En junio de 2014, el entonces presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, declaró que una “crisis humanitaria” de menores migrantes centroamericanos no acompañados se había desencadenado en la frontera sur de su país, urgiendo al Congreso que tomase acciones para aprobar la agenda de migración que había propuesto. Una enorme cobertura mediática, en buena medida sensacionalista y parcial, sucedió a las declaraciones de Obama. En diversos medios alrededor del mundo, los niños, niñas y adolescentes centroamericanos, protagonistas de la recién declarada “crisis humanitaria”, fueron retratados como víctimas pasivas de padres irracionales e irresponsables, o como daños colaterales de condiciones de violencia en sus regiones de origen, las cuales fueron des-historizadas y naturalizadas. Muy pocos recuentos les comprendieron y reconocieron como actores sociales con saberes, experiencias y capacidades analíticas que es crucial conocer e incorporar al saber colectivo.

Además de colocar el foco de atención en el incremento de los niños/as centroamericanos que llegaban a la frontera sur de los Estados Unidos y no en las causas de su movilidad, este episodio reveló la utilidad política de las “crisis”. Entre otras cosas, esta “crisis humanitaria” sirvió para legitimar del Programa Frontera Sur (PFS), firmado por Peña Nieto y Obama con sólo algunos días de diferencia al anuncio de éste último. Destinado supuestamente a proteger los Derechos Humanos de los migrantes y a alentar la migración “ordenada”, el PFS no hizo sino legitimar una práctica de criminalización, persecución, detención y deportación que México y Estados Unidos venían desarrollando con anterioridad y que tuvo un impacto enorme en niñas, niños y adolescentes migrantes. De 2013 a 2014, la detención y deportación de niños centroamericanos por parte de México se incrementó en 117% al pasar de 8,350 a 18,169. Para febrero de 2015, las deportaciones de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos de niños/as y adolescentes migrantes no acompañados ya habían descendido 42% (Boggs, 2015). El objetivo se estaba cumpliendo: externalizar la frontera Sur de los Estados Unidos a la frontera entre México y Centroamérica; y transferir buena parte de las funciones de detención y deportación de migrantes a México. 

Detener y deportar a los niños/as migrantes ya se venía perfilando como una vía prioritaria para penalizar y frenar no sólo el derecho humano a la reunificación familiar, sino cualquier otra causa legítima de movilidad, como huir de la violencia doméstica. Aunque apenas imaginábamos la magnitud de lo que vendría después. Con Donald Trump, una segunda crisis provocada por la política de separación de las familias que llegaban con sus hijos a la frontera sur de Estados Unidos cobró tintes draconianos. Se volvió aún más evidente que la era en la que se aceptaba a algunos migrantes “virtuosos” y se les concedía una posibilidad de regularización a través de programas como el Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA), llegaba a su fin. Entrábamos abiertamente en una era de violenta gestión y exclusión permanente de la infancia y la juventud migrante como poblaciones excedentes; y de castigo de las poblaciones “peligrosas e indeseables” a través de las niñas y los niños.

La violenta política anti-inmigrante y de “cero tolerancia” mediante la cual se separó a miles de niños y niñas de sus padres o cuidadores y se les encerró en jaulas de malla es una muestra de que la infancia migrante se ha convertido no sólo en destinataria, sino en crisol y laboratorio de las racionalidades de control, castigo y seguridad que han de extrapolarse al conjunto del cuerpo social. Esta segunda crisis, desatada por la administración de Trump, convirtió a los cuerpos, las emociones y el bienestar mental de las niñas y niños migrantes en un campo de batalla y en una arena política y moral para materializar, reinscribir y reafirmar las fronteras nacionales. Esto se enmarcó como parte de una batalla del bien contra el mal, de lucha contra los “bad hombres”. Pero también como parte de una estrategia para reafirmar la supremacía racial blanca frente a la amenaza de “hordas” de poblaciones indeseables y potencialmente peligrosas.

Niñas y niños fueron transformados en una herramienta para castigar, controlar y aterrorizar no sólo a sus padres, sino a toda la población adulta inmigrante y a los millones de observadores y testigos que seguíamos las noticias, atónitos. El direccionamiento de la violencia sobre los niños y las familias iba más allá de los inmigrantes que pretendían cruzar la frontera en esos momentos. Iba dirigido también a los millones de familias de estatus irregular y no-blancas que ya viven en los Estados Unidos. Buscaba enviarles un claro mensaje sobre la precariedad de su vida, la futilidad de sus vínculos con la nación y el territorio en el que viven, la desechabilidad de sus cuerpos y la fragilidad de sus lazos familiares, uno de los principales anclajes de pertenencia. Esta no fue solamente una estrategia antiinmigrante. Fue una aserción de supremacía racial sustentada en la reinscripción de las fronteras nacionales.

