En la India de hoy es difícil pensar en el aislamiento y la sana distancia. Con 26, 000 personas por kilómetro cuadrado, Mumbai, la capital del estado de Maharashtra y el corazón financiero del país, es la segunda zona urbana más densamente poblada del mundo, después de Daca, la capital del vecino país de Bangladesh. En la mayoría de los hogares del país conviven tres o más generaciones de familiares. En todos sus barrios y pueblos la vida gira en torno a las reuniones cotidianas de multitudes en templos, gurdwaras o mezquitas. Diariamente sus ferrocarriles transportan decenas de millones de pasajeros. En los slums, o asentamientos informales de sus grandes ciudades, conviven cercana y cotidianamente decenas de millones de personas que carecen de servicios básicos de transporte, sanidad y vivienda.
Al mismo tiempo, la población india está acostumbrada a las medidas gubernamentales drásticas. El pasado 24 de marzo el gobierno de Narendra Modi anunció la obligación de toda la población de encerrarse en casa durante 21 días para prevenir el contagio entre la población. Con un aviso de cuatro horas, el gobierno decretó el encierro forzoso más grande de la historia, obligando a casi 1,300 millones de personas a recluirse en sus hogares y clausurando la movilidad entre estados. Al término de este plazo, el encierro se extendió hasta el 3 de mayo.
Como en México y muchos otros lugares del mundo, el encierro reveló claramente la obscenidad de la desigualdad que define a la sociedades contemporáneas. Mientras que las clases altas corrían a abastecerse de alimentos para resistir el encierro en sus hogares, los millones de trabajadores temporales que alimentan la economía del país se vieron obligados a huir de las grandes ciudades, donde viven en condiciones precarias, para poder resguardarse en sus hogares en el campo.
De manera característicamente insensible, el gobierno de Narendra Modi no complementó las medidas de encierro y restricción de movilidad con un plan para ayudar a estos migrantes a volver a sus hogares y asegurarse un sustento. Para lograrlo, cientos de miles se apiñaron en camiones de carga dispuestos a viajar durante días y arriesgarse a la detención por parte de las autoridades encargadas de restringir el tránsito de personas. Otros muchos emprendieron el largo camino a pie bajo el inclemente sol de marzo. Las imágenes de familias enteras desplazándose a pie llevando a cuestas todas sus pertenencias revivieron recuerdos del éxodo de la Partición del subcontinente de 1947, trauma fundacional del nacionalismo en India. Entre los cientos de millones de indios que viven al día, incluyendo los que lograron llegar a sus pueblos y los que se quedaron atrapados en el camino, reina la incertidumbre y amenaza el hambre.

El primer caso de contagio por COVID-19 en India se confirmó en el estado sureño de Kerala el 30 de enero. Se trataba de un estudiante de la Universidad de Wuhan originario de la región costeña de Kerala, el cual estaba de visita en su pueblo natal de Thrissur. Esto encendió las alarmas en un estado que recibe más de un millón de turistas al año y que tiene cinco millones de ciudadanos en el extranjero —incluyendo miles en China y varios millones en el Medio Oriente—.
Para la siguiente semana, mientras que el gobierno federal de India y el de otros países, incluyendo los Estados Unidos y el Reino Unido, negaban la seriedad —e incluso la existencia— de la pandemia, el Ministero de Salud de Kerala, encabezado por la doctora K. K. Shailaja, instrumentó un amplio programa de revisiones obligatorias en los cuatro aeropuertos internacionales del estado y la creación de un albergue para hospedar a quienes presentaran síntomas o dieran positivo a las pruebas. Para la segunda semana de febrero, el gobierno de Kerala había creado un equipo estatal de coordinación entre las autoridades de salud y la policía para aplicar miles de pruebas, rastrear los contagios —de manera similar a cómo se hizo en Corea del Sur— e informar a la población sobre los riesgos de la enfermedad. A diferencia de otras ciudades en el norte de la India —en las que se expulsó a los trabajadores migrantes y se dejó a las poblaciones vulnerables a su suerte—, en Kerala el gobierno creó una red de miles de albergues temporales de cuarentena para acoger a migrantes y turistas contagiados y se distribuyeron millones de raciones de comida para quien los necesitara.
