Gina waa dluxan gud ad kwaagid
(Todo depende de todo lo demás, dicho haida)

Dos cosas llenan nuestro ánimo con creciente admiración y respeto a medida que pensamos y profundizamos en ellas: el cielo estrellado sobre nosotros y la ley moral dentro de nosotros (ver Kant, Crítica de la razón práctica). Y sin embargo, hay algo profundamente errado en ello. Arriba y Adentro no son las únicas coordenadas y su acento añejo es ya vana idolatría. Vamos y venimos desde Abajo. No importa cuán Adentro, el Otro está Afuera.
Dos cosas llenan mi ánimo con creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el suelo fértil debajo de mi, el apoyo mutuo entre nosotros.
Reprochamos a quien tiene la cabeza entre las nubes y no pone los pies sobre la tierra. Sin embargo, entendemos mejor las nubes que el suelo. La ciencia resulta sorprendentemente lenta cuando las preguntas son correctas, por no decir incómodas. Lo cierto es que la negra tierra no es menos oscura que la noche sin estrellas; es el límite donde lo orgánico y lo inorgánico se encuentran; es la vida liminal.
Aunque suele ser pensada como origen, la tierra negra es un fruto extremadamente tardío. En un universo demasiado joven ni siquiera hay suelo inorgánico. El suelo orgánico requiere, además, la vida. Su precondición: planetas densos, metálicos y enriquecidos, estrellas reventadas.
Una confusa masa de polvos, gases y materia incandescente dio paso a la corteza terrestre durante el eón Hádico. Fracturados por los aluviones celestes, no hubo grandes continentes hasta el fin del Arcaico, cuando el planeta era una hoya de efecto invernadero. La concentración de oxígeno en la atmósfera y de estratos en los continentes se dio durante el Proterozoico. Entonces se formaron y fracturaron los primeros supercontinentes, Rodinia y luego Pannotia, y se dieron las primeras glaciaciones al punto que, quizá, la Tierra fue una bola de nieve. El eón Fanerozoico comenzó poco después de la separación de Pannotia. Fanerozoico significa «vida visible” y refiere a la emergencia de innumerables formas de vida no microscópicas, aunque también abarca la explosión evolutiva del ojo: las eras de los peces (Paleozoico), reptiles (Mesozoico) y mamíferos (Cenozoico). Los fósiles del periodo Pérmico llenan de asombro, nada satisface las proporciones con que los gigantes, saurios o mamíferos, han inyectado nuestro inconsciente. Cabezas demasiado grandes reposando en hombros por debajo de las caderas y terminando en colas demasiado chicas. Y el Triásico no fue menos curioso. No importa si dragones, quimeras, ícaros o arcángeles, las alas están en las manos, los brazos o la espalda. En gran contraste, el Sharovipteryx mirabilis fue un pequeño reptil del Triásico de piernas aladas. Fanerozoico, el eón donde se creó y destruyó Pangea, se extiende hasta nuestros días, cuando una nueva Pangea, una Pangea de artificio, ha vuelto a resurgir.
Homo sapiens es un término logrado y aún así no es suficiente. Según se inquiera, algo queda fuera o no resulta debidamente enfatizado. La literatura se extiende: Homo depictor (que representa); Homo faber (que interviene); Homo ludens (que juega); Homo economicus, politicus, technikos, …, Homo imaginor (que ensueña los anteriores). Y, sin embargo, ninguna de las entradas de este bestiario exalta nuestra obra diaria y más acabada. Nuestro sello es, justamente, nuestra huella indeleble: la transformación del paisaje. La enorme capacidad de nuestra especie para transformar el paisaje simplemente no tiene parangón. Dado que es el fuego el más político de los elementos, la metáfora y herramienta esencial del cambio, aquí hablaré del Homo igneus para referir a ese ser inflamado que transforma lo que toca.
Fueron raptos: la espalda erecta y el pulgar oponible, la domesticación del fuego y los primeros animales. Así nos volvimos quienes fuimos. Contamos nuestra historia a partir de la piedra tallada, la piedra pulida y ello es justo, bien leído en esos verbos siguen nuestra suerte y alegorías. Las primeras bolsas y sillas, las primeras estatuillas y flautas, fueron momentos cumbres y, sin embargo, no se comparan con la doma del caballo. Algo pasó cuando nos subimos al lomo de un caballo. Para empezar, nunca nos bajamos. El caballo se hizo hidráulico y metálico hasta que de su hocico resoplaron vapores. Cruzó las simas de Pangea, se cargó de textiles, se vistió de electricidad, y ahí seguimos. Hoy el caballo es discreto, por no decir, cuántico y relativista, digital y virtual. Caballos de fuerza era la metáfora obligada: fuimos centauros.
