
Adriana Garriga-López
Marinilda Rivera Díaz
Handerson Joseph
Glorimarie Peña Alicea
Patricia Noboa Ortega
La movilidad es constitutiva de la historia de la humanidad, pero las políticas imperialistas y neocolonialistas del Norte Global impuestas sobre países del Sur la convierten en prácticas de explotación, hambre, violencia y destrucción socio-ambiental. La pandemia de COVID-19 que sofoca al mundo desde finales de 2019 también ha marcado un hito en las migraciones de las Américas y el Caribe. Las prácticas migratorias de supervivencia han continuado retando el orden político hegemónico. Las luchas de las personas migrantes son la punta de lanza del otro mundo que embiste por volver a nacer –un mundo sin fronteras– y un futuro post-fronterizo (Joseph, Handerson. 2021. “Por um mundo pós-fronteiriço.” MigraMundo, 23/2/2021).
Las respuestas gubernamentales a la pandemia han variado en esta región donde la soberanía de muchas islas (Como Haití, Cuba, Jamaica, República Dominicana y Puerto Rico) forman parte de ensamblajes imperiales y neocoloniales muy distintos. Sin embargo, las primeras infecciones resaltaron concordancias regionales, por ejemplo, el rol de la movilidad y del turismo, ya que en muchos lugares del Caribe los primeros casos identificados fueron entre viajeros provenientes de países del Norte Global. Sin embargo, los cruceros continuaron dando sus grotescos paseos hasta convertirse en cruceros de muerte. Después el Caribe tuvo un descanso de esta industria antiecológica. Esto tuvo drásticas repercusiones económicas para empresas turísticas regionales y locales, pero también efectos positivos en el medio ambiente. Igualmente, la pausa dio oportunidad al disfrute pasivo por residentes locales de áreas normalmente abarrotadas de turistas. No obstante, en algunos países las playas y litorales también fueron declaradas cerradas al público por meses, como fue el caso en Puerto Rico y República Dominicana. Sin duda la clausura de negocios y espacios públicos tuvo resultados nefastos para personas migrantes caribeñas, cuyos ingresos mayormente dependen del trabajo informal y la venta de artículos al público.
En el territorio de Puerto Rico, ocupado bajo bandera estadounidense, el toque de queda impuesto por el entonces gobierno estatal de Wanda Vásquez, relegó a la ciudadanía al encierro domiciliario mientras el aeropuerto permanecía abierto para los turistas. Para el 7 de septiembre del 2021, en Puerto Rico se habían confirmado 144,654 casos de COVID-19 y se contaron otros 29,794 probables contagios. Muchas familias puertorriqueñas quedaron divididas entre las islas y la diáspora, dificultando así el cuidado de familiares vulnerables. A raíz de la contracción económica que causó la pandemia en los Estados Unidos, muchas familias decidieron regresar a Puerto Rico. Desde septiembre del 2020, el diario Primera Hora informaba sobre un incremento de 20% en las mudanzas a Puerto Rico (Pérez Méndez, Osman. “‘Boom’ de boricuas de regreso a la Isla”. Primera Hora, 14/9/2021).
Por otro lado, el pánico por la noticia del contagio causó que muchas personas en trabajos informales como el doméstico de limpieza/cuido, realizado mayormente por mujeres migrantes en Puerto Rico, fueran despedidas o se forzaran a abandonarlos para asumir tareas de cuidado y atender las demandas de la educación virtual de sus hijes. Cabe mencionar que debido a la pobre infraestructura, muches de elles enfrentaron múltiples problemas de conexión o no contaron con la tecnología para acceder a sus clases, aumentando la desigualdad social para este sector. Las personas migrantes vinculadas al trabajo de la construcción, la mayoría hombres, fueron despedidos, quedando desplazados y sin derecho a protecciones laborales ni seguros de desempleo. Los que trabajan por cuenta propia tampoco recibieron las ayudas que sí tuvieron otros sectores del país. Estas familias quedaron bajo el amparo de organizaciones sin fines de lucro.
