Todo proceso electoral es un momento de condensación de la política. Tal vez por ello estas “intermedias” nos resultaron tan agotadoras. A días de que ocurran “las elecciones más grandes en la historia de México” (tendencia general por la expansión del electorado mexicano), las mañaneras, los mercados financieros, intelectuales partidarios de uno y otro bando, y el propio presidente, lo saben; la disputa es: todos contra Morena o vota todo Morena. Sin lugar a dudas, las elecciones intermedias formuladas así son un referéndum adelantado sobre la continuidad del proyecto que AMLO encabeza. ¿Qué implica esta simplificación del escenario electoral?; ¿cuáles posibilidades abre y cuáles obtura? Y, sobre todo, ¿por qué las elecciones tienen la cualidad de tenernos tan hartos pero atentos de lo que en ellas acontezca?

La primera constatación —sí— es que pudo ser distinto. Este proceso electoral transcurrió como transcurrió, pero pudo recorrer otros senderos a la luz del “ya basta” electoral de 2018. No fantaseo con la recuperación de las ideas del municipio libre forjadas en la Revolución y adoptadas por más de una de sus facciones para asegurar la autodeterminación de las comunidades. No. Lo que sí veo es una ocasión desperdiciada para discutir políticas públicas en los lugares donde los candidatos se ofertan para gobernar; algún plan mínimo y de rescate para aquellos espacios primarios de la gestión que han sido el eslabón más golpeado y corrompido por grupos criminales y proyectos extractivos. Tras este proceso electoral, el municipalismo aparece como una opción muy lejana para la renovación de la política en México.

Pero las elecciones no se tratan de lo que pudo ser sino de lo que hay. Con los lentes puestos de la realpolitik para el clima de cada 3 y 6 años, se aluza la condición más desalentadora de este proceso. Estas elecciones nos mostraron que los tejes y manejes del poder en México no han cambiado —aún no lo suficiente, si se quiere matizar con optimismo— y continúan como su condición distintiva. El reciclaje de los candidatos, a favor o en contra de la 4T, fue el correlato de grupos de poder y fuego asentados territorialmente, quienes también saltan de un flanco a otro sin mayor rubor (allí está el gatopardismo narco en San Luis Potosí y el proceso abierto contra el gobernador de Tamaulipas, por si a alguien le queda duda). Sólo los chapulines que saltan alto han podido eludir los acicates de la contienda electoral. En 2018 hubo 152 candidatos asesinados, en estas elecciones, 35; en ambas contiendas, uno de los asesinados fue un candidato a diputado federal, el resto aspiraban a cargos locales.

Es difícil pensar que los amarres económicos y políticos tan bien vitales en el sistema electoral mexicano puedan cambiar en poco más de mil días (y casi la mitad durante una pandemia mundial). Sin duda estos amarres no están repartidos de manera equitativa,[1] pero es que parece que ni siquiera intentaron atajarlos de a poco. Morena, que estaba llamado a ser el cuarto de máquinas de la transformación del país, pasó de ser una máquina electoral a un botín electoral de una elección a otra. Que su dirección, como parte de un grupo político dentro y fuera del partido, haya elegido la estrategia electoral de “ganar como sea” —como antesala para colocar a Marcelo Ebrard como candidato presidencial— tendría que ocupar nuestras reflexiones sobre los posibles derroteros de la 4T.

La realpolitik deglutió la discusión. Las “causas” generales por las que la oposición a Morena optó parecían pensadas por contraste a los temas que la 4T no puede articular: los derechos de las mujeres, el ecologismo, los mecanismos de desarrollo e inversión productiva, etc. De tal manera que la política opositora en estas elecciones apareció como un pastiche entre sus ideales de matriz conservadora en lo social, neoliberales en lo económico y algunas banderas “democráticas” ausentes en el oficialismo. Ese es el Frankenstein naranja conocido como Movimiento Ciudadano, partido que seguramente tendrá entre sus filas al gobernador del estado más rico del país y el primer rival político del presidente, que podría encarnar un trumpismo a la mexicana. Ello en el marco de un creciente discurso regionalista en los estados del norte del país, los cuales bascularon decididamente para apoyar a AMLO en las presidenciales.