En su dispersión, el Homo igneus alcanzó una enorme diversidad de formas anatómicas y culturales, de sistemas de producción y manutención. Diversidad policroma que apuntaba en la dirección de la especiación. Distintos seres, todos inteligentes, todos hondos, quizá con un hoyo en el pecho como vestigio. Los barcos renacentistas detuvieron ese proceso. Sus velas, la aguja; su tripulación y cargamento, el hilo. Sin así pretenderlo, los marinheiros remendaron la deriva continental. El mundo recomenzó el proceso de volver a ser uno solo.
La Pangea artificial inició en el mar pero cristalizó con puentes aéreos. Cuatro siglos de colonias y mercado bastaron para que todos los seres, no importa si separados por abismos temporales de millones de años, terminaran arremolinados o extintos (ver Crosby, El imperialismo ecológico). Los pastizales que acaparan la mitad de los continentes son, quizá, el mejor ejemplo.
Si forzamos la película de la humanidad a un montaje continuo, todo cabe, la revolución neolítica y la revolución francesa. Todo hasta el siglo XX. La bomba atómica es el cuadro obvio que impele el corte. No como evento aislado (ningún evento aislado explica o es explicado), sino como mosaico. La escalada energética y demográfica rompieron la pupa de nuestra metamorfosis. Antes éramos una especie entre otras, ahora somos una plaga. Que sea crónica la soledad y su vacío reincidente, la ausencia de guías cautas y la proliferación de guías desesperadas, la innegable crisis que se gesta dentro de cada uno de los siete mil setecientos millones de individuos que somos, se explica por este hecho.
Tómese la definición de plaga que se prefiera, nuestros números la satisfacen: explosión demográfica o crecimiento anómalo; llaga o herida profunda; espécimen indeseado, insano o dañino. Homo homini lupus denota un individuo solitario, acaso una jauría, pero cojea cuando intenta retratar una nube de rostros convulsos que devora en segundos del presente milenios del pasado. La gran diferencia es que mientras las plagas usuales suelen expirar tras agotar el recurso específico del que dependen, nuestra capacidad de adaptación no nos restringe a ningún medio en particular. Somos una peste de dimensiones fractálicas.
Dentro de los ecosistemas hay redundancia específica, esto es, diferentes especies realizan las mismas funciones ecosistémicas. Los roles de los individuos dentro de las especies no son menos redundantes y, sin embargo –dado que no hay dos objetos perfectamente iguales en este universo–, en última instancia cada individuo no puede realizar su rol sino de manera única. Es este tamiz de sutilísimas diferencias el que pone en marcha la evolución. Devenir plaga cambia el estatus ontológico. Sin importar su peculiar extrañeza, su matizada distancia, la plaga diluye el potencial particular de los individuos. Así trastocados, los individuos se pierden irreversiblemente dentro de la masa, incluso si periféricos o benéficos. Cuando todo arde no hay muchos fuegos, sólo un gran incendio.
Como individuos vivimos nuestras vidas ignorando nuestra muerte. Como especie no hemos hecho distinto. A lo largo de silenciosos milenios olvidamos que éramos animales, disimulamos que no habríamos de cesar. Recordar que lo somos fue notablemente arduo y sus consecuencias un saber pendiente. Lo mismo puede decirse de nuestra situación en el mundo, nuestra visión ecológica llegó después de que nuestro poder ecocida ya había sido liberado.
La humanidad ha muerto. Ello no es un nuevo uso del lenguaje, señala que hemos cruzado un umbral nítido, objetivo y material con consecuencias irreversibles. El 2020 fue el año donde la masa antropogénica igualó la biomasa. Hormigón y asfalto rebasan la vegetación, los plásticos pesan más que la fauna. Fuera de cualquier equilibrio ecosistémico, no podemos ser sino fundamentalmente dañinos, incluso para nosotros mismos. No importaba que creyéramos lo contrario, éramos una especie entre otras y la humanidad era su historia. No más; ahora el artificio rebasa la natura, lo que valía ya no vale. La balanza de Osiris está quebrada. Como tal, nada de lo que fuimos sigue siendo.
