El mes antepasado, un joven sordo denunció en redes sociales una agresión que sufrió por parte de una pareja en estado de ebriedad. La causa: no hablar bien español. En marzo de 2022, dos chicos sordos fueron agredidos por un policía en una estación del metrobús de la Ciudad de México; el oficial no les creyó cuando ellos se identificaron como personas sordas por medio de lengua de señas y de una credencial que lo avalaba. Alguna vez mi hermano fue sospechoso de robo a los ojos de las dependientes de una librería. Mientras él hojeaba libros y decidía cuál comprar, llegó un policía, se acercó a él, revisó sus pertenencias, le solicitó una identificación y una prueba que confirmara lo que él decía, que era sordo. El policía lo vigiló hasta que hizo la compra y salió del establecimiento. Como nadie le informó el porqué de esa revisión, suponemos que la sospecha surgió de la falta de respuesta a alguna pregunta o comentario cuando se encontraba de espaldas, razón suficiente para acusarlo de ladrón.
En México, alrededor de 4 millones de personas tienen discapacidad auditiva: el 78 % de ellas posee alguna limitación para oír (es decir, que perciben, con o sin aparatos auditivos, los sonidos, así sea parcialmente) y el 32 % son sordas (o sea, que no escuchan sonido alguno). Un dato que es relevante y que no se contabiliza es el número de personas que hablan alguna lengua de señas, ya sea la lengua de señas mexicana (LSM), la única reconocida oficialmente desde el año 2005, o la lengua de señas maya-yucateca, tzotzil, chinanteca o purépecha. Su ausencia estadística dice mucho de lo lejos que estamos de que se diseñe una política de planeación lingüística para esta minoría.
Frecuentemente, a este tipo de discapacidad se le califica de invisible. Por un lado, son las propias personas sordas quienes lo repiten sin cesar, tratando de revertir esa invisibilidad, debido a la marginación en la que viven, sin acceso a la educación, salud o empleo en condiciones dignas y por el desdén reiterado de funcionarixs y organismos de gobierno para atender sus demandas y tomarlas en cuenta. Por el otro, hay quienes lo dicen con la intención de enfatizar que es una discapacidad que carece de una marca corporal que la haga evidente; en algunos espacios capacitistas, se ha manifestado la necesidad de colocarles un distintivo para que se les identifique, como si de eso dependiera tener acceso a oportunidades y ejercer sus derechos. Basta con mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de que el entorno ya es muy hostil, por ejemplo, para las personas con movilidad reducida, cuya discapacidad es por lo general evidente a la vista.
En cualquier caso, la reflexión tendría que centrarse en por qué las personas sordas sufren esa marginación y por qué se cree que el ejercicio de sus derechos depende de esta clase de visibilidad corporal. Como parte de un colectivo más amplio, el de la discapacidad, han sufrido las consecuencias de la marginación basada en discursos que a lo largo de la historia han establecido jerarquías que tienen como finalidad decidir quiénes pueden ser considerados sujetos de derecho; el resultado casi siempre ha sido anular simbólica y materialmente a las personas con discapacidad.

Concepciones históricas sobre la discapacidad
Los estudios sobre discapacidad distinguen tres periodos que enmarcan las diferentes concepciones sociales que se han tenido de esta condición en ciertos momentos de la historia.
Al primero, que va de la Antigüedad a la Edad Media, se le denominó modelo de prescindencia o de marginación. La discapacidad era vista como un castigo de los dioses o como resultado de un acto de brujería. Quienes fueron estigmatizadxs por ello se les condenaba a habitar en los márgenes del núcleo social. Además, les asignaron la función de ser sujetos de caridad, cuando hubo un posicionamiento contra las prácticas eugenésicas durante el auge del cristianismo, para que los más ricos pudieran liberarse de sus pecados.
El segundo periodo, llamado médico-rehabilitador, surgió como respuesta al gran número de soldados lesionados en la Primera Guerra Mundial. La discapacidad pasó a entenderse como una enfermedad susceptible de ser curada. Aunado a ello, la consolidación del modelo capitalista contribuyó a que los individuos fueran valorizados en la medida de su capacidad de producir y aportar algo a la sociedad. La participación en la vida social recayó en la rehabilitación y en la posibilidad de adaptarse al entorno; aunque cuando esto no era posible, se optaba por la segregación.
Es necesario recordar que el higienismo racial, que se afianzó finales del siglo XIX en algunos grupos científicos, tuvo su expresión más funesta durante el nazismo. La primera medida que se adoptó, en complicidad con la Iglesia, contra las personas con discapacidad fue la esterilización. Posteriormente, en los años más álgidos de la guerra, fueron asesinadas en cámaras de gas porque se consideraban un gasto extraordinario.
En 1880, la comunidad sorda del mundo se vio afectada por aquellxs maestrxs que compartían las ideas higienistas. Ese año, en el Congreso de Milán, se tomó la decisión de imponer al estudiantado sordo la metodología oralista y prohibir el uso de las lenguas de señas. En México, apenas en 1866 se había creado una escuela para niñas y niños sordxs con la que finalmente se reconocía que podían aprender una lengua para comunicarse y tener acceso a la educación. Como resultado del congreso y de la situación política del país, la escuela se cerró.
