Perspectivas
Emile Chabal
Traducción de Nattie Golubov
Las diversas historias del marxismo frecuentemente imaginan la difusión de un cuerpo de pensamiento esencialmente europeo alrededor del mundo. No obstante, como demuestra el trabajo de Eric Hobsbawm, los avances revolucionarios de la “periferia” pueden reconfigurar completamente el pensamiento marxista occidental.

No es mero accidente que la historia del pensamiento marxista esté dominada por un pequeño grupo de pensadores europeos. Ocasionalmente, se les concede espacio a Frantz Fanon y a C.L.R. James, cuyos orígenes yacen fuera de Europa. En muy escasas ocasiones hay una discusión seria de los teóricos marxistas que han operado completamente fuera de Europa, como el peruano José Carlos Mariátegui o la escuela de los “estudios subalternos” de la India. Pero la realidad es que predominan los pensadores europeos. Incluso hoy en día, la historia del marxismo normalmente se relata en términos de la difusión de ideas desde un centro occidental a una periferia no-occidental.
Estos desequilibrios son casi inevitables dada la desproporción del prestigio y la influencia que ha tenido el pensamiento europeo durante el siglo XX. No obstante, también conllevan a cuestiones específicas para la historia del marxismo. Después de todo, el pensamiento y la práctica marxistas han obtenido buena parte de su vitalidad de acontecimientos sucedidos fuera de Europa. Podría argumentarse que los gobiernos inspirados en el marxismo en países como Cuba, Vietnam y China representan la contribución marxista emblemática a la política del siglo XX, al menos tan importantes como los varios intentos, posteriores a 1917, por lograr que funcionara el comunismo en Europa.
Esto presenta el problema de cómo puede reescribirse la historia del marxismo tomando en consideración su alcance global. Una posibilidad es la de simplemente crear más espacio para incorporar ideas y personalidades no europeas. Otra es poner de cabeza a la geografía del marxismo occidental. Esto significaría reconocer que, aunque el pensamiento marxista canónico ha viajado a los rincones más recónditos del globo, también hubo un viaje de retorno conforme las ideas articuladas en la periferia reconfiguraron a las del centro.
Entre los intelectuales marxistas del siglo veinte que se beneficiaron de este intercambio de ideas bidireccional, uno de los más interesantes es el historiador Eric Hobsbawm. A diferencia de muchos intelectuales europeos, activamente buscó —y encontró— a un público global. El enorme éxito de sus libros y artículos encendió debates en lugares tan diversos como Delhi, la Ciudad de México y Palo Alto, y dio pie a una larga relación con partidos como el Partito Comunista Italiano (PCI). Más adelante, el historiador fue incluso elevado al estatus de ícono cultural en un países como Brasil.
Pero este deslumbrante éxito global es sólo una parte de la historia. Las interacciones de Hobsbawm con el resto del mundo no se concretaron únicamente en forma de contratos para la publicación, conferencias magistrales y artículos seminales discutidos por estudiantes entusiastas. Por el contrario, sus experiencias vividas en la “periferia” afectaron profundamente sus marcos teóricos e históricos. Desde mediados de la década de 1950 instigaron sus opiniones más originales y penetrantes acerca de tres debates en el corazón del pensamiento marxista: la definición del actor revolucionario, la noción misma de revolución, y la estrategia preferida para los partidos democráticos de izquierda.
En busca de un actor revolucionario en la periferia europea
Hobsbawm siempre mostró interés en el mundo exterior a Europa, al menos desde su llegada a la Gran Bretaña en 1934. En su calidad de joven comunista, el imperialismo estaba al frente de su pensamiento. Durante su participación en los congresos estudiantiles globales en París en 1937 y 1939, se codeó con jóvenes revolucionarios provenientes de todo el mundo colonial, y recibió financiamiento de King’s College, Cambridge, para hacer trabajo de campo sobre el problema agrario en los territorios franceses al Norte de África en el verano de 1938. Allí pasó varios meses, conversando con oficiales coloniales y jóvenes comunistas, observando también el funcionamiento interno del colonialismo francés.
De no ser por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Hobsbawm bien habría podido escribir su tesis de doctorado sobre la África francófona. Pero la guerra y su primer matrimonio restringieron sus horizontes, y gradualmente quedó absorto en el mundo intelectual y político del comunismo británico. Desde el final de la guerra hasta 1956, éste se convirtió en su referente dominante. Aunque mantuvo interés por el imperialismo y la descolonización, su hogar intelectual primario en este periodo –el Grupo de Historiadores del Partido Comunista (Communist Party Historians Group)- en gran medida ignoró el tema y pocos historiadores marxistas británicos de su generación se acercaron a las propuestas intelectuales de otras partes de Europa, y mucho menos más allá de ésta.