Además, en medio de la crisis sanitaria y económica que ha enfrentado la región, las personas migrantes continuaron arriesgando sus vidas por aire, mar y tierra con la aspiración de mejorar sus condiciones de vida y la de sus familias. A siete meses de la declaración de emergencia por COVID-19 en Puerto Rico, reportajes periodísticos daban cuenta de un aumento de viajes por barco no regularizados provenientes de República Dominicana. De acuerdo al presidente del Comité Dominicano de Derechos Humanos en Puerto Rico, el Sr. José Rodríguez, ello se debió a la falta de empleo, aumento en el costo de alimento y culminación de políticas de ayudas sociales en la República Dominicana.
Este comité, al igual que otras organizaciones de base comunitaria, desde los inicios de la pandemia ha denunciado la vulnerabilidad de esta población y ha asistido en la atención de las necesidades más apremiantes y urgentes como alimentación, educación y asesoría legal, servicios de salud y entrega de productos sanitarios. Estas acciones han sido clave para la sobrevivencia, debido a que por su estatus migratorio, la mayoría de esta población queda al margen de leyes federales de asistencia social aprobadas bajo la pandemia por el Gobierno de Estados Unidos.
Por otra parte, en Haití el miedo, tras el anuncio de los primeros casos, se transformó en sentimientos de resistencia y cuidado colectivo. Las restricciones a la movilidad en el territorio nacional y en los circuitos transnacionales haitianos, incluyendo el regreso al país y disminución de las remesas, tuvieron efectos inmediatos, agudizando la crisis y el sufrimiento, a pesar de que las cifras epidemiológicas de COVID-19 se mantienen relativamente bajas. Para septiembre de 2021, habían 586 muertos y poco más de 20 mil contagiados. Esto contradice todas las predicciones que anunciaron una enorme tragedia sanitaria (Joseph, H. y Neiburg, F. (2020). “A (i)mobilidade e a pandemia nas paisagens haitianas”. Horizontes Antropológicos 26(58).)
Cabe señalar que buena parte de les afectades optan por quedarse en sus casas y ser tratados con medicina tradicional, utilizando conocimientos ya probados en otras epidemias (como el cólera, que mató a más de 10 mil personas en el país poco después del terremoto de enero de 2010). Un comité científico creado por la Universidad Estatal de Haití identificó más de 70 recetas basadas en plantas medicinales utilizadas por la población en el tratamiento de COVID-19, reafirmando el rol de la sociedad civil en la gestión de respuesta a la pandemia, independientemente de la acción de las autoridades (Joseph, H. and Neiburg, F. (2020), “I’m going to die in the street”: Haitian lives in the pandemic. City & Society).
El regreso de las personas migrantes a Haití y la cultura tradicional como conocimiento popular son formas de resistencia y gestión ante la pandemia por el nuevo coronavirus. En la diáspora, miles de personas afectadas por la crisis deseaban regresar voluntariamente y, en otros casos, en especial Estados Unidos y República Dominicana, los deportaron por no estar regularizados. Entre las personas deportadas de Haití y República Dominicana, algunas iban contagiadas por COVID-19, lo que agravó la vulnerabilidad social y el sistema de salud de esos países que ya se encontraban en situación precaria antes de la pandemia. También se han registrado casos de cubanos varados en diferentes países y que eventualmente fueron “repatriados” o retornados a Cuba.
En el caso de la frontera haitiano-dominicana, debido a los riesgos de transmisión transfronteriza, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en asociación con el gobierno haitiano aplicaba exámenes médicos en la frontera a personas haitianas que regresaban de República Dominicana. Aquellas que tenían fiebre eran remitidas a centros de atención hospitalaria. En el caso de las mujeres, especialmente embarazadas, recibían un tratamiento especial con el apoyo del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) y el Centro de Desarrollo y Salud (CDS).
Además las redes comerciales entre Haití y República Dominicana fueron fuertemente impactadas, principalmente los mercados informales en la frontera, donde la población vive del comercio entre ambos países. Al día de hoy, República Dominicana tiene 350 789 casos confirmados y 4 009 muertes por COVID-19, con relación a sus 10.74 millones de habitantes. Por supuesto, estos datos no incluyen a quienes no acuden a hacerse la prueba o buscan atención médica, entre ellas, poblaciones socialmente vulnerables como la haitiana.
