, Kai, «‘A completely new culture of doing research.’ Coronavirus outbreak changes how scientists communicate», Science, 26 de febrero de 2020.

Plaza, Analía, Raúl Sánchez, Ana Ordaz, «La España encerrada: así son las viviendas en las que el país sobrelleva la cuarentena«, El diario.es, 22 de marzo de 2020.

Remacha, Belén, Raúl Rejón y Aitor Riveiro, «El Gobierno declara el estado de alarma«, El diario.es,  13 de marzo de 2020.

Requena Aguilar, Ana, «Las empleadas domésticas denuncian el abandono del Gobierno: para ellas no hay ERTE ni cese de actividad «, El diario.es, 17 de marzo de 2020.

Rosa, Isaac, «El coronavirus no distingue entre clases«, El diario.es, 17 de marzo de 2020.