Nietzsche utilizó la enorme distancia que nos separa de las estrellas para dar cuenta de la muerte de dios. Los hombres seguían alabando un ser que ya no estaba. Lo mismo ha vuelto a pasar, la humanidad está muerta y, sin embargo, la noticia aún no nos ha llegado.
A plena luz del día, provista con una linterna en sus manos, una loca no dejaba de gritar: «Aquí buscaron al hombre y luego Dios. ¡Yo busco la humanidad!» Los presentes no dejaron de reírse y, mientras lo grababan, con sorna se decían: «Es una migrante». Y las carcajadas seguían. A la loca no le gustaron esas burlas y, precipitándose entre ellos, les espetó: «¿Qué ha sido de la humanidad?». Fulminándolos con la mirada agregó: «Os lo voy a decir. La hemos matado. Enterramos los cielos y abrasamos la tierra. Vaciamos la mar y nos multiplicamos como pestes». Se puso colérica y echó al suelo su linterna, supo que se había metido muy precozmente entre los hombres. Y como las cámaras no dejaban de apuntar hacia ella, esgrimió reiteradamente su argumento: «¿Qué son todas esas lentes?, sino cristales astillados de ojos que ya no ven?». (Ver Nietzsche, la gaya ciencia)
Sapere aude nunca fue suficiente. El rito de paso no se consagra en el atrevimiento, sino al asumir las consecuencias. Además de atrevernos a pensar por nosotros mismos, debíamos tener el coraje para reparar los estragos de nuestra (sin)razón. (Com)pensar. No bastaba responder las preguntas sino responder por las preguntas. Responsabilidad es la cualidad de quien responde a sus compromisos. La muerte de dios nos dio la posibilidad de ser responsables de nosotros mismos y volvernos como dioses. La muerte de la humanidad nos da la posibilidad de vernos tal cual somos. Quizá entonces podamos dejar de ser demasiado humanos y empezar a ser justamente humanos. ¿Y por qué querríamos ser humanos? Entendámoslo bien, el Homo igneus no es Nerón, es el gran paisajista y, cuando es sutil y persistente, sus resultados son asombrosos.
¿Buscas la humanidad? Encuentra la Terra Preta. La formación de suelos enriquecidos es la señal de asentamientos estables y duraderos dentro de la selva. Hasta qué punto la Amazonía fue manejada sigue siendo objeto de controversia, lo cierto es que la idea del corazón selvático absolutamente prístino ya no se sostiene. Desde su arribo, los primeros moradores intervinieron el paisaje. El macizo del Amazonas pudo haber sido uno de los primeros grandes centros de domesticación de cultivos, al punto que milenios más tarde se revelan patrones de asentamientos inesperadamente complejos. En vísperas de la conquista, las transformaciones a gran escala de los paisajes enarbolaban un sistema productivo, no destructivo, que sostenía varios millones de personas.
Resulta inútil, entonces, buscar pruebas de la civilización en parches forestales dominados por unas pocas especies favorecidas por las actividad humana. La domesticación a largo plazo de los bosques amazónicos, además requirió de corredores de fauna, control de plagas, gestión del fuego y, sobre todo, mejora del suelo. La eterna «Ciudad Perdida» del Amazonas siempre estuvo entre nosotros, y era más reluciente y monumental de lo esperado. No estaba perdida, no era de piedra, era una ciudad arbórea.
Los centauros no hicieron más que explotar de diversos modos el suelo, pero de lo que se trata es de crearlo. A grano grueso, la propuesta es ésta: Distintos sistemas de suelos implican diferentes ecosistemas. El suelo comanda, los sistemas productivos obedecen. Milpas en la vega y potreros en las lomas son los ejemplos obvios. El orden puede alterarse, previo matricidio. El suelo envenenado puede parir lo que sea donde sea, pero sus reservorios quedan condenados. El crimen se detiene, no obstante, si atendemos las particularidades de las zonas, cuando respetamos su localidad. No es un asunto de ismos, ninguna agenda rígida, externa e impuesta logrará lo que se pretende. Produzcamos lo que permita la compleja suma sistémica que minimice la presión sobre los ecosistemas y maximice su resiliencia: un consumo que no nos consuma. Nuestra huella podría ser el aumento de estructuras y diversidad.