Durante los primeros meses de la pandemia, República Dominicana celebró sus elecciones generales, resultando electo como presidente Luis Rodolfo Abinader Corona del PRM (Partido Revolucionario Moderno). Al inicio de su mandato, todos los esfuerzos giraron en torno a contrarrestar la epidemia, extendiendo toques de queda implementados desde marzo de 2020. Aunque al inicio de la pandemia hubo un control de las fronteras y los hoteles, en la actualidad no se implementa de manera eficiente la evidencia de una prueba negativa de COVID-19 para entrar al país, según relatan algunos viajeros. Esta carencia de un sistema para controlar la infección ha llevado a la circulación continua de pasajeros (mayormente dominicanos ausentes) y a la llegada de éstos a los hoteles del país. A diferencia del gobierno, la industria hotelera ha sido más eficiente con la administración de pruebas para poder salvaguardar el turismo, principal fuente económica del país.
De acuerdo al periódico Listín Diario, para noviembre de 2020, República Dominicana había experimentado trece toques de queda (Eves, Shaddai. 2021. “Trece toques de queda se han impuesto en el país desde marzo”. Listín Diario, 6/9/2021). Conforme los contagios iban en aumento, las restricciones se volvieron más severas, siendo reforzadas por la policía y la milicia, arrestando y multando a quienes violaran el toque de queda, aun estando frente a su casa. Estas prácticas de control ocurrían principalmente en Santo Domingo. Hubo resistencia de las personas (como fiestas durante las celebraciones navideñas), desembocando en violaciones, como arrestos masivos sin el debido distanciamiento físico, llevando al aumento de casos.
Al reto de tener los hospitales a máxima capacidad en República Dominicana se sumó la resistencia a utilizar mascarillas y posteriormente a la vacuna. Por medio de redes sociales, como Facebook y Whatsapp, circulaban muchas teorías conspiratorias en cuanto a la enfermedad y la vacuna. Actualmente continúa una campaña masiva de parte del gobierno y la comunidad artística para promover la vacunación y el uso de las mascarillas. Mientras el Estado promueve estos esfuerzos, la gente que no cuenta con los medios necesarios para buscar tratamiento o a las que se les imposibilita hacer una cuarentena o seguir el distanciamiento físico recurren a la medicina natural y a tratamientos alternos.
Los sectores más fragilizados de República Dominicana continúan moviéndose hacia Puerto Rico de forma irregular, a través de yolas. Esta práctica no sólo tiene que ver con la búsqueda de una mejor calidad de vida sino como método de reunificación familiar. En cuanto a las personas que cuentan con residencia o ciudadanía estadounidense, muches viajaron a Puerto Rico o Estados Unidos para ser vacunades con anterioridad, siendo este un privilegio sobre el resto de la población, pero a la vez una estrategia de sobrevivencia.
En el Caribe, como en el resto del mundo, la injusticia y la inequidad han condenado a las personas más vulnerables a mayor exposición al coronavirus. Igualmente los países del Norte Global han acaparado las vacunas y excluido a personas migrantes innecesariamente, lo cual ha causado condiciones de (in)movilidad aún más peligrosas. Ante este panorama, las luchas de las personas migrantes han insistido en su apuesta sobre el futuro, para que sus familias y descendientes puedan lograr la visión de una munda post-fronteriza que nos liberará a todes.
Autores
Adriana Garriga-López, Ph.D, Profesora Asociada de Antropología en Kalamazoo College, Michigan;
Marinilda Rivera Díaz, Ph.D, Profesora Auxiliar de Salud Pública, Universidad de Puerto Rico, Recinto de Ciencias Médicas;
Handerson Joseph, Ph.D, Profesor Asociado de Antropología en la Universidad Federal del Río Grande del Sur (UFRGS), Brasil
Glorimarie Peña Alicea, MA, Historiadora y Estudiante doctoral en Español, Universidad de Connecticut, Storrs
Patricia Noboa Ortega, Ph.D, Profesora Asociada de Ciencias Sociales, Universidad de Puerto Rico, Cayey.