Una de las principales cuestiones en las que se juega la actualidad o inactualidad del marxismo es, muy señaladamente, la relativa a la “lucha de clases”. Se trata de una idea que ha sido criticadísima desde diversos frentes, y no solamente de derechas. En este registro, un grupo (para nada homogéneo) de importantes teóricos latinoamericanos de izquierda (Ernesto Laclau, Enrique Dussel, Santiago Castro-Gómez) ha desarrollado una propuesta posmarxista consistente, entre otras cosas, en el rechazo de cualquier prelación política de la clase proletaria, y en la defensa de la hipótesis de que el Estado es una institución que puede ser ganada en favor de una sociedad democrática (o, si se quiere, “socialista”). No puede negarse, por otro lado, lo mucho que la “marea rosa” latinoamericana le debe a esta forma de plantear las cosas; por lo menos, en la medida en que ha fomentado teóricamente la coordinación de diversos movimientos sociales con miras a la instauración de gobiernos progresistas. Sin embargo, y más allá de esta aparente validez práctica (que puede ser o no real), tal crítica posmarxista se basa, en gran medida, en una tergiversación de lo que, a la luz del marxismo, podemos conocer del modo capitalista de producción. En lo que sigue, intentaré explicar lo que los conceptos de Estado y de lucha de clases significan para el marxismo, pero lo haré por vía de la crítica de los prejuicios que esta versión del posmarxismo nos hace lastrar.
La principal objeción lanzada contra el marxismo acaso sea la relativa al supuesto esencialismo economicista, con base en el cual la teoría pretendería determinar a priori la posición o el interés político de los agentes sociales. Dicho “esencialismo” estaría supuesto en el concepto de clase, pero también en la noción de Estado, en cuanto éste se definiría estrictamente en función de los intereses del capital. Por contraste, para autores como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, no existe ninguna subjetividad definida con anterioridad al juego de fuerzas político, juego que es siempre contingente (en el sentido de que su lógica es variable). Consecuentemente, no sería posible defender, para la clase proletaria, ninguna posición de privilegio (como vanguardia de la movilización social), ni tampoco cabría presumir que el Estado pueda servir sólo de agente político de la burguesía. Por el contrario, cualquier demanda social específica podría, virtualmente, encadenar una serie de movilizaciones con la capacidad de hegemonizar las instituciones de la sociedad política.
Pero la polémica no para aquí. La ontología política que sirve de fundamento a la crítica de este supuesto “esencialismo” ha servido también para avanzar dos tesis, ya no digamos meramente críticas, sino abiertamente incompatibles con el marxismo. La principal propuesta es que toda formación social es el producto de relaciones antagónicas y que, por lo tanto —en segundo lugar—, no cabe presumir ninguna lógica objetiva que determine, en última instancia, la lógica de dicha formación. (Por contraste, “el modelo marxista [pondría] a la economía capitalista como formación condicionante de todos los antagonismos”, dice el planteamiento posmarxista). Esto significaría, por un lado, que no existe una lógica o legalidad económica (capitalista) que pueda imprimir su necesidad con independencia de las relaciones antagónicas. Por lo tanto, y para seguir utilizando las palabras de uno de los epígonos de Laclau: “el capitalismo no [sería] una sustancia sino una construcción hegemónica, hoy día llevada a cabo por el neoliberalismo. De lo que se trata, por tanto, no es de combatir al Capitalismo (con mayúscula), sino de disputar políticamente la hegemonía del neoliberalismo”. Pero, en segundo lugar, y dada la premisa ontológica del antagonismo, ninguna hegemonía proletaria (ni de ningún otro tipo, claro está) podría reclamar para sí la capacidad de neutralizar o cancelar la dinámica antagónica en la que termina por disolverse toda formación social. Pero, analicemos con detenimiento cada una de estas tesis.
En lo que atañe al “esencialismo”, se le reprocha al marxismo la concepción de una posición de clase (proletaria o burguesa, por ejemplo) definida por intereses estrictamente económicos, en el contexto de las relaciones capitalistas de producción. Pero, ese contexto no es (o no sería) político, en el sentido de que no se constituiría en el terreno de la comunicación, el debate, la organización y la relación social de fuerzas. Al contrario, lo “esencialista” de la cuestión radicaría precisamente en el hecho de que la posición política estaría de antemano definida por las relaciones o los intereses económicos —antes y después de toda interacción política—. Para Mouffe y Laclau, esto se debe a que el marxismo le atribuiría al proletariado una racionalidad económica espontáneamente coincidente con el interés en el desarrollo de las fuerzas productivas, por un lado, y con la producción y redistribución social del “excedente económico”, por otro.
