Desde hace ya un mes la televisión española difunde día con día información amplia y detallada sobre la erupción del volcán Cumbre Vieja en la isla canaria La Palma. El periódico El País aporta constantemente reportajes y fotografías. Todo esto ayuda para imaginarse la vida actual de los casi cien mil habitantes de la isla: los truenos constantes de las explosiones en las bocas del volcán; estar durante todo el día frente a una columna de humo y nubes de gases y ceniza que se desplazan de acuerdo con el movimiento de los vientos; durante las noches sobrecogerse ante los dantescos cuadros de las expulsiones de magma y de los ríos de lava, transmitidos mediante drones e internet. Estar en compañía de miles de desplazadxs, rodeadxs de casas y huertos tragados por la lava a mil grados de temperatura, de plantaciones plataneras y sus sistemas de riego destruidos, de carreteras cortadas y el transporte aéreo una y otra vez interrumpido, por todas partes ceniza –de suyo, una especie de arena compuesta por piedritas filosas– y temblores a cada rato. Y con la preocupación por la posible presencia de gases venenosas por el incremento del número y del tamaño de las lenguas de lava. Frente a todo esto están los científicos sin poder hacer predicciones sobre la duración y la envergadura de lo que viene.

Ya se ha vuelto sentido común que muchas llamadas “catástrofes naturales” no lo son, sino que en alguna o gran parte resultan de la acción humana sobre el medio ambiente natural: “La causa de los desastres son los fenómenos naturales, casi todos inevitables; pero sus efectos no pueden ser considerados naturales, puesto que pueden ser evitados.” Esto vale no solamente para inundaciones, sequías, plagas, olas de calor, incendios forestales y desaparición de especies. También vale para los terremotos, como ha sido recordado después de los movimientos telúricos catastróficos de 1985 y de 2017 en la Ciudad de México: “No son los terremotos los que matan gente, son los edificios, y esto se puede evitar”. También las consecuencias de los huracanes, cuyo número y cuya potencia parece estar incrementándose en todo el mundo, dependen en gran medida de la manera cómo han sido construidos edificios y vías de comunicación, cómo se está proporcionando el servicio de agua y corriente eléctrica y cómo está organizado el abastecimiento con alimentos y medicamentos.

En el caso de los volcanes la situación es algo diferente, pues no solamente no existen metodologías para predecir con márgenes de error calculables tiempos, tipo y magnitud de sus explosiones, de las cantidades de magma, cenizas y tipo de gases expulsadas o del itinerario de los ríos de lava. Solamente se sabe que hay que monitorear los volcanes considerados “activos” para poder reconocer probablemente etapas indicadoras de una erupción cercana o inminente. Una vez iniciada la erupción, especialmente cuando el volcán empieza a expulsar magma, solamente queda monitorear sus diferentes manifestaciones, comparándolas con situaciones semejantes previas en el mismo lugar y con situaciones semejantes reportadas en otras partes del mundo.  

Eduardo Robaina, Erupción volcánica de La Palma 2021. Tomada de Wikimedia.

Es decir, el inicio de la expulsión de magma inicia, más bien, crea una etapa nueva; lo que recuerda la famosa imagen usada por Hegel en su prólogo a la Fenomenología del Espíritu, cuando habla del desarrollo del niño donde “tras un largo periodo de silenciosa nutrición, el primer aliento rompe bruscamente la gradualidad del proceso puramente acumulativo en un salto cualitativo, y el niño nace”. 

En la climatología se habla así de los “puntos de inflexión”, que marcan y producen después de largos períodos de aparente calma e incluso inactividad, que sólo esconde la acumulación de la tensión, situaciones nuevas, irreversibles. Ejemplos muy conocidos y comentados desde hace dos décadas de estos también llamados “puntos sin retorno” son el derretimiento de los polos o la deforestación de la cuenca del río Amazonas. 

