El domingo, 24 de febrero de 2013, habitantes del poblado de La Ruana (cuyo nombre oficial es Felipe Carrillo Puerto), perteneciente al municipio de Buenavista, se armaron, despojaron a la policía municipal de dos patrullas y siete armas de fuego, y procedieron a formar su propio cuerpo de seguridad. La rebelión ocurrió a las 12 del día. Los inconformes, quienes se habían cubierto el rostro y estaban armados con pistolas y rifles de alto poder, aducían “que estaban cansados de extorsiones y amenazas de grupos criminales” (La Jornada, 25/02/2013). Las “cuotas de la mafia no nos dejaban ni para tragar” dijo más tarde uno de los que tomaron el pueblo (La Jornada, 06/03/2013). Su líder era Hipólito Mora Chávez. Dos horas después algo similar ocurrió en el municipio de Tepalcatepec. El martes, 26 de febrero, se sumaron otros 130 voluntarios de Buenavista Tomatlán. Habían nacido las primeras autodefensas. En menos de un año se extenderían a toda Tierra Caliente, tanto en la sierra como en la costa, e incluso a municipios fuera de estas regiones. Se trataba de un movimiento social que clamaba por resolver un agravio que aquejaba a la población michoacana: su derecho a la seguridad y a una vida digna.[1] 

El movimiento de autodefensas de Michoacán (ADM), iniciado en 2013, fue de aguas mezcladas, entre intereses utópicos e intereses pragmáticos, como suele sucederles a casi todos los movimientos sociales (Alberoni, 1984; Melucci, 2002; Tarrow, 1997). Entre febrero y abril de 2013, las autodefensas estuvieron solas ante el fuego del cartel de Los Caballeros Templarios y el sitio que les impusieron en los municipios de Buenavista y Tepalcatepec. El 19 de mayo, el presidente Enrique Peña Nieto ordenó el despliegue en Buenavista, Tepalcatepec y Coalcomán de 2 500 elementos militares, pero no intervinieron para ayudar a las ADM; más bien intentaron desarmarlas o bloquearles el paso, y hubo situaciones tensas entre ambas partes. Tanto en La Ruana como en Tepalcatepec hablaron con los coroneles al mando de tropas en la zona y de palabra dijeron que los apoyarían cuando se levantaran, pero no hicieron nada. Aunque pedían con insistencia la ayuda, ésta no llegaba. Sólo hasta el 19 de mayo el arribo de ese contingente militar permitió que se rompiera el cerco templario y ello les permitió a las ADM extenderse hasta la sierra y la costa, mas sin ayuda militar directa. 

En opinión de Hipólito Mora, las cosas comenzaron a torcerse años atrás. La Familia Michoacana y luego Los Caballeros fueron bien recibidos en la zona cuando llegaron para combatir al grupo criminal de Los Zetas. Se presentaron irónicamente como garantías del orden y la seguridad en las comunidades y en los caminos. Un orden precario e ilegal, pero uno que nadie más podía ofrecer, pues el Estado no parecía estar en condiciones de garantizarlo. Sus líderes aparecían como autoridades de facto que ejercían el control del territorio. Durante décadas se había cultivado marihuana en la región y en los últimos años también se cocinaba droga (metanfetaminas). La situación empeoró cuando el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) lanzó una cruzada contra el crimen organizado y el negocio no parecía redituarles lo suficiente a los carteles. En especial a partir de 2011, el dominio de los Templarios se hizo más expoliador, y empezaron a secuestrar y extorsionar a los vecinos. A La Ruana lo peor llegó cuando el cartel se hizo con el control de las cinco empacadoras de limón del pueblo, la fuente de riqueza de sus habitantes, y a través de ellas comenzaron a pagar dos pesos por kilo cuando su precio en el mercado era de 3.5 pesos.[2] Esta misma actitud coercitiva y expoliadora de los Templarios para exprimir las cadenas productivas ocurrió en diversos municipios de la región, aunque con sus respectivos productos (aguacate, ganado, madera, minas) (Guerra, 2022, p. 242).