El tercer periodo, el modelo social, surgió a finales de la década de 1960 en Estados Unidos como resultado de la lucha de las propias personas con discapacidad, quienes se nutrieron de las ideas feministas y rechazaron que se les definiera en relación a sus características físicas. Situaron la discapacidad como un problema colectivo, resultado de la negación de la sociedad para adecuar el entorno a las diversas corporalidades. Se puede decir que de este modelo abreva la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, instrumento internacional de derechos humanos que entró en vigor en 2008, y que funge como la representación jurídica de ese cambio de concepción. En ella se apuesta por comprender las deficiencias como parte de la diversidad humana y poner el énfasis en la eliminación de barreras actitudinales y del entorno, dejando atrás la idea de normalizar y curar cuerpos.
Para los Estados que la han ratificado, representa la obligatoriedad de armonizar marcos legislativos, incorporar medidas de accesibilidad, de diseño universal y realizar campañas que desalienten juicios y conductas basadas en estereotipos nocivos que obstaculicen el ejercicio de derechos y que puedan resultar en actos discriminatorios como los mencionados al inicio de este texto.
Glotofobia y audismo
La violencia hacia las personas con discapacidad se expresa de diversas maneras y también adopta formas particulares cuando se dirige hacia ciertos colectivos. En el caso de las personas sordas, podemos nombrar dos tipos de discriminación que las aquejan: la glotofobia y el audismo.
El término glotofobia fue propuesto por el profesor Philippe Blanche para nombrar el acoso que se ejerce debido al acento; ello como resultado de la jerarquización lingüística que se ha dado a lo largo de la historia para legitimar la lengua y la variante del grupo en el poder, desde donde se afirma que sólo hay una manera de hablar correctamente. En México, no estamos exentos de estas prácticas prescriptivas. De acuerdo con los resultados de la Encuesta Nacional de Discriminación 2022, el 21.6 % de la población de 18 años y más manifestó haber sido discriminada por su forma de expresarse. Esa discriminación está a veces relacionada con el prestigio lingüístico de unas variantes dialectales por sobre otras. A veces, en cambio, lo está con el aprendizaje del español como segunda lengua, algo muy frecuente entre la población indígena del país, cuyo 28.5 % declara haber sufrido discriminación lingüística. Pero también existe una glotofobia capacitista, que discrimina a quienes hablan con el acento propio de una discapacidad auditiva como, por ejemplo, lo revela el 23.5 % de la población mayor de 12 años con discapacidad que ha declarado haber sufrido ese tipo de discriminación lingüística.

En este punto, vale la pena resaltar que el episodio del joven sordo agredido por una pareja en estado de ebriedad, mencionado al inicio de este artículo, tuvo su origen en una discriminación glotofóbica, y que incluso en espacios en los que se intenta dialogar sobre estrategias para asegurar derechos de personas con discapacidad se han exhibido prácticas discriminatorias de este tipo. Es el caso de lo que sucedió en una reunión sobre educación inclusiva organizada por la Secretaría de Educación Pública y de la que fui parte: una mujer, imitando la forma de hablar característica que tienen algunas personas sordas, dijo que era preferible verlas hacer señas que escucharlas hablar así de mal.
Es importante leer estás prácticas de manera indisociable del racismo y el clasismo. Las violencias que sufren las personas sordas señantes tienen sus paralelismos en las que padecen las hablantes de lenguas indígenas: carencia de intérpretes y de personal médico que hable lengua de señas; esterilización forzada; negación del consentimiento informado; falta de mecanismos que permitan el acceso a la justicia en su lengua y de estrategias digitales para solicitar ayuda en caso de emergencia o violencia doméstica. En todos estos escenarios, se les impone la comunicación en español, un acto que atenta contra su libertad de expresión y que las coloca en una situación de vulnerabilidad al negarles la interlocución conforme a sus derechos lingüísticos.
Por su parte, Tom Humphries, un académico y profesor sordo, a través del concepto de audismo propone englobar las diferentes manifestaciones de la discriminación hacia las personas sordas señantes. Identificó que a lo largo de sus trayectorias de vida viven algún tipo de marginación como resultado de una diversidad de conductas, como la superioridad capacitista de las oyentes; la imposición de la lengua oral o de implantes cocleares con la expectativa de obligarlas a usar esta forma de comunicación; la creencia de que lxs hablantes de español pueden imponer señas a la comunidad sorda; cuando se opta por elegir a oyentes que usen lengua de señas en lugar de personas sordas, por ejemplo, en comerciales o películas; incluso advirtió que también hay personas sordas que reproducen esta práctica cuando manifiestan estar en una posición favorecida para comunicarse oralmente.
Un ejemplo de esta forma de discriminación en redes sociales fue muy evidente con la apertura de una página de Facebook que llevaba por nombre: “Los otros sordos, postlocutivos, hipoacúsicos, hablantes, los que sí sabemos leer”, una afirmación contundente que evidenciaba ese sentido de superioridad frente a lxs sordxs que no saben leer.