En otro lugar, hemos explicado que, desde el planteamiento marxista, el interés que la clase proletaria pueda tener en el desarrollo de la productividad sólo puede adquirirlo en tanto dicho desarrollo coincida con el objetivo inmediato de reducir o, incluso, suprimir el “excedente” (en cuanto se trata, pues, de la expresión material de la relación de explotación). De manera que este interés de clase no se presupone como algo separado de la relación política beligerante entre el capital y la fuerza de trabajo. Dicho sea de otro modo: la relación social de producción no está motivada por “intereses económicos” abstractos (i.e., por cálculos de costo-beneficio, o por el incremento de la productividad), sino que —por el contrario— la lucha de clases representa una confrontación política librada en términos económicos. En este sentido, no tendría por qué asumirse, pues, ningún “esencialismo”.
De esta crítica puede seguirse naturalmente la tesis de que el Estado no serviría, por lo tanto, de instrumento para la dominación política de clase, en cuanto que sería más bien objeto del antagonismo político. Por supuesto, ya no se trataría, en este punto, del antagonismo de clase (toda vez que el “esencialismo” de ésta sería incompatible con la “contingencia” de aquél), sino de una serie de antagonismos constituida por una diversidad de movimientos sociales. Estos movimientos no tendrían por qué definirse necesariamente en torno al problema de la “redistribución del excedente” (como suele decirse, equívocamente, en relación con el “interés económico”). En cambio, las demandas sociales podrían también articularse en interés del reconocimiento de derechos o en torno a la crítica del sentido común en que se basa la discriminación social. De cualquier forma, la política del Estado podría ser hegemonizada por cualquier articulación de estos antagonismos en una serie de equivalencias políticas. Vista así la cuestión, no tendríamos por qué concebir, pues, al Estado como una entidad política movida “esencialmente” por hilos de clase ni, mucho menos, exclusivamente, como un “instrumento” de la dominación “económica”.
De aquí cabría extraer un conjunto de consecuencias, la primera de las cuales diría que eso que el marxismo tiene a bien llamar “Capitalismo” no es otra cosa que la hegemonía política neoliberal ejercida sobre el Estado. Sin embargo, en segundo lugar, esta hegemonía no sería el efecto de una sobredeterminación económica, sino la expresión de una articulación de prácticas que no son sólo políticas o político-económicas. La hegemonía se ejercería, en realidad, más allá del Estado, tanto en la sociedad política como en la sociedad civil, por vía de un consenso tácito que pasaría incluso por el gobierno (en el sentido foucaultiano de gubernamentalidad) de la corporalidad. De manera que, en tercer lugar, la misión política que el marxismo pudiera otorgarle a la clase obrera carecería de fundamento ontológico, siempre que el Estado no es una entidad política cooptada por intereses de clase, sino un terreno constituido por el antagonismo. Resultaría, por lo tanto, vano el esfuerzo de desahogar los intereses económicos del proletariado por medio de un control directo del Estado (es decir, obviando el hecho de que dichos intereses han de definirse también —como cualquier otra demanda social— en el curso de la articulación de diversas “posiciones de sujeto”). Así, en cuarto lugar, no tendríamos razón alguna para atribuirle a la clase proletaria ningún privilegio ontológico en virtud del cual quedase justificado su “liderazgo” o su “misión” histórico-política.

El error de apreciación por parte del posmarxismo es, en este punto, el complemento del anterior. Así como más arriba se asumía que la confrontación entre el proletariado y el capital no era política, aquí se da por sentado que el Estado no es un agente económico. Valdría la pena recordar, junto con Yann Moulier-Boutang (un posmarxista de muy otra especie), que el Estado se comporta también como oferente de fuerza de trabajo, de recursos naturales e incluso (muy marcadamente, en su fase neoliberal) de medios de producción nacionales; y que, en esa medida, asienta las condiciones económicas que garantizan la continuidad del proceso de acumulación de capital. No obstante, como simple y llanamente se ha admitido que el “interés económico” consiste en el compromiso con el incremento de la productividad y la “redistribución del excedente”, el Estado no puede aparecer, bajo esta luz, más que como medio político de ejecución (que podría “redistribuir el excedente” en un sentido o en otro). Pero, como este posmarxismo no ha puesto en cuestión la producción del excedente en cuanto tal (o sea, la explotación propiamente dicha), ha pasado por alto también que son las relaciones sociales que hacen posible esa producción las que imprimen la lógica capitalista a lo largo del proceso de reproducción —independientemente de que la “gubernamentalidad” del capital sea neoliberal o más o menos “rosa”. Pareciera, pues, que en el juego de la hegemonía no hay lugar para poner en duda eso que Marx llamaba la polarización del mercado de mercancías (es decir, la creación paralela de un mercado especial de fuerza de trabajo), a menos que quede vulnerado el carácter económico del Estado, es decir, su naturaleza esencialmente capitalista.