Así las cosas, la supuesta “pax narca” dejó mucha desconfianza en la población, y más tarde, con la llegada de las autodefensas, el miedo era que acabaran en lo mismo. Ello provocó, ya sea por cansancio, desesperación o miedo, que las mismas autodefensas voltearan a ver al Estado, pues querían una seguridad institucionalizada, no impuesta por pactos sujetos a la arbitrariedad de un grupo. En ese sentido, considero que se trataba de un reclamo civilizatorio que apuntaba a la domesticación de la violencia y la barbarie. No querían una seguridad ficticia o precaria que con facilidad resbalara hacia otro ciclo de violencia. Ésa era la apuesta principal de las autodefensas en su primer año, pero el pacto que en 2014 les impuso desde arriba el gobierno federal —a través de su comisionado para la seguridad en Michoacán, Alfredo Castillo Cervantes— no fue la mejor solución, pues lejos de promover su expansión y permitir que limpiaran del crimen organizado a toda la entidad, como era el deseo de Hipólito Mora y José Manuel Mireles Valverde, se las contuvo demasiado pronto.[3] Ese freno al movimiento social promovió la acentuación de su faccionalismo, desvirtuándolo (Guerra, 2022, p. 243).

Para poder frenarlas, el gobierno federal se aprovechó de diferencias ya latentes entre las ADM. Combatió al sector autonómico (cuyas cabezas eran Mora y Mireles) y pactó con el pragmático (liderado por Estanislao Beltrán, Alberto Gutiérrez y Juan José Farías), al que Castillo convenció de darles entrada a los “perdonados” con pasado mafioso (como el grupo de Los Viagras y los H3). De este modo, a través de Castillo, quien se convirtió en una especie de procónsul en Michoacán, el Estado usó a las ADM para abatir a las principales cabezas del cartel templario, pero muchos de sus cuadros, aunque divididos, siguieron operando en la entidad e incluso se infiltraron a las autodefensas. Sin embargo, no debe perderse de vista que también el Estado fue utilizado por las ADM. Para su sector autonómico, la alianza con él significaba fortalecer su lucha por seguridad y vida digna. En cambio, su sector pragmático buscaba ante todo controlar territorios (plazas) para la promoción de fines instrumentales y particulares (tendencia que se acentuó con la infiltración del crimen organizado en su interior). A la postre, ganaron los segundos.

Por todo lo anterior, como por lo que vendría después, la estrategia de seguridad del gobierno federal, aplicada a través de Castillo entre enero de 2014 y enero de 2015, debe calificarse como fallida y errónea, con resultados catastróficos para la sociedad michoacana, que sigue padeciendo hasta la fecha una mayor fragmentación del tejido social, así como la acentuación de divisiones faccionales en varios pueblos, comunidades y municipios (ya sea porque algunas familias o sectores de la población se alinean con grupos delincuenciales rivales o por la preservación de viejas rencillas), y mayores ciclos de violencia entre los grupos del crimen organizado —por ello, desde 2015, las tasas de homicidios dolosos en Michoacán siempre han estado muy por arriba del promedio nacional— (Guerra, 2022).

Pese a todo, en ciertos lugares lograron persistir algunas corrientes autonómicas que enarbolan los principios originarios del movimiento de seguridad y vida digna: Cherán, Tancítaro, Ostula, Coahuayana y La Ruana, sitio especialmente vinculado a la figura de Hipólito Mora (Guerra, 2022). Basta detenernos de manera breve en este último caso para ilustrar su importancia. Como ha observado el padre José Luis Segura Barragán, párroco del lugar entre 2011-2014 y un gran conocedor de la región, tanto antes como después del movimiento de autodefensas, en La Ruana —o cualquier rancho de Tierra Caliente—, cuando llegaba un cartel “golpeaba y maltrataba a la gente; luego llegaba otro y hacía lo mismo”. Ante este panorama, no se puede estar “desalineado; la gente se va con el que gana”. Y en la región no se ve mal el narcotráfico. Más bien hay una actitud ambigua hacia él, que oscila entre la condena y la aceptación, que es la más generalizada, pues para muchas familias es su principal fuente de ingresos. Sin esa actividad, “la economía local se derrumbaría. No hay nadie que no tenga algún familiar metido en el narco. Hay como un blindaje social [de los narcotraficantes]. Se han metido tanto en el tejido social, de tal suerte que cuando se golpea a uno de ellos ese tejido se rompe o se altera” (entrevista del autor a José Luis Segura Barragán, 8 de noviembre de 2018).

Mural, escuela primaria general Casimiro Leco López, Cherán, Michoacán. Foto: kinoluiggi, 2014.

De igual manera, continúa el padre Segura, mientras dominaron los comunitarios, palabra con la que se aludía a las autodefensas en la región, se “cometieron arbitrariedades contra los contrarios [seguidores de los templarios]. Ahí fue donde la violencia comenzó a crecer”: sacaron a personas de sus casas y las expulsaron del pueblo, no dejaban cortar limón a nadie que no estuviera con ellos, pues “las empacadoras debían recibir primero el limón de los comunitarios y después, sólo si se podía, el de los demás”. Más tarde, cuando Mora y algunos de su grupo fueron encarcelados, su poder se debilitó. El grupo delincuencial del H3, encabezado por Luis Antonio Torres (el Americano), empezó a dominar y trató de favorecer a los suyos:  “las empacadoras primero recibían el limón de su gente y dejaban al final a los otros”. Era un juego incesante de pugnas faccionales, en el que pronto también se insertaron Los Viagras: “era como la venganza de unos sobre otros; una turba que se imponía a otra” (Guerra, 2022, p. 334).

