“¿¡Le tienes miedo al monstruo verde!?” es la frase con la que inicia el juego en el semillero de artes visuales de Acuamanala, en Tlaxcala. En este lugar comienza el recorrido para el que fui contratada. Mi función consiste en recopilar las voces de los niños que asisten a los semilleros, sin mediación alguna, para saber qué piensan del arte, de los trabajos que han producido, de la comunidad y del semillero mismo. En esta labor de registro y escucha que me fue asignada en diez semilleros de distintos estados de la república, nada me impide anotar los testimonios críticos o desfavorables al programa. Nada me impide tampoco guardar notas personales para este texto, que es una reflexión a cuenta propia de esas semanas de viaje. La única regla que me han dado es no dirigir la conversación hacia un tema en específico y anotar todo lo que niños y jóvenes dicen. Se trata de hacer una exposición de los semilleros de artes visuales y fotografía donde sus voces sean las únicas protagonistas y las que guíen la exposición de sus trabajos en una instalación hecha para presentarse en el Magno Evento de Cultura Comunitaria, en las afueras del Auditorio Nacional.
Los Semilleros Creativos son parte del Programa de Cultura Comunitaria propuesto por la 4T. Su eje principal es la enseñanza de las artes con un enfoque comunitario a niños y jóvenes de toda la república. En cada estado, los asistentes tienen acceso a diferentes actividades culturales como radio, cine, escritura creativa, artes visuales, artes vivas, artes circenses, fotografía, música, teatro, danza, etc.
Algunos profesores me cuentan que el sexenio pasado había un programa similar. La gran diferencia fue que durante el tiempo que duró, no hubo interés a nivel federal ni estatal de darle seguimiento a las actividades realizadas por los docentes, ni voluntad por ejercer de manera puntual los recursos económicos destinados al programa. El resultado fue, en muchos casos, un proyecto que se sostuvo –durante el tiempo que fue posible– gracias a la voluntad y a los recursos económicos de los propios profesores y la comunidad. Uno de los grandes aciertos de este nuevo programa fue llamar e incluir a muchos de estos profesores que ya tenían tiempo y experiencia con las comunidades para emprender un nuevo proyecto donde se convertirían en una de las grandes apuestas en el ámbito cultural por parte de la 4T.
Apenas llegamos a Acuamanala, el director del proyecto y yo nos damos cuenta de que se trata de un lugar donde la gente no suele caminar y parece que todos los habitantes se guardan por el calor del día. Más tarde, al conversar con la profesora Rutila Vega y su acompañante, el promotor Raymundo Gutiérrez, sabremos que hay algo más: la violencia con la que las personas conviven cotidianamente y el miedo de la comunidad en general al saberse vigilada por grupos delincuenciales que operan en la zona. Esa visita de nosotros al semillero, sabremos más adelante, no será la excepción.
Mientras esperamos para conocer a los niños me pregunto quién de los artistas que conozco de diversas disciplinas podría comprometerse realmente con un programa de largo aliento que requiere conocer bien la comunidad y saber negociar con los diversos actores que la integran para asegurar su permanencia.
Docente y promotor han tenido que mediar en Acuamanala para el funcionamiento del semillero. Los niños se han apropiado del espacio limpiando el salón que la municipalidad les ofreció y ahí, en un programa cuya finalidad no es crear únicamente artistas o profesionalizar a los niños en las artes, sino crear un diálogo entre ellos y la comunidad, el juego favorito del semillero consiste en gritar enérgicamente que no le tienen miedo al monstruo verde y correr con valentía para no ser alcanzados. Un juego tan relevante que los niños no permiten comenzar a trabajar sin antes haberlo jugado.
