La muerte de Isabel II ha causado un revuelo que combina lamentables expresiones de dolor y tristeza con imparables burlas y memes que circulan viralmente por las redes sociales y los medios de comunicación. Tras su muerte, la anciana monarca que durante gran parte de su vida presidió sobre un imperio genocida se ha revelado como un ícono global de gran importancia. Su enorme popularidad entre las clases medias aspiracionales de países como México resulta innegable. Ayer, en un muy retwitteado fragmento de su programa, Marta Debayle expresó con voz quebrada su tristeza por la muerte de “una de las reinas más importantes de todos los tiempos”. Sin dar más detalles que respaldaran esta categórica afirmación, la conductora cerró su comentario, tras un largo silencio que reverberaba de tristeza, con la fórmula imperialista más socorrida del siglo XX: “God save the Queen”.

Tras el anuncio de su muerte, se han publicado innumerables artículos y notas en su memoria y recordando los insignificantes vínculos de la extinta cabeza del imperio británico con México. Nos enteramos, por ejemplo, de que Isabel probó el agua de Jamaica al lado de Luis Echeverría en 1975, y que bailó al son de “La Cucaracha” en una fiesta celebrada en su honor por el presidente. Como es costumbre, estas notas remarcan el lado amable de la reina, haciendo énfasis en su dimensión humana y presentándola como una persona sencilla, sonriente y receptiva. En todos ellos se enfatiza el supuesto cariño que la monarca sintió por nuestro país y su gente, trivialidad que sin embargo parece ser necesario resaltar en estos momentos de pérdida. 

A pesar de estos recuentos sentimentalistas, queda claro que la reina no tuvo mucho impacto en la historia reciente de México y, en contraparte, México no parece haberle importado en lo más mínimo a la difunta monarca. Visto esto, ¿de dónde viene esta sensación de cercanía con la reina? ¿Por qué hay personas en este país cultural, política y geográficamente alejado de Gran Bretaña que sienten que su muerte les afecta? Su popularidad, en un país como el nuestro, habla de manera elocuente de la banalidad de una cultura simbólica que ha jugado un papel importante en la vida política e intelectual de distintas partes del mundo en décadas recientes. 

Está claro que, como ícono cultural, la reina da forma humana a un ideal romántico de esplendor y prestigio que nace de la obsesión occidental con las historias de caballería, figuras principescas y rancios relatos de honor y pasión. Pero más allá de estas trivialidades, la reina también encarnó una cierta idea del poder—individualizado, incuestionable, plagado de extraño y sagrado prestigio, absoluto—que fascina a ciertos sectores clasemedieros de relevancia mediática, cultural y política en nuestro país, y sin duda también presentes en otros lados del mundo. Vale la pena pensar un poco más sobre esto.

Isabel II accedió al trono del Reino Unido en 1952, en medio de dos procesos globales trascendentales. Por un lado, sus primeros años como monarca coincidieron con la acelerada descolonización de enormes porciones del planeta que durante siglos habían sido posesiones imperiales británicas, que dio paso a la creación de decenas de nuevas naciones independientes en Asia, África, el Pacífico y el Caribe. Por el otro, su vida coincidió con el periodo de globalización de un cierto imaginario clasemediero que definió los parámetros morales y anhelos de importantes sectores de la sociedad mexicana durante las últimas décadas.

Bajo el reinado de su tatarabuela, la reina Victoria, Gran Bretaña consolidó el imperio más grande de la historia de la humanidad. Tras la muerte de su padre, el rey Jorge, Isabel heredó un sistema imperial terriblemente efectivo responsable por millones de muertes causadas por hambrunas, violencia militar, esclavitud y represión política, instrumentadas a lo largo de dos siglos en todos los rincones del mundo. En el año de su acceso al trono, el gobierno de Isabel encabezó la represión en contra de la rebelión Mau Mau en Kenia, que resultó en varias decenas de miles muertes y el confinamiento de un millón y medio de personas en lo que la historiadora Caroline Elkins ha llamado “los gulags británicos”. Poco después, en 1956, la sonriente monarca presidió la brutal invasión de Egipto tras la nacionalización del canal de Suez. Durante los primeros años de su reinado, su gobierno trató de impedir la independencia de países como Nigeria, Jamaica, Ghana, Kenia, Sudán, Malasia, Sierra Leona, Gambia, Suazilandia y Uganda, por mencionar solo algunos. En 1982, el Reino Unido luchó una guerra en contra de Argentina por las Islas Malvinas, y en 1984 finalmente se deshizo de Hong Kong, uno de los principales enclaves imperiales británicos en China, que durante el siglo XIX sirvió de base para la exportación de opio a todos los rincones de Asia para enorme beneficio de la Gran Bretaña. 