En ese contexto, se revela el destacado papel de Mora, tras la derrota de las ADM. Pese al peligro que corría (fue víctima de varias amenazas y atentados), no se cansó de mostrar una tenaz persistencia para denunciar y visibilizar en los medios y en redes sociales lo que a su juicio eran las causas de la dramática situación de violencia crónica que se vivía en Tierra Caliente: el tiradero que dejó la estrategia peñista en Michoacán; las incesantes correrías de los grupos del crimen organizado, que no cesan de expoliar a la población calentana; y la fuerte desigualdad social en la región. En reiteradas ocasiones hizo llamados a las autoridades estatales y federales para que cumplieran con su obligación de brindar seguridad.

Hipólito Mora nació en 1956 en La Ruana. Huérfano de padre, creció en una casa de madera al lado del mercado en el centro del pueblo. Su madre lo mantuvo a él y a sus nueve hermanos “vendiendo atole”. Para 2013, tenía 57 años, y aunque se casó sólo una vez, tuvo un total de 11 hijos con cinco mujeres. Era dueño de 15 hectáreas de limón y ganado (Maerker, 2014; y Guerra, 2022, p. 241). Nadie ha escrito hasta ahora su biografía, ni el modo en que se convirtió en el líder más popular de La Ruana.

A principios de noviembre de 2018, lo entrevisté en su casa de La Ruana y me reveló varias dimensiones de su personalidad, así como la manera en que interpretaba el movimiento y el problema de la inseguridad. A mi llegada, vestía con sombrero, playera, pantalón de mezclilla y calzaba huaraches. Conversamos en su sala. Le gustaba ser entrevistado. Sus palabras fluían con rapidez y cierto rencor y coraje contra “ciertos líderes” que habían medrado con el movimiento y “no dicen la verdad”. Pues en su afán de poder y de querer controlar cada vez más territorio a toda costa, permitieron la entrada de “los perdonados” y corrompieron al movimiento. Nunca quiso imitarlos. Prefirió cuidar de La Ruana y casi no salir de ella, pues temía que lo fueran a asesinar fuera de su territorio. Siempre vio con sospecha a los “líderes oportunistas”. Reiteró que junto con su amigo “Kiro” de Tepalcatepec habían iniciado el movimiento. Desde 2011 venían planeándolo, luego se les unió Juan José Farías (el Abuelo) y más tarde José Manuel Mireles. Enfatizó que las autodefensas nacieron sin apoyo gubernamental o militar. Fue un movimiento espontáneo que se fue propagando y que siempre permanecerá latente mientras la gente no se sienta segura. Los líderes ambiciosos, “al perseguir sus propios intereses y no los del pueblo, lo dividieron y corrompieron, no el gobierno”. Éste se aprovechó de esas rencillas internas para profundizar su descomposición. Mora se sentía y se sabía el líder moral del movimiento. Su principal héroe era Pancho Villa. Me contó que no dejaba de leer sobre él y de ver películas sobre su vida. “Tal vez muera igual que Villa. Pero ya le dije a mi familia y amigos que sería un honor si me mataran. Así podría reunirme con mi hijo Manolo” (uno de los caídos en el enfrentamiento con las huestes del Americano, líder del H3, en diciembre de 2014). Su muerte le dolió y deprimió mucho. Quizás por ello, me dijo esto con sentida emoción: “no comparto el llamado de López Obrador para perdonar a mis enemigos”.