Cuando es hora de ponerlos a dialogar en equipo, es evidente que en ese espacio han ensayado algo parecido a una asamblea. Los niños proponen algo, votan y se ponen de acuerdo tan fácilmente que pareciera una actividad cotidiana en sus vidas. Una niña reconoce: “luego nos peleamos de que algunos no se ponen de acuerdo y nos peleamos” pero cierra la conversación explicando que al final la lealtad y la amistad que han construido en ese lugar permite dejar atrás las groserías, peleas y discusiones que surgen dentro del grupo. Los niños asienten, sonríen y hablan de los docentes “como dos tesoros”.
Explicar lo que ocurre en cada semillero no es sencillo. De los diez que visitamos en mi viaje, ninguno tiene algo en común, salvo que se trata de semilleros de artes visuales y fotografía. Cada profesor y profesora, cada promotor cultural y cada miembro del programa Jóvenes Construyendo el Futuro forman un solo equipo para el semillero y éste funciona de manera particular y de acuerdo a su contexto. Se trata de artistas, profesores y jóvenes que conocen bien a la comunidad, sus interacciones, necesidades, problemas, y están comprometidos con ella. En la diversidad de estrategias pedagógicas, miradas y reflexiones sobre la comunidad cada docente teje una red de niños y jóvenes que observan el presente de formas particulares y muy diferentes entre sí.
En Morelia, Michoacán, Elsa Escamilla dirige un grupo de niñas y niños que además de tener un gran conocimiento sobre técnica fotográfica y hacer paseos constantes donde registran todo con sus cámaras, han encontrado en la fotografía una forma de interpelar al presente. Los proyectos de fotografía construida que presentan son potentes reclamos sobre el mundo que les ha tocado habitar: la falta de agua, el desastre nuclear en Chernóbil, la extinción de especies animales, la tranquilidad y la paz como tesoros que los cárteles le han arrebatado a las personas. Los niños exponen apasionadamente estos temas, como si estuvieran frente a un auditorio frente el cual se están jugando todo su futuro.
La belleza, la técnica y lo lúdico de sus fotografías contrastan con las grandes preocupaciones que relatan a través de la imagen. La voz furiosa de un niño concluye “para un futuro mejor se necesitan personas mejores, no como las anteriores de las que pegaban y pegaban, ¡no! Se necesita respeto, igualdad y equidad de género. Esto es lo que se necesita para un buen mundo”. Palabras que la maestra Elsa escucha atentamente sin interrumpir, dejando que cada niño se exprese a su manera. La fotógrafa usa su conocimiento y experiencia al servicio de las y los niños para que éstos puedan elaborar sus propios discursos a través de la fotografía y puedan expresarlos con confianza a la comunidad. El resultado es un espacio donde la voz propia y crítica de los asistentes está presente en cada fotografía.
En Bacalar, todo un pueblo dedicado a cultivar piñas, ahora se dedica también a pintarlas. Los cuadros impresionan por la naturalidad con la que los colores brillantes retratan paisajes que les son cotidianos: tucanes, jaguares, distintas diversidades de peces, árboles frutales y por supuesto, la laguna.
Yasmin Pineda lleva algunos de los cuadros al museo de Bacalar y los turistas les dejan cartas a los niños y a las señoras que son autores y autoras de los cuadros. Una vendedora de piñas habla de las estrategias que usa para poder pintar mientras está en su puesto ambulante. Otra, habla del cuadro donde aparece su marido realizando la cosecha. Hay quienes debido al turismo han podido exponer sus cuadros en libros o lugares como Francia. Para este pueblo, gracias a la intervención de la docente, es tan natural vender piñas como pintarlas y presentarlas en exposiciones regionales o internacionales.