A pesar de este aplastante legado de violencia, despojo y crimen, en México—como en gran parte de Latinoamérica—la imagen de la difunta reina rara vez se vinculó durante su vida con la historia del imperialismo británico. A partir de la década de 1950, el gran público en México comenzó a conocer de su trayectoria y actividades a través de películas, noticieros, libros y reportajes que colocaban a la reina en el centro de una narrativa de cuento de hadas empacada para el consumo masivo. Rodeada de lujo, pero siempre con un semblante digno y compasivo, sucesivas generaciones de mexicanos la vimos viajar por el mundo, recibir la navidad en su palacio, atender dramas familiares y tomarse merecidos descansos en sus distintas residencias. Para muchos de nosotros, desde mis abuelos hasta mi hija, la reina formó parte de una educación sentimental de alcances globales que ha alimentado el anhelo de pertenecer a un orden simbólico de tintes claramente conservadores, centrado en el Atlántico Norte, y definido por una visión despolitizada del poder.

«La reina observa hacia afuera». Foto: Michael Garnett, tomada de flickr.

El auge de este cuento de hadas fue central al proceso de globalización de cierto imaginario clasemediero que ha dominado la cultura de masas de nuestro país desde la década de 1950. De representar uno de los sectores más insignificantes de la reacción anticardenista de la década de 1930, a partir de los años 1950, las clases medias en México pasaron a ser el centro de una nueva orientación urbana de aspiraciones cosmopolitas y anhelante de una mayor conexión con sus iguales en los centros del mundo occidental, en especial anglófono. Deseosas de ser, parafraseando a Octavio Paz, “contemporáneas de todos los hombres”, las clases medias a partir del milagro mexicano buscaron construir una esfera de consumo intelectual y cultural que se distinguía al mismo tiempo de la “baja cultura” de los sectores populares y la “alta cultura” de las élites.

Esta nueva esfera tomó forma a través de la proliferación de publicaciones relativamente baratas, de amplia distribución y publicadas en un lenguaje accesible, así como de nuevas plataformas culturales promovidas por el auge de la televisión y el cine de masas. En el frente editorial, el epítome de esta nueva esfera de “cultura media” fue la revista Selecciones de Reader´s Digest, originalmente publicada en México en 1940. Durante décadas, la revista ofreció versiones fácilmente digeribles de distintos temas culturales, históricos, políticos y sociales a un amplio público interesado en participar de un debate intelectual más amplio pero averso a las complicaciones y ambigüedades del debate académico o ideológico. En sus páginas se mezclaban recetas para amas de casa, fragmentos de relatos decimonónicos, crónicas de viajes a lugares exóticos y noticias sobre la vida de personajes famosos, entre los que los integrantes de las monarquías europeas jugaban un papel central. 

En palabras de la historiadora Christina Klein, publicaciones como esta sirvieron para dotar a los nuevos sectores medios, asociados con las famosas “profesiones liberales” e inseguros por su incierto lugar en el entramado socioeconómico de la posguerra, de una ruta de acceso sencilla a un capital cultural que les permitía sentirse seguros con su nueva identidad de clase. En países como México, la educación provista por estos medios aliviaba la sensación de provincialismo que aquejaba a estas nuevas clases medias, cuyas aspiraciones cosmopolitas chocaban con la enorme distancia, cultural y geográfica, que las separaba de los centros culturales hegemónicos del Atlántico Norte. En el frente moral, los relatos de esta “cultura media” les hacía sentirse partícipes de un fuerte optimismo que prometía la mejora continua de las condiciones de vida de todo el mundo siempre y cuando se siguieran una serie de valores—familiares, estéticos, políticos—considerados universales, profundamente conservadores y veladamente vinculados a agendas políticas como el anticomunismo y el liberalismo de la guerra fría. Recurrente presencia, desde hace más de medio siglo, en las páginas de publicaciones como el Reader´s Digest, la reina Isabel sirvió para globalizar una imagen del poder amena y despolitizada, que se adaptaba perfectamente a los anhelos conservadores de orden y estabilidad defendidos por estos sectores conservadores emergentes. 