Las múltiples crisis de 1956 rasgaron el tejido cerrado del mundo del comunismo británico. Tras negarse a abandonar el Partido Comunista de la Gran Bretaña (CPGB por sus siglas en inglés), Hobsbawm quedó atrapado en su interior, apresado entre sus antiguos camaradas que no lograban entender su decisión de permanecer y la jerarquía del partido que desconfiaba de él. En parte, como forma de escapar del ambiente político sofocante de la época, renovó su anterior interés en los procesos históricos, sociales y políticos que transcurrían muy alejados de los centros de la vida intelectual europea. No volvió a la África francesa, para entonces inmersa en una violenta guerra anti-colonial; en cambio volvió su atención al sur de Italia y España. Estas regiones, con frecuencia desatendidas por los pensadores marxistas, brindaron la materia prima para el primer libro original de Hobsbawm, el conjunto de ensayos que se llegaría a conocer como Rebeldes primitivos (1959).
Rebeldes primitivos combinó dos vetas distintivas en el pensamiento temprano de Hobsbawm. Primero, un interés en la experiencia vivida de las personas comunes y corrientes, que ya era evidente en sus artículos sobre la clase obrera inglesa; segundo, una preocupación por identificar a los actores revolucionarios más prometedores de la moderna historia temprana europea. Aunque el empuje argumentativo de los ensayos representaba la perspectiva leninista ortodoxa de que los “rebeldes primitivos” que impulsaron las revueltas rurales eran pre-políticos, incapaces de organizarse sostenidamente, y con necesidad de las directivas de un partido vanguardista, el enfoque del análisis de Hobsbawm era todo menos ortodoxo.
Hasta la década de 1950, tanto marxistas como no marxistas consideraban que las rebeliones rurales del siglo diecinueve y principios del veinte eran poco más que una furia rudimentaria y mal dirigida. Hobsbawm, en cambio, hizo un esfuerzo sostenido por explicar los reclamos económicos y sociales de los rebeldes rurales y escribió con sensibilidad acerca de sus hazañas. Reconoció que las rebeliones primitivas no eran políticas en un sentido marxista, pero creía firmemente en el valor de estudiarlas como formas de protesta que podían ofrecer materia prima para una política revolucionaria posterior.
Es imposible entender este inesperado interés por la vida interior de los rebeldes rurales olvidados sin apreciar el creciente interés de Hobsbawm por España e Italia durante este periodo. A principios de la década de 1950 visitó España por primera vez y empezó a viajar regularmente a Italia, donde conoció a una generación entusiasta de intelectuales del PCI y trabajadores del partido. Usó estas conexiones para viajar a distintas partes del sur de Italia y España, donde en ese momento residían las poblaciones más pobres de Europa. Mientras estuvo allí se esforzó por conversar con los lugareños acerca de sus recuerdos y condiciones de vida, haciendo uso de su español e italiano bastante rudimentarios. Tomó notas de estas conversaciones y, a su regreso a la Gran Bretaña, buscó trabajos académicos que respaldaran las ideas dispersas que obtuvo al viajar.
No había nada sistemático en su trabajo. Si se mide con los estándares de hoy, su trabajo de campo no fue ni riguroso ni extensivo. En el mejor de los casos puede compararse con lo que se esperaría de un corresponsal en el extranjero cuando investiga un reportaje, y de hecho con frecuencia escribió acerca de sus andanzas en publicaciones como el New Statesman. No obstante, sus viajes empezaron a afectar sus inclinaciones teóricas: todavía creía en la primacía de la base económica y sostenía que la rebelión primitiva era primitiva, pero sus encuentros reforzaron su convicción de que las tradiciones, prácticas, historias y experiencia locales eran de vital importancia, y la forma en la que escribió acerca de sus temas trazó caminos alternativos para la revolución, abriéndole la puerta a nuevos actores revolucionarios.
Es así que las experiencias de Hobsbawm en la periferia jugaron un papel central en su reinterpretación de la teoría marxista en Rebeldes primitivos, al igual que en la secuela, Bandidos, publicada en 1969. Después de la amarga decepción de 1956, las historias olvidadas de la Europa periférica ofrecían la posibilidad de una renovación sin agraviar a la jerarquía del partido comunista de la Gran Bretaña, que no tenía interés alguno en las canciones folclóricas de los campesinos sardos o en los agricultores andaluces. Sus encuentros casuales en plazas pueblerinas no fueron simplemente producto de la curiosidad de Hobsbawm. Los aprovechó para reflexionar acerca de la práctica revolucionaria, sin perderse en las intensas discusiones entre historiadores marxistas de ese momento como los debates en torno a la transición del feudalismo al capitalismo en Inglaterra o las dinámicas de clase de la Revolución Francesa.
(Parte II)
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en Jacobin Magazine. Traducido y publicado con permiso de Emile Chabal.