En Gómez Palacio, Durango, la falta de cámaras fotográficas han llevado a Miguel Espino a plantear un semillero de fotografía estenopeica. Niños y adolescentes decoran latas y botes de avena que usan como cámaras fotográficas y aprenden, en la práctica, los principios básicos de fotografía: desde el tiempo de exposición que requiere una fotografía hasta el proceso de revelado. En un ricón de una pequeña oficina que ha sido acondicionado como espacio de revelado, los adolescente realizan en equipo varias maniobras para observar el resultado de su trabajo. Mientras un joven prepara los químicos al tiempo que se introduce a una caja de cartón montada en un tripie, otro sostiene una manta negra para no dejar pasar la luz. Al término de unos minutos el resultado está listo: una fotografía en blanco y negro que los regresa a los principios básicos de ese arte que desean aprender. A pesar de que fantasean con la posibilidad de tener cámaras profesionales para avanzar hacia otros temas y técnicas, explican con orgullo lo que significa hacer fotografías con tan poco y mostrarlo a los demás. Su identidad como semilleros es ésa: tomar fotografías estenopeicas. Fotografías en blanco y negro que, muchos les han dicho, parecen tristes, pero que ellos son capaces de mirar de otra forma: han aprendido a ver en las figuras sus propios estados emocionales, y a imaginar en el blanco y negro la sensación que cada uno tenía cuando hizo tal o cual fotografía. “Son como mi familia”, explica un adolescente de unos dieciséis años, y entre todos tejen una serie de deseos para el colectivo que han formado y que lleva por nombre Huitzilli, colibrí.
Miguel Espino y Esther Yee, la promotora que lo acompaña, han propiciado también el diálogo entre los adolescentes en torno al tema del género. Al lado de carteles que recuerdan los pasos del revelado de una fotografía también se leen preguntas abiertas sobre los roles de género. Este semillero, en conjunto, ofrece una contranarrativa frente al tema de la violencia que se instaló en Gómez Palacio durante los años de la guerra contra el narcotráfico: niños y adolescentes convergen en un espacio de manera pacífica y colaborativa con el deseo de fotografiar el mundo desde su perspectiva y sus posibilidades materiales.
En Arizona, Nogales y Sonora dos semilleros se reúnen alternadamente para jugar tennis, bailar, tomar fotografías y reflexionar sobre la frontera. Jacksubeli González, la docente a cargo de ambos semilleros, trabaja desde una perspectiva de educación intercultural en conjunto con BYTE (Border Youth Tennis Exchange), organización que permite un intercambio binacional entre los participantes de Sonora y los de Arizona. Los niños de uno y otro lados de la frontera intercambian sus experiencias y conviven a través de diversos ejercicios que la docente propone: cartas, intercambio de fotografías y la elaboración de un mapa que establece los puntos en común entre ambos lugares.
Se trata de dos semilleros que, gracias a la colaboración con BYTE, permite tener varias actividades al mismo tiempo que funcionan como estaciones y propician la asistencia de 50 niños en Sonora y entre 30 y 80 niños en Arizona. Los niños piensan, a partir de la fotografía, temas que giran en torno a su propia identidad, las diferencias de uno y otro lados de la frontera y la cotidianidad que los rodea –los sagüeros, sus mascotas, su familia, los paisajes desérticos y los paisajes alrededor del espacio que acoge al semillero–. Una niña, reflexiona: “Un día aquí me di cuenta que cada imagen representa a cada quien”, y muchos otros niños concluyen que lo mejor de estar en ese espacio es, además de jugar tennis, escuchar las ideas de los demás cuando se trata de hacer ejercicios en colectivo y decidir cuáles son importantes y por qué, en el entendido de que todas son valiosas, según les ha demostrado su profesora.
En Oaxaca, además de vincular a Zaachila y Mitla –las dos comunidades en las que está a cargo del semillero–, Alan López también ha logrado generar un diálogo intergeneracional. Al semillero de fotografía de Mitla asisten desde pequeñas de cuatro años acompañadas de sus madres, hasta una joven de diecisiete que lleva ahí a sus sobrinas pequeñas. Las madres de los niños que asisten al semillero, además de acompañar a sus hijos, se han sumado a aprender con ellos a tomar fotografías. Madres e hijos recorren diversos lugares de Oaxaca para fotografiar aquello que les parece relevante. En las conversaciones en torno a su contexto, madres e hijos también reflexionan alrededor de las tradiciones, la lengua, la historia de Oaxaca y la transformación de sus comunidades. Un adolescente de doce años sueña con hacer un libro donde rescate la historia del rebozo en Mitla y ha ahorrado para comprar una cámara profesional. Las niñas y los niños del semillero hablan de las emociones que les provoca tomar fotografías, de los momentos que guardan y que encierran también la historia de su comunidad, de lo aliviados que se sintieron cuando en el semillero participaron aquellos que ya tenían experiencia en la fotografía y aquellos que nunca habían tomado una cámara. El docente ha logrado que el semillero sea un espacio donde la comunidad, en un sentido amplio, participa de las actividades.