Probablemente el valor numérico más crítico en este sentido actualmente discutido es el del aumento de la temperatura media de la atmósfera del planeta generado por las actividades humanas desde el inicio de la revolución industrial. Ésta, como lo ha subrayado desde mediados del siglo pasado el antropólogo estadounidense Leslie A. White, no fue causada por una cantidad inusual de nuevos inventos tecnológicos, sino por el aprovechamiento sistemático de una nueva fuente de energía, los combustibles fósiles. Dicha innovación constituyó la base de un desde entonces imparable crecimiento en todas las esferas de la sociedad y cultura humanas (tanto de riqueza como de pobreza, tanto de libertades y privilegios, como de dominación y opresión), a tal grado, que el crecimiento se ha vuelto sinónimo de “progreso” y de “evolución”. El que después de siglo y medio de euforia errada, el llamado Club de Roma publicara en 1971 su famoso estudio sobre Los límites del crecimiento, no ha podido corregir esta idea igualmente presente en los analistas de las bolsas de valores y en ciudadanxs quienes buscan criterios para reconocerse como exitosos en la lucha por “progresar”. 

En el combate al calentamiento antropogénico, el llamado “Acuerdo de París” de 2015, había formulado el objetivo de no sobrepasar entre 1.5 y 2 grados con respecto a los niveles preindustriales. Sin embargo, la falta de medidas concretas ha hecho avanzar la crisis climática: según cálculos recientes, las emisiones mundiales crecerán un 16% hasta 2030 y abocan a un calentamiento de 2,7 grados. A principios de enero, en una nueva cumbre mundial sobre el tema, en Glasgow, también representantes mexicanxs y de otros países del Sur debatirán, nuevamente, situación y perspectivas del calentamiento planetario antropogénico. Y nuevamente se tendrá que aceptar que el problema “exige soluciones de una magnitud equivalente a su gravedad y no escapes complacientes”.

El reciente otorgamiento del premio Nobel de física, además de cuestionar seriamente las ideas actualmente hegemónicas en el país para evaluar la situación del desarrollo científico nacional y diseñar políticas en la materia, ha reforzado la posición de quienes insisten en la necesidad de acciones radicales e inmediatas. “Parece que la gente que toma las decisiones, no lo comprende”, expresó hace unos días un especialistas de la Universidad Nacional Autónoma de México sobre el tema. Y, por tanto, se sigue privilegiando en muchas partes del mundo por todos los medios, el vehículo con motor de combustión interna para el transporte individual y público y la generación de energía eléctrica mediante la quema de petróleo, a pesar de que existen, incluso en manos de las empresas productores de tales artefactos y procesos tecnológicos, alternativas probadas y factibles.

El problema parece ser que el liberalismo primitivo antes y el neoliberalismo actual han hecho creer que no existe nada firme: todo es negociable. El volcán de La Palma nos enseña lo contrario: una vez iniciada la devastación, no hay manera de oponérsele, de corregirla, de revertirla. Por ello, la activista sueca Greta Thunberg habló tan clara y fuerte en las dos reuniones anuales del Foro Económico Mundial de Davos, donde fue, según ella, invitada y escuchada, pero no realmente comprendida ni efectivamente atendida. En 2019 les dijo a cada unx de lxs líderes empresariales y políticos reunidos: «No quiero que tengas esperanza, quiero que entres en pánico. Quiero que sientas el miedo que yo siento todos los días y luego quiero que actúes». Y añadió: «Nuestra casa está en llamas. Estoy acá para decirles que nuestro hogar está ardiendo». Y el año siguiente exigió que se acabara no en 2021, ni en 2030 ni en 2050, sino inmediatamente con invertir en la exploración y la explotación de combustibles fósiles, con subsidiar tales combustibles y con usarlos. Porque el planeta “sigue ardiendo. Su falta de acción está actualmente avivando las llamas. Les estamos pidiendo que actúen como si realmente estuvieran amando a sus hijxs más que a nada.”

Lxs habitantes de La Palma gozarán de la solidaridad de la sociedad española e incluso de otras europeas. Podrán recurrir a los sistemas de apoyo estatal y los seguros privados. Saben que incluso cuando se pierda todo, contarán con la seguridad social, el seguro médico, el seguro de vejez. En el peor de los casos tendrán que mudarse a otra isla del archipiélago canario o al continente europeo. 

Pero los ocho mil millones de habitantes del planeta no tendremos estas posibilidades cuando el cambio climático entre en su fase irreversible.