El calendario pareciera apurarse. Cada vez son menos quienes alcanzaron a morar dentro de ecosistemas no predados. Quedan pocos de los que vivieron en carne propia la segunda Guerra Mundial, menos aún los que lucharon por la República, y quizá ningún revolucionario de inicio del siglo XX. No importa la orientación u opinión que se tenga, los grandes momentos del siglo XX fueron también los últimos momentos de la humanidad. Pronto ya no habrá ningún testigo directo de los tiempos sumergidos en la naturaleza, sin telecomunicaciones ni electricidad, donde lo analógico no era aún un término pues lo digital era apenas un sueño. Un mundo lento y de mecanismos, de pruebas y errores. Un espacio naturalmente resistente y resiliente. La vieja guardia se lleva una idea de humanidad que, aún con sus distorsiones y transgresiones, alcanza a aquellos que fueron los primeros. No es la muerte de una lengua, es la muerte de una voz. Lo que se pierde es la singularidad de la primera persona del singular. A su vez, los ahora presentes somos los últimos testigos de esto. Queda en nosotros hacer constar que hubo un mundo así, aun cuando ello implique relatar lo abrasado de esos seres tan enamorados del arriba que se permitieron pisotear el abajo, tan inmersos en sí e interesados en dejar su propia huella, que olvidaron que el problema real de cualquier especie como la nuestra es, justamente, que imprime una huella indeleble.
A lo largo de la historia, de la arena social a la biológica y de regreso, la competencia, la lucha, el individuo fueron sobrerrepresentados. Primero, por exagerarse sus triunfos. Segundo, por presentarse como la historia única. Así, la colaboración, el apoyo, los colectivos fueron esencialmente subrepresentados cuando no suprimidos. Basta de lagunas gratuitas que no deben nada a nadie. Ya lo sabemos, el apoyo mutuo, como recuerda Kropotkin, es el quicio invisible donde reposan los más grandes momentos de sabiduría y sensibilidad. Ya lo sabemos, sin contrapunto-armónico los colectivos maniatan individuos y los individuos desgarran colectivos. Sin embargo, no elevaré aquí la ayuda mutua a panacea –no ahora que la necesidad de ser solidarios no podría ser más obvia y, aún así, el egoísmo sigue reinando; no ahora que el terrible costo real de todos nuestros productos ha quedado de completo manifiesto y, aún así, sus disfraces y cosméticos siguen recibiendo pleitesía–, sólo dejaré dicho que incluso sin remedio, cuando no hay solución y todo está perdido, la amistad da sentido y dignidad a la travesía.
Rebosan las contradicciones de nuestro tiempo. Nunca antes tantos viejos fueron tan viejos y, sin embargo, nuestra respuesta a la pandemia provoca que muchos de ellos adelanten en malos términos su partida. No podemos permitir que la vieja guardia se vaya así. Solo la solidaridad puede desacelerar el vórtice que devora los ayeres…
(… Algo en esta última imagen que me obliga a interrumpir la escritura. Pienso en mi abuela que murió privada de sus ayeres. Retomo la lectura de un libro históricamente interrumpido, de Marguerite Yourcenar, Las memorias de Adriano. Encuentro el separador que creía extraviado y leo:
“Antímaco había comprendido mejor el misterio de los horizontes y los viajes, la sombra que proyecta el hombre efímero sobre los paisajes eternos” (244)…
Sabíamos que el hombre era efímero, calculamos que su sombra también debía serlo. Nunca lo fue. El misterio de los horizontes yace en la sombra eterna que proyecta el hombre efímero sobre los paisajes perennes.

Supongo que retrato horizontes por la perplejidad que encierran. Esa línea tan definida, tan firme y sólida, esa última línea terrestre no suele ser, en su imagen más pura, de tierra, sino la inestable interfaz de dos fluidos.