La estrategia de Morena de ganar como sea también llama a la desesperanza. El objetivo electoral difuminó la línea que trazaron para diferenciarse de los viejos partidos; “no mentir, no robar, no traicionar”, ¿cuál se mantiene después de estas elecciones? Otra vez de vuelta a las sumas y restas valdría preguntarnos si la propia estructuración partidaria de Morena no hacia predecible esta situación. ¿El mecanismo de encuestas es propio de un partido que busca regenerar la vida nacional? O, para hablar en plata, ¿es este posible en un sistema político como el mexicano? La experiencia inmediata nos demuestra que no. La unidad a toda costa es una fórmula que solía evocarse desde la izquierda partidaria para callar cosas inadmisibles y creo que en esta ocasión no es diferente.

En los hechos, la actual campaña electoral ha difuminado programas y confundido a los electores aún en unas elecciones que tenían como consigna escoger entre dos proyectos antagónicos. En mi distrito electoral, por ejemplo, está la opción de votar por las redes clientelares —prexistentes a Morena— de Dolores Padierna o por la candidata monrealista que va por la alianza PRI-PAN-PRD después de que su grupo fue hecho a un lado del ayuntamiento. Si ninguno te convence puedes optar por el “Super barrio” pintado del naranja de MC. ¿Ustedes qué harían?

En cuanto a diputados locales y federales votaré a Morena. No por un convencimiento del proceso, el partido, los candidatos y sus propuestas, sino por eludir el marasmo político que significaría su pérdida de mayorías calificadas en las cámaras. Esas situaciones —en las cuales los pequeños aliados tienen “representantes llave” para los acuerdos y los venden al mejor postor— son muy peligrosas, como nos recuerda el caso brasileño.

Además del cálculo político frío hay otro motivo. Ante el desolador panorama electoral, y justamente en su imposibilidad transformadora, puede existir la potencia para una nueva gramática política de izquierda. Las promesas de estas elecciones parten de una realidad: la 4T ha reorganizado el tablero de la política nacional. Ello implica que en sus aristas positivas —como el de la redistribución de la riqueza (aumento del salario mínimo, nueva regulación laboral, cobro de impuestos a empresas) o el acceso universal a la salud— están en la discusión política los temas trascedentes para la gente. Lo cual deja abierta la posibilidad para que estos sean articulados de otra manera.

Dictadura o democracia, viejo o nuevo régimen no son fórmulas equidistantes, sin duda, pero ambas me parecen insatisfactorias para pensar el futuro político de México. Estas consignas implican la segmentación de los derechos democráticos y las garantías económicas… Llámenme nostálgico, pero desde la izquierda estas esferas alguna vez se articularon de manera convincente. Ante la dificultad de una revuelta general como la que aconteció en Chile o que ahora ocurre en Colombia (aunque en esas cosas uno nunca sabe), no veo otra opción más que repensar en esa gramática y sus articulaciones a pesar de las elecciones de este domingo.


[1] Nuestra compañera Adela Cedillo circuló las siguientes cifras sobre el reparto de puestos previos a la elección del 6 de junio:

Estados gobernados por el “PRIAND” (PRI-PAN-PRD): 22; estados gobernados por Morena: 6 [además de 1 por MC; 1 del PES; 1 independiente; y gobernador sustituto en Campeche].

Municipios gobernados por el PRIAN: 1163; municipios gobernados por Morena: 382.

Habitantes de municipios gobernados por el PRIAN (aprox): 70 millones; habitantes de municipios gobernados por Morena (aprox): 36 millones

Diputados locales PRIAND:   438

Diputados locales Morena: 408