 En esta ocasión aprendimos que las crisis también son provocadas y sirven para empujar cada vez más lejos los límites de lo que debería ser absolutamente inaceptable. Sirven para familiarizarnos aún más con lo que significa la supeditación de la dignidad humana a las políticas de gestión migratoria y de seguridad nacional. Fue una muestra de la capacidad de los gobiernos para deshumanizar el desplazamiento forzado y dar a las recurrentes prácticas de criminalización de la migración la potencia y la efectividad del trauma. Elegir como blanco a niñas y niños es una estrategia realmente efectiva cuando lo que se busca es infundir terror. Hoy conocemos un poco mejor la magnitud de un régimen de violencia que venía implementándose mucho antes del gobierno de Trump: entre 2014 y 2018, la Oficina para el Reasentamiento y Refugiados (ORR) de E.U. recibió 4,556 quejas de acoso, tocamientos inapropiados y abuso sexual en contra de niños, niñas y adolescentes migrantes, la mayoría cometidas por personal de las instalaciones donde se encontraban albergados. Hasta la segunda semana de febrero de 2019, más de 11 mil niños, niñas y adolescentes permanecen todavía separados y retenidos (Long, Colleen, 2019, At least 4,500 abuse complaints at migrant children shelters. AP news).

Hay un concepto que puede ayudarnos a pensar más a fondo la lógica detrás de este régimen de castigo y des-humanización: la noción de inocencia. Como postula Miriam Ticktin (2017, «A world without innocence». American Ethnologist 44(4):577–590), si bien en regímenes autoritarios los principios liberales de la democracia, la libertad individual y la igualdad dejan de ocupar un lugar central, con frecuencia principios morales como la familia, la inocencia y la pureza siguen ejerciendo una influencia notable, sobre todo si se trata de niñas y niños. No ha sido el caso del régimen de ultraderecha de Trump, en el que el valor de la inocencia, inseparable en el pensamiento occidental de la idea de infancia, fue puesto en duda y suspendido para miles de niños/as con orígenes culturales y fenotipos no-blancos.

A los miles de niñas, niños y adolescentes que fueron separados de sus familias, encerrados en jaulas, sedados y medicados a la fuerza ( Barry, Dan, et al., 2018, «Cleaning toilets, following rules: a migrant child’s days in detention». The New York Times, 14 de julio) y, ahora sabemos, también abusados, se les deshumanizó al negarles la cualidad paradigmática que se asocia a la infancia occidental: la inocencia. No se trata entonces de reinstalar la inocencia como valor supremo, sino de entender la lógica particular con la que se usó la medicación forzada, la separación familiar y la detención sobre niños/as y adolescentes de orígenes culturales distintos como pruebas de que ellos y ellas no podían ser considerados seres inocentes y, por lo tanto, había que aplicarles medidas de control, castigo y disciplinamiento. En regímenes autoritarios como éstos, el niño/a humano es el niño/a puro e inocente, y la distinción entre serlo y no serlo se construye sobre líneas raciales. A los miles de niños y niñas detenidos y separados, los lazos consanguíneos los sentenciaron como culpables o, al menos, como víctimas no-inocentes de los “crímenes” de sus padres, declarados potencialmente peligrosos bajo prejuicios de raza. Así, cientos de madres fueron separadas hasta de sus bebés, muchos de ellos permanecieron detenidos y separados durante semanas, e incluso fueron enviados a otros estados (Dasse Lauren, 2018, “I saw a 5 month old baby in detention. The harm to him cannot be undone.The Guardian, 22/06/2018). Incluso los hermanos pequeños fueron separados entre sí, y a niños y niñas se les prohibió todo contacto físico entre sí (Barry, et al. 2018).

Frente a un panorama tan desolador, desafortunadamente le sigue una afirmación aún más dramática. En México sucede lo mismo y en ocasiones ha sido incluso peor. La cuestión central es que en México, a diferencia de los Estados Unidos, la capacidad de los medios y la sociedad civil para obligar al estado a transparentar sus procedimientos y rendir cuentas es mucho menor. Los excesos, violaciones y abusos cometidos por las autoridades migratorias hacia niñas, niños y adolescentes se han dado bajo un régimen de opacidad, discrecionalidad y casi nulas vías para la rendición de cuentas. Históricamente, en México no sólo ha sido más difícil que los medios y las organizaciones civiles consigan el acceso que se ha tenido en Estados Unidos, aunque restringido, a los albergues y los centros de detención. Es menos frecuente también que los propios miembros del aparato gubernamental, como abogados, procuradores, trabajadoras sociales, cónsules, jueces, oficiales y representantes locales alcen la voz y usen su autoridad para ejercer mecanismos de vigilancia y protesta ante los abusos.

Hace mucho que se viene documentando y denunciado que también en México el Estado se ha convertido en un aparato que ejerce violencia sistemática sobre niñas, niños y adolescentes migrantes (Ceriani Cernadas, Pablo, ed., 2012, Los derechos humanos de los niños, niñas y adolescentes migrantes en la frontera, México-Guatemala: Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova / Centro de Derechos Humanos de la Universidad Nacional de Lanús / Ford Foundation). En parte, esto se debe a que el Estado ha dado menos posibilidades para construir contrapesos efectivos, dentro y fuera de su estructura gubernamental, y a que tenemos una sociedad civil más débil y con menos recursos. Una situación que podría empeorar en los próximos años con el anunciado fin de los apoyos gubernamentales a las organizaciones defensoras de Derechos Humanos.