Nada de esto significa que lo político no sea un espacio constituido por relaciones antagónico-hegemónicas. Lo que significa es que eso no impide que, de hecho, se verifiquen —en el curso de las relaciones contingentes— medidas seculares de tendencia central (que este posmarxismo no se molesta en corroborar), cuyo efecto masivo o agregado es, predecible o “necesariamente”, el incremento del grado de explotación, la caída de la tasa de ganancia, la desvalorización de los medios de producción y, muy especialmente —para el caso que nos ocupa—, la proletarización masiva. Y es que el tercer error posmarxista es, precisamente, malentender por completo en qué consiste la “misión” histórica del proletariado. Esta idea se ha parafraseado hasta la caricatura como parte de una narrativa escatológica según la cual existirían sujetos políticos capaces de encarnar intereses universales (y de emancipar a la humanidad de su propia enajenación, etc.). Suele creerse, al respecto, que el marxismo le atribuye al proletariado tan elevados fines debido al “esencial” interés de esta clase en la redistribución social del excedente (interés que, como ya vimos, el pomarxismo rechaza por las razones equivocadas). Contra esta tesis se ha dicho que no existe ningún sujeto “privilegiado” de la historia; que el único acontecimiento que puede algo (si es que algo se puede) es la hegemonía formada por la cadena de equivalencias de los excluidos (los “sin parte”); es decir, por el “pueblo”. El marxismo, dicho sea de paso, no es hostil a la idea de un frente popular, salvo en el caso en el que eso signifique renunciar a su interés en la supresión del excedente entendido como plusproducto (interés necesariamente antagónico con la existencia de la pequeña burguesía, la burguesía propiamente dicha, y la lumpenburguesía). Pero, lo que es más importante, la renuncia al objetivo de suprimir la explotación sí que es antagónica con cualquier interés popular.
Esta sugerencia no puede más que resultarle chocante al posmarxismo de corte laclausiano, que siempre ha malentendido el concepto de clase proletaria en un sentido muy restringido. También hemos tenido ocasión de observar, al respecto, que la interpretación que Laclau y Mouffe tienen del concepto marxista de proletariado oscila entre la noción de clase asalariada y la de obreros productivo-industriales; pero que, en todo caso, su crítica se basa en esta última asociación. La idea, entonces, es que —contra lo “predicho” por Marx— la clase obrera-industrial se habría contraído en términos absolutos; que, en cambio, habrían proliferado las “clases medias” que asumen “posiciones de sujeto” diversas a la del proletariado; y que a esto se debería que los intereses “económicos” del proletariado no puedan coincidir de inmediato con los del resto de los movimientos sociales. Por contraste, debemos insistir en que lo “predicho” en la tesis de la tendencia histórica de la acumulación capitalista no es el control obrero masivo sobre el proceso productivo. En realidad, lo que de esta tesis se concluye (sin que eso quiera decir que se presagie nada) es que la continuidad de la acumulación supone (o tiene por condición material) la conversión de gran parte de la masa popular en masa asalariada (que puede estar empleada tanto en actividades productivas como improductivas, o incluso puede estar desempleada).
La condición de asalariado o de asalariada instituye la venta del tiempo de trabajo en dos fases: el tiempo de trabajo necesario y el tiempo de plustrabajo. Pero es durante esta segunda extensión de la jornada laboral que el beneficio capitalista se extrae (ya sea por producción directa de plusvalor, ya sea por su mera transferencia). Luego, si es cierto que el plusvalor sólo puede transformarse en capital por virtud de la acumulación (o de la reproducción en escala ampliada), la consecuencia predecible es la masificación del trabajo asalariado, la generalización de la explotación o, con otras palabras, la proletarización. En este registro, la misión proletaria consiste en reducir o, incluso, en suprimir el tiempo de plustrabajo, pero no por ninguna virtud “cristológica”, sino porque la otra opción es capitular ante la creciente explotación (intensiva y extensiva) de la masa. Dejo a juicio del lector y de la lectora decidir si esta misión proletaria vale como un interés popular. En todo caso, no existe, en esto, ninguna acalorada pretensión de suprimir el antagonismo constitutivo de lo político. Se trata, en cambio, de cancelar toda relación de explotación o, lo que tanto vale, de suprimir la división de la sociedad en clases.