Ante esta marca de diferenciación es necesario enfatizar que las personas que nacen sordas o que quedan sordas a muy temprana edad frecuentemente tienen dificultades para la comprensión y la escritura del español, no por su condición, sino por la acumulación de desventajas que les atraviesan a lo largo de su vida: la no aceptación de su sordera por parte de familiares; un diagnóstico tardío; la privación del lenguaje durante los primeros años de vida, que es la negación de una forma de comunicación acorde a sus características, como la lengua de señas; la exclusión dentro de sus propias familias cuando están compuestas únicamente por oyentes; la carencia de una educación y de programas educativos que aseguren su aprendizaje según sus necesidades; y la falta de programas efectivos de enseñanza del español como segunda lengua escrita, que es una de las grandes demandas de las organizaciones de personas sordas.
En los últimos años, se he visibilizado la lengua de señas en los medios de comunicación, resultado de las armonizaciones legislativas y de las demandas y luchas de los activismos. Cada vez hay más noticieros con intérpretes, como la mañanera, las sesiones del congreso, del INE y el INAI; pero las personas sordas siguen careciendo de recursos para ejercer sus derechos a la salud, a la justicia o a la educación básica. En estos espacios, los servicios de interpretación siguen sin llegar, y cuando existen no proporcionan la atención debida a causa de falta de conocimiento sobre la comunidad sorda y la lengua de señas mexicana.
La formación de intérpretes en universidades que aseguren servicios éticos y de calidad es un gran pendiente, así como la profesionalización de personas sordas que también fungen como intérpretes, traductoras o mediadoras. Su representación en los medios es un gran vacío; se privilegia la participación de traductorxs oyentes sobre sordxs.

En términos de inclusión educativa, algunas instituciones se han esforzado para que haya programas educativos para estudiantes sordxs de forma permanente, como en la Universidad de Santa Rosa Jáuregui en Querétaro, la Universidad Marista o el plantel San Lorenzo Tezonco de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México; a nivel medio superior, el Instituto Tecnológico de Iztapalapa y el Instituto de Educación Media Superior plantel Iztapalapa, por mencionar algunos ejemplos.
Sin embargo, la exclusión en la cotidianidad y en el ámbito público no cesa: la Línea Mujeres *765 del gobierno de la Ciudad de México sigue siendo inaccesible para mujeres sordas; las propuestas de personas sordas que se presentan en el parlamento que organiza el Congreso de la Ciudad de México se quedan archivadas; y las legisladoras siguen aprobando leyes que les impactan directamente sin consultarlas. En este este último caso, la Suprema Corte ha jugado un papel importante al rechazar aquellas acciones legislativas que no incluyen las opiniones de personas con discapacidad.
Ante los casos de violencia, el organismo local en la Ciudad de México encargado de erradicar la discriminación ha permanecido silente, sus pronunciamientos se limitan a las conmemoraciones vacías de cada 23 de septiembre, Día Internacional de las Lenguas de Señas, o 28 de noviembre, Día Nacional de las Personas Sordas, cuando repiten incesantemente que se debe de garantizar su ejercicio de derechos, pero sin que ello se traduzca en acciones concretas que conduzcan a esos fines. Hay por ahí alguna relatoría de un Encuentro de Personas Sordas en la que se vierten las demandas y soluciones de la propia comunidad, sin que ello haya producido aún los cambios esperados, lo cual provoca un retraso preocupante para atender denuncias específicas, como la que consta en el expediente COPRED/CAyE/R-007-2022, en la que se manifiesta la falta de atención en lengua de señas en los servicios que presta la Agencia Digital de Innovación Pública y Locatel, y que a más de un año sigue sin respuesta.

Lo que nos demuestra el audismo y la glotofobia es la persistencia del modelo médico que niega la diversidad; ambos se imponen como barreras actitudinales que en ciertos espacios tendrán como consecuencia la negación del ejercicio de derechos y el desdén por el colectivo. Si bien hoy podemos decir que tenemos avances importantes en materia de armonización legislativa y una incipiente puesta en marcha de acciones que aseguren accesibilidad en distintos ámbitos, es necesario mencionar que carecemos de campañas efectivas gubernamentales que tengan como objetivo desincentivar estas conductas.
La glotofobia, el audismo, el racismo y el clasismo se sostienen en las estructuras arbitrarias y retrógradas impuestas por determinados sectores capacitistas y privilegiados de la sociedad. Tendrían que preocuparnos, entonces, las maneras en que se imponen sobre una persona sorda, pobre e indígena. De ahí la importancia de nombrar y reconocer estas violencias. Mientras haya más personas que se alarmen y exhiban su furia frente a la diversidad lingüística y no frente a la violencia hacia un joven sordo o a un niño otomí quemado por sus compañeros de clase por no hablar bien español, necesitaremos de solidaridades más radicales y colectivas que se atrevan a aceptar y respetar esas otras maneras de ser y de construir entornos, donde podamos decir que estamos todxs.