Cada semillero ha encontrado la forma de tener un sentido en su comunidad. En esta diversidad de formas para interactuar con la comunidad a través del arte. Uno de los más grandes retos de la 4T será no cansar a estos maestros con el llenado de formularios extenuantes que recuerdan al sistema escolarizado y no necesariamente dan cuenta de las potencias y alcances de cada semillero. Un programa como Semilleros Creativos necesita alejarse de la intención de homogeneizar a partir de categorías de evaluación como las de “objetivos”, “metas”, “alcances” (cuantitativos), y de extensos reportes, para dar paso al intercambio horizontal de saberes entre los docentes que están a cargo de cada semillero.
La Secretaría de Cultura quizás podría plantear –más que capacitaciones a quienes están a cargo de los semilleros–, conversatorios en torno a temas claves de cada comunidad; encuentros donde cada docente pudiera exponer las dificultades, los retos y las estrategias que ha creado en su semillero para así conversar y aprender unos de otros.
En las publicaciones y redes sociales de los artistas reconocidos se ha realizado una fuerte crítica del trabajo de Cultura Comunitaria. Muchas veces esa crítica nombra los semilleros sin saber qué son. Es probable que para estos creadores no sea relevante asomarse a las redes de Vinculación de Cultura Comunitaria y observar el registro fotográfico que hacen los semilleros a través de redes como Facebook, Instagram o Twitter. Es también frecuente que aquellos que critican las fallas de esta 4T en materia de cultura no lleguen a interesarse en las trayectorias de estos y otros docentes, o en los impactos que han generado en su comunidad. Para las discusiones de estos artistas, el trabajo comunitario es invisible, a menos que sean ellos quienes lo hacen. O a menos que lleve su firma.
El evento que en el mes de noviembre realizó la 4T para mostrar el trabajo hasta ahora realizado tampoco fue suficiente, ni para muchos creadores ni para muchos periodistas: en algunos artículos fue señalado –no sin malicia– como un evento propagandístico más. Lo cierto es que el Magno Evento de Cultura Comunitaria llegó a aquellos a quienes estaba destinado: niños de diferentes estados de la república que forman parte de los semilleros y se encontraron en la Ciudad de México junto a sus padres, así como su comunidad a través de la televisión.
También se trató de un reconocimiento al esfuerzo en común porque es cierto que los docentes y promotores han tenido que sortear la idea instalada en varias comunidades acerca de la inutilidad del arte. Saber que estas niñas y niños iban a ocupar el Auditorio Nacional movió aquella narrativa de lugar: se les reconoció como agentes culturales y de transformación para el país. Para muchos niños y adolescentes significó el primer viaje a la Ciudad de México, y también la oportunidad de imaginarse como profesionales del arte –los semilleros de artes escénicas asistieron a un campamento en el que trabajaron sus participaciones durante una semana–. El evento también asignó un espacio para reconocer el trabajo al interior de los diversos Centros de Reclusión del País.
Los Semilleros Creativos del plan de Cultura Comunitaria son, sin duda, una gran apuesta. Este pequeño recorrido apenas esboza los amplios alcances del programa. Sólo queda esperar que los espacios construidos por estas personas se sostengan en el tiempo. Ojalá las exigencias presupuestales no ahoguen estos espacios, y los artistas reconocidos comiencen a hablar con las personas que los sostienen, y a aprender de estas otras formas de vincular al arte con la sociedad.