En paralelo a la educación brindada por este tipo de revistas, las clases medias mexicanas complementaron su visión de la monarquía y la reina a través de otro tipo de fuentes periodísticas: los tabloides y la llamada prensa del corazón. En el mundo hispanohablante, la historia de este sector está indisolublemente ligada a la trayectoria de la revista ¡Hola!, publicada desde 1944 y que actualmente vende millones de copias en todo el mundo. Concebida como un escaparate a la vida de los ricos y famosos, a lo largo de décadas ¡Hola! ha servido para promover una imagen accesible de figuras como Isabel II, cuya vida es presentada y discutida junto a la de figuras como Julio Iglesias y Mario Vargas Llosa. La banalidad de esta cobertura galvaniza aún más la imagen de la reina como un símbolo de la estabilidad benevolente del poder, alejándonos cada vez más de la posibilidad de una crítica estructurada a su complicidad con las trayectorias más violentas de despojo y autoritarismo del siglo XX.

De la mano de otros productos de consumo masivo como las telenovelas, las narrativas “autorizadas” de revistas como el Reader´s Digest y el impacto del conocimiento “directo” de la vida social de personajes como Isabel II mostrado a través de publicaciones como ¡Hola! han servido para fortalecer el imaginario conservador de esta “cultura media” entre las élites políticas y económicas de México. La imagen de la reina, definida por el privilegio incuestionable y el poder incontestable, ha calado hondo. También lo ha hecho su impermeabilidad al escrutinio público de su riqueza y patrimonioque supera los quinientos millones de dólares—, y su capacidad de salir siempre bien librada de escándalos de corrupción de sus familiares cercanos. No es difícil imaginar el atractivo que su figura, prestigio y poder han tenido para personajes macabros y fársicos de la vida política mexicana de décadas recientes como Enrique Peña Nieto y su exesposa Angélica Rivera, Elba Esther Gordillo, Karime Macías y Javier Duarte, Vicente Fox y Martha Sahagún. 

La reina no es sólo un personaje de cuento de hadas. Es también el símbolo más acabado y pulido de una forma de autoridad política basada en el despojo, el crimen, la violencia y la opacidad. No resulta extraño que sea un modelo para las élites cleptocráticas de un país como México. Lamentablemente, tampoco sorprende su atractivo para las clases medias: sus expresiones de tristeza tras la muerte de la reina dan fe del arraigado reflejo colonial de estos sectores, el cual se traduce cotidianamente en una disposición clasista y racista y un amor por las jerarquías. La celebración de la reina encabezada por estos estratos, asociados en décadas anteriores con las “profesiones liberales” y hoy en día con los sectores tecnocráticos y especializados, redunda en una defensa abierta y gozosa del despliegue de poder absoluto, incuestionable y glamoroso. El aprecio y la identificación con esta figura monstruosa y criminal común entre nuestras élites revela no sólo una irreflexiva aceptación del conservadurismo más rancio, sino también una entusiasta defensa de una forma de poder ilegítima, antidemocrática y anacrónica.

Más allá de la burla y el meme, hay que superar la nociva visión despolitizada que tenemos de figuras como la reina muerta para comenzar a estructurar una apreciación más crítica a las formas simbólicas y materiales de poder representadas por la injustificable institución de la monarquía. Pensando en México, resulta urgente seguir señalando el papel que su imagen jugó en la cristalización de la visión anhelante y rapaz de ciertos sectores privilegiados del país para quienes la reina representa un ideal político y cultural. Revalorar el papel criminal de la monarquía británica en la historia global de los últimos siglos no sólo es necesario para tener una visión más equilibrada y justa del pasado, sino también para comenzar a imaginar estructuras y modelos de autoridad menos indignos que los que dominaron en el escenario internacional a lo largo del pasado siglo XX. 


Agradezco a Miguel Zapata y Diego Bautista sus sugerencias durante la preparación de este texto.