 Lamentaba no haber estudiado. Su sueño era ser abogado, pero sólo llegó al primer año de preparatoria. Aun así, decía: “aunque me siento inseguro en los gabinetes, me hubiera gustado ser presidente municipal, pero los ricos del pueblo no me dejaron. Me ven como un peligro para ellos, pues saben que yo estoy con el pueblo”. Le comenté, pues, que él ya se había ganado un lugar en la historia de Michoacán. Pareció alegrarlo que se lo dijera. En ese entonces, no solía dormir en el mismo lugar: a veces en un catre y otras en un sillón de su sala, siempre con su R15 al lado (quizá esa precaución también la aprendió de Villa). Cambió las ventanas de su casa, a la que convirtió en un pequeño fortín, por si llegaban a agredirlo. Señalaba que no salía a ningún lado, salvo a su huerta, que estaba muy cerca de su domicilio, siempre acompañado de su escolta. A Mora le gustaba manejar él mismo su camioneta. Cree que en eso también se parece a Villa. Lo que ya no pudo saber es que moriría en forma similar a su ídolo. El 29 de junio de este año, alrededor de las 13 horas, al regresar de un viaje de Morelia, cuando ya estaba muy cerca de su casa, Mora fue acribillado en una emboscada. Su cruel asesinato, al parecer perpetrado por el grupo de Los Viagras (que controlan la mayor parte de la región), es un golpe tremendo a las esperanzas de la lucha por la seguridad y la vida digna en Michoacán. Ocho días antes de su muerte subió un último video reiterando ese llamado y señalando que su propia vida corría peligro.

En varias declaraciones públicas señaló que ya no creía en la vía armada, sino en el camino de la acción cívica. Pero consideraba que si las autoridades no se apoyan en la población para combatir al crimen organizado y desnarcotizar el tejido social, sus esfuerzos serían en vano. Reflexionaba que “aunque en su momento fue necesario recurrir a las armas, actualmente la sociedad ya se dio cuenta que se pueden hacer muchas cosas si hay unidad y un mismo propósito y que por ello se deben buscar alternativas sociales y pacíficas para recuperar la paz en Michoacán y en México” (Caballero, 2014). En mi opinión, Mora se convirtió en un líder moral para la región no sólo porque fue el pionero del movimiento de autodefensas y no se corrompió, sino también porque nunca perdió de vista los valores originarios del mismo: seguridad y vida digna. Es cierto que Mora deja un enorme vacío en la región, pero también un importante legado: no dejar de creer en el principio de la esperanza por un mundo mejor.

Después de su muerte, las voces de ciertas autoridades y de algunos medios han querido estigmatizarlo como otro “mafioso más”; lo podemos ver, por ejemplo, en las declaraciones de Alfredo Ramírez Bedolla, gobernador de Michoacán o los comentarios de Eduardo Guerrero en un programa televisivo. Se trata de opiniones estereotipadas y de representaciones ficcionales (un tipo de violencia simbólica), sin ninguna fuente seria que las avale, a las que se les debe hacer frente para preservar la memoria de un luchador social legítimo. Tanto Mora como Mireles —y varios líderes originarios del movimiento con arraigo popular— permanecerán como un rescoldo que anime la esperanza entre la población para seguir la lucha por la seguridad y la vida digna. Esta discusión se está intentando llevar en las actuales mesas de diálogo calentanas, donde participan diversos exponentes de una sociedad civil que no deja de luchar por ello, pese a los muchos peligros que enfrentan de manera cotidiana.


Notas

[1] El presente artículo retoma varios de los argumentos de una obra previa del autor sobre la violencia en Tierra Caliente (Guerra, 2022).

[2] En su mayor parte, el limón producido en la región es acaparado por las empacadoras. Son las que deciden qué precio pagar por cada kilogramo a los productores locales, quienes al carecer de medios para llevar su producto directamente al mercado nacional se ven obligados a aceptar lo fijado por las empacadoras. En su afán por controlar toda la cadena productiva, los grupos delincuenciales también decidían qué días y qué cantidad de horas podían trabajar los jornaleros. Todo ello no dejó de causar un profundo malestar en gran parte de la población.

[3] En mayo de 2014, se obligó a las ADM a entregar las armas y a transformar a muchos de sus miembros por medio de la aprobación de ciertos controles y requisitos en Fuerza Rural (cuerpos de policía auxiliar, que luego paulatinamente fueron diluyéndose y confundiéndose con la policía estatal). Para más detalles, véase Maldonado, 2018.


Bibliografía

Alberoni, F. (1984). Movimiento e institución. Madrid: Editora Nacional.

Caballero, E. (2014). “Tomar las armas fue en su momento la única opción, pero no es la solución: Hipólito Mora”, Cuasartv Michoacan, 26 de febrero.

Guerra, E. (2022). Territorios violentos en México: El caso de Tierra Caliente, Michoacán. México: Terracota/UAM-X, 2022.

Maldonado, Salvador (2018). La ilusión de la seguridad. Política y violencia en la periferia michoacana. Zamora: El Colegio de Michoacán.

Maerker, Denise (2014). “¿Auxilio dónde está el Estado?”, Nexos, 1 de abril.

Melucci, A. (2002). Acción colectiva, vida cotidiana y democracia. México: El Colegio de México.

Tarrow, S. (1997). El poder en movimiento. Madrid: Alianza Editorial.