Continúo con la traducción de Cortázar:
“Sí, Atenas era siempre bella, y no lamentaba haber impuesto disciplinas griegas a mi vida. Todo lo que poseemos de humano, de ordenado y lúcido, a ellas se lo debemos” (251)…
Esta romanza es lo que letra a letra vengo negando, pero no logro fabricar un nuevo palimpsesto. Me rinde la paradoja de domar las letras para discurrir sobre lo salvaje. Pienso al Sharoviterix mirabilis como un Aquiles de mercurio y me hundo en cavilaciones aún más inútiles, sin embargo son días de sol y hay que estar afuera, la vitamina D no perdona. La fotografía tampoco…
Los Países Bajos son una naturaleza muerta. Todo es artificio: Los bosques son sembrados, la tierra es recuperada. Véase Oostvaardersplassen, una reserva de singular relevancia para la conservación de la avifauna. Como el resto de la provincia de Flevoland, tiene una elevación negativa, tres metros por debajo del nivel del mar. Se trata de un pólder creado en 1968. Aunque es un área natural protegida, la presencia humana resulta inminente, ahí están las vías del tren, una autopista, antenas y molinos. Además de los koniks (caballos ferales con línea mular, originarios de Polonia), otros grandes herbívoros como el venado rojo, fueron introducidos para mantener las zonas abiertas en beneficio de las aves. Sin embargo, el espacio resulta más pequeño de lo que se quisiera, la cerca aprieta y los inviernos son crueles. Sin predadores y con escaso alimento, el hambre arrasa las tropillas. Este extraño lugar no es un parque natural ni tampoco un potrero mal manejado o un zoológico decadente. Estrictamente es un experimento ecológico y, cambio climático mediante, una posible imagen del futuro.
Las civilizaciones se impusieron a mata de caballo. Ahora que la naturaleza declina, no sorprende que se intente restaurar los ecosistemas con caballos ferales, puesto que los salvajes ya no existen… No retomo el hilo porque nunca lo perdí. En todo caso, este hilo viene desde el laberinto. ¿Qué borda el minotauro?
Era muy pequeño, estábamos en casa de mi abuela. El divorcio era reciente. Mi padre, al que veía poco, había vuelto de algún viaje y me había traído un regalo, un papel azul. ¿Qué es eso? Vuelve luz las sombras. Mi primera cianotipia fue de las venas de una hoja. ¿Qué es esto? Tú, al poner y quitar la hoja. Un autorretrato involuntario. Nuestra humana inquietud por dejar una huella ha oscurecido el problema, por demás meridiano e inevitable: somos una especie de huella indeleble…)
Con la vieja guardia se pierde la memoria viva del mundo antes de la Pangea artificial, cuando no éramos plaga. Es más que el fin de un narrador o una narrativa histórica, se apaga la voz que daba a la primera persona su individualidad íntima. Incapaces de llenar este hueco –pero capaces de empatizar, tanto con los que están por irse como con los que apenas llegan–, nuestro deber histórico es, al menos, preservar el vacío que queda. Lejos de poderes necrománticos que no tenemos, nos toca sentir y hacer sentir que hubo un tiempo donde ser uno no era ser uno más. Extinción y remolinos marcan nuestro tiempo, ¡basta de reificar –con nombres ridículos además– nuestras generaciones!
No es de extrañar que una especie increíblemente adaptable abunde en el planeta. Lo que estamos viendo es otra cosa. No hace mucho fuimos una especie entre las especies. Curiosamente, una especie curiosa. Entonces teníamos la posibilidad de hacer y pensar y ahí estaba, entre otros, el imperativo categórico como guía. No más; ahora somos una plaga cuya homogeneidad acribilla los brotes emergentes y torna ciclópeas las ideas que logran materializarse, sin importar lo pequeñas e inofensivas que pudieran parecer. La masa antropogénica rebasa la biomasa porque un sistema extractivista de producción (que es contingente) fuerza a que cada semana, cada uno de los millares de millones que somos, esculpa (de manera necesaria) un concreto golem de concreto a su imagen y semejanza. Antes de la Pangea artificial los hombres soñaban con dejar su huella, ese era su sino, su manera de intentar evadir la muerte. En la Pangea artificial, creemos que sobreviviremos si logramos reducir, no se diga ya borrar, nuestra huella. Y, sin embargo, el camino es otro: nuestra huella podría ser el suelo.
*
Dos cosas llenan mi ánimo con creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el suelo fértil debajo de mi, el apoyo mutuo entre nosotros.