Para la última semana de marzo, en Kerala las autoridades sanitarias estaban monitoreando activamente a mas de 130 mil personas con síntomas resguardadas en sus casas y se contaban sólo 620 personas internadas en hospitales con cuadros graves. Para principios de abril, el número de nuevos contagios contabilizados diariamente se había reducido en casi un 30 % y el 34% de los enfermos en el estado se reportaban como recuperados. Esta es la cifra más alta de todo India. Para mediados del mes, Kerala se encontraba en el décimo sitio entre los estados de India en relación al número de contagios, un logro sorprendente si tomamos en cuenta que fue el punto de inicio de la epidemia en el país y que a finales de marzo ocupaba el segundo lugar en esta lista.
Las enérgicas y sensibles medidas del gobierno de Kerala, coordinadas por el ministro Pinarayi Vijayan —quien, entre otras cosas, encabezó un esfuerzo por mantener abiertas las librerías del estado argumentando que la lectura era de importancia esencial para la salud mental de la población—, contrastan notablemente con las del gobierno federal. En febrero, mientras el virus comenzaba su transmisión, el Primer Ministro Narendra Modi estuvo ocupado planeando la visita de Donald Trump agendada para la última semana del mes. El presidente de los Estados Unidos, que ha sugerido la posibilidad de inyectarse desinfectante para combatir el virus, visitó India un mes después de que Jair Bolsonaro, quien ha negado la existencia de la enfermedad y se ha unido a marchas a favor del fin de la cuarentena, oficiara junto a Modi durante el día de la República India celebrado el 26 de enero. Durante marzo, el mes más crucial en la expansión del virus alrededor del mundo, el Primer Ministro Narendra Modi nunca hizo público un plan para lidiar con la pandemia.
Las diferencias entre las reacciones en Kerala y Delhi no son casualidad. Son el resultado de trayectorias divergentes que durante décadas han generado una diferencia abismal entre el nivel de vida, seguridad y bienestar del estado del sur respecto al resto de India. Gobernado por una coalición de izquierda encabezada por el Partido Comunista, Kerala ha destinado cuantiosos fondos a fortalecer sus sistemas de salud y educación durante las décadas en las que éstos han sido sistemáticamente desmantelados en el resto del país. Hoy en día, el estado cuenta con los índices de alfabetismo más altos de India, y encabeza los indicadores de natalidad infantil, vacunación, acceso a la salud de la población y esperanza de vida.
En estos momentos en los que alrededor del mundo renace el reclamo por redefinir la actuación del Estado y defender la importancia de dar marcha atrás a los procesos privatizadores, que durante décadas han transformado los derechos de las personas a la educación y la salud en servicios obtenidos en el mercado, el ejemplo de Kerala ofrece importantes señales de esperanza. Aunque aún no tenemos datos que nos permitan hacer un balance de los efectos humanos de esta pandemia en India, la experiencia del sureño estado comunista ofrece un temprano e inspirador contraste con la política neo-fascista del régimen de Narendra Modi.
Es indudable que el frenazo económico global tendrá un fuerte impacto en la economía india. Aunque aún es difícil calcular el impacto de esta crisis, es probable que la reconversión que vendrá tras la pandemia propine un duro golpe al modelo de desarrollo enarbolado por el nacionalismo hindú durante décadas. Este modelo se ha nutrido del optimismo respecto al futuro de India, pensada como una entidad civilizatoria hindú, alimentado por el boom causado por la liberalización de la economía durante la década de 1990. La probable crisis que se avecina quizá tenga un efecto positivo en aquel país donde viven casi uno de cada siete seres humanos: obligará a millones de indios a dejar de pensarse como la potencia emergente del futuro, aún a costa del sacrificio de sus minorías, y comenzar a imaginar un orden social menos injusto y violento basado en el reconocimiento de la igualdad entre las distintas comunidades que integran la República de India.