Las manos arrugadas de Agnes Varda se acercan a la cámara. Limpian la tierra y entre ellas emerge una enorme papa deforme, con figura de corazón. La penetrante sensibilidad de la documentarista y el idioma francés le han permitido trazar un vínculo entre varias carroñerías humanas: aunque la palabra glaneurs suele traducirse como «espigadores», los glaneurs franceses hacen mucho más que espigar el trigo: acuden a los campos luego de la cosecha, cuando la industria agrícola los ha dejado llenos de cereales o frutos, de vegetales o tubérculos, perfectamente comestibles y aun así descartados por no cumplir con los estándares estéticos de los supermercados; dan vueltas de buitre al cierre de los mercados itinerantes para llenar bolsas y bolsas con las sobras que van quedando en el piso; espulgan los botes de basura —los de supermercados y restaurantes sobre todo— para nutrirse del despilfarro. 

Basura: lo que ha sido abandonado a la podredumbre. Pero el buitre es una forma alada de la resurrección. El buitre purifica ese abandono. Lo digiere. Lo vuelve batir de alas. 

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El problema está en lo que no podemos ya sacar de la muerte. Lo que no se digiere. Lo que no se desgasta. Lo que ha perdido la posibilidad de transformarse, y entonces nos estorba; y entonces va ocupando nuestro espacio. 

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El planeta seguirá aquí mucho, mucho tiempo después de que nosotros nos hayamos ido. Y se curará a sí mismo, se limpiará a sí mismo, porque eso es lo que hace: es un sistema auto correctivo. El aire y el agua se recuperarán, la Tierra se renovará, y si es verdad que el plástico no es degradable, bueno, entonces el planeta simplemente incorporará al plástico en un nuevo paradigma: la Tierra + plástico. La Tierra no comparte nuestros prejuicios hacia el plástico: el plástico salió de la Tierra; la Tierra probablemente ve al plástico tan sólo como uno más de sus hijos. Puede ser la única razón por la que la Tierra nos permitió emerger de ella: quería plástico. No sabía cómo hacerlo, así que nos necesitaba a nosotros. Podría ser la respuesta a nuestra más antigua pregunta filosófica: «¿Por qué estamos aquí?» ¡Por el plástico, idiotas! 

George Carlin

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Con todo allí hay belleza, si la miramos bien. La belleza que tiene lo que hacemos, lo que hemos aprendido a hacer, asombrosamente. 

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Mi padre siempre trabajó en lo mismo.

Él tan voluble,

que entró y salió de tantas compañías,

toda la vida trabajó en el plástico,

tal vez porque nació donde no había montañas,

en un país que no era el suyo,

y lo sedujo una materia así,

desmemoriada de su origen,

que sabe regresar a su contorno

como el cuerpo

y que se saca de lo más profundo: del petróleo,

donde se borran los países.

Porque mi padre aprecia,

en las personas y las cosas,

que sean flexibles.

Ajeno a las verdades que se empinan

y a los esfuerzos y rodeos

con que la savia aprende su camino,

poco proclive a la madera y a los credos,

a todo lo que pierde humor

y gana arrugas,

nació en la orilla de un desierto

donde la falta de relieves disuadía

de concienzudas búsquedas del alma.

Tal vez por eso lo sedujo el plástico,

que viene de lo más profundo,

del último escalón del mundo

que alcanzamos,

de donde sube el sueño de una vida

adolescente y mágica,

irrompible,

sin esos nudos que en la superficie

delatan un penoso crecimiento.

Lo que nos viene

de lo más profundo,

nos viene como un soplo

o como un sueño,

y a los que me inquirían

sobre qué hacía mi padre,

toda la vida contesté:

trabaja en materiales plásticos,

como una fórmula esotérica.

¿Toda la vida yo también

trabajaré en lo mismo,

en la escritura,

en la palabra plástica y no rígida,

que es la palabra que se saca de lo más profundo?

¿De qué petróleo íntimo

nos salen las palabras que escribimos

y a qué profundidad

brota el estilo sin esfuerzo?

¿Qué tan al fondo

están las gotas de lenguaje

que nos curan

y nos redimen de la superficie 

hablada?

Voluble como él, nacido

donde le tocó nacer,

busco lo mismo: una lisura que no existe,

una materia fácil como un soplo,

algo que dicho y repetido no se arrugue

y vuelva exactamente a su contorno.

Fabio Morábito

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Qué triste que lo bello nos consuma, sin consumirse.