Con el cambio de gobierno hemos atestiguado la toma de decisiones sumamente acertadas, como el cierre de varias estaciones migratorias en distintos puntos del país por operar en condiciones infrahumanas, y luego de confirmarse lo que muchos ya sabíamos: la existencia de celdas de castigo dentro de las que en realidad han funcionado más como prisiones para migrantes. Si bien esta es una medida alentadora, durante las últimas semanas también hemos atestiguado prácticas de detención y redadas masivas en contra de los integrantes de las caravanas migrantes en el sur del país que han violentado su integridad y sus derechos, y que han afectado sobre todo a las madres con hijos pequeños y a niños, niñas y adolescentes. Se trata de un intento de control migratorio sumamente preocupante en tanto que produce prácticas que afectan desproporcionadamente a los menores de edad y a las familias con hijos pequeños.

Pero la violencia perpetrada por el estado hacia los niños y niñas migrantes no es nueva y se ha vuelto sistémica. En parte porque durante años en México hemos autorizado y ocultado bajo eufemismos legales e institucionales prácticas recurrentes que violan sus Derechos Humanos. Por ejemplo, llamándole “presentación” a la privación de la libertad, “aseguramiento con fines de protección” a la detención y separación familiar; “retorno asistido” a las deportaciones que los niños/as y adolescentes firman sin siquiera saberlo; e “interés superior del niño” a prácticas de protección que ni siquiera toman en cuenta la posibilidad del refugio. Ha sido ampliamente documentado que México ha hecho de la violación al debido proceso y de la negación sistemática de la protección internacional a los niños/as centroamericanos una práctica institucional (Ceriani Cernadas 2012; Human Rights Watch 2016).

En México son los propios agentes del Estado, los oficiales del Instituto Nacional de Migración (INM), quienes se han convertido en una de las principales amenazas para la vida y la integridad de las personas migrantes, como ha mostrado la Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes ( 2018. El estado indolente: recuento de la violencia en las rutas migratorias y perfiles de movilidad en México. Informe 2017. REDODEM). Al igual que en Estados Unidos, en nuestro país también se dan prácticas de separación familiar. No como estrategia de disuasión de la migración, sino más bien como producto de la ineficiencia, negligencia y autoritarismo de los funcionarios. Pero también por la falta de recursos y capacitaciones que les permitirían a los funcionarios atender estos casos con mayor cuidado y herramientas. Más aún, en nuestro país la separación de familias migrantes también se da bajo perfiles raciales: se llama “enganchamiento” de jornaleros agrícolas, y obliga a millones de familias indígenas y rurales a separarse para que la agroindustria pueda capturar exclusivamente a la mano de obra más rentable: los hombres de entre 18 y 45 años, la gran mayoría padres de familia. Pero sobre la migración jornalera casi nunca se habla con la misma atención y preocupación que caracterizan a la de tránsito, a pesar que involucra a más de nueve millones de familias compuestas por más de tres millones de niñas, niños y adolescentes.

Aunque la modificación de la Ley General de Migración en 2011 y la promulgación de la Ley General de Protección a Niñas, Niños y Adolescentes en 2014 son avances positivos, estas leyes muchas veces no se cumplen en la práctica y no han transitado todavía por un proceso de homologación. Esto ha perpetuado la existencia de una enorme “zona gris” de indefinición y ambigüedad propicia para abusos y violaciones de todo tipo a niñas/os y adolescentes. La primacía de los objetivos de una política migratoria centrada en la detención por encima de una política de protección integral de la infancia migrante sigue siendo una realidad.  La deportación y la restricción en el acceso a mecanismos de protección internacional a los niños/as y adolescentes migrantes son justificadas anteponiendo la “reunificación familiar”; y el principio universal del interés superior del niño ha sido apropiado por un Estado que usa el discurso de los Derechos Humanos para legitimar un modelo migratorio violento y punitivo.

Hay mucho que se puede hacer, empezando por erradicar toda forma de detención, aseguramiento y “presentación” de niños, niñas y adolescentes migrantes que impliquen la negación de los derechos humanos a la movilidad y el territorio, la privación de la libertad y la separación familiar. A esto habría que agregar el fortalecimiento de los mecanismos para brindarles protección internacional; pero también la creación de formas alternativas de protección y restitución de derechos, como las familias de acogida, los esquemas de patrocinio para niños, niñas y adolescentes no acompañados, las comunidades infantiles, los albergues de puertas abiertas y los comités mixtos que acompañen y vigilen la labor de las autoridades. Para todo ello, una sociedad civil fortalecida, crítica, libre y con las garantías de un régimen democrático y plural es una herramienta indispensable.