Rafael Pérez-Taylor y Miguel Ángel Segundo Guzmán, eds. (2021). La construcción de la memoria en México: Siglos XVI-XXI. México: Universidad Iberoamericana, Universidad Nacional Autónoma de México, 235 p.


La necesidad de recordar una parte del pasado la encontramos en los restos humanos materiales más antiguos como una manera de atrapar el entorno o dominar la vida presente. Las primeras inscripciones son formas de aminorar el miedo a la naturaleza salvaje, de aproximarse a lo desconocido y dotar de seguridad y sentido a las acciones futuras. Este tipo de memoria la elabora o construye un grupo o comunidad y la adapta continuamente a las circunstancias. De ahí que la conozcamos como memoria colectiva. Las dificultades para distinguir la historia de la memoria colectiva son frecuentes, porque ambas se ocupan de los hechos, los testimonios y las imágenes pasadas; porque no hay historia sin memoria, ni memoria sin historia, y porque a menudo la memoria colectiva se hace pasar por “historia verdadera”.  Sin embargo, mientras, con base en la sistematicidad, la coherencia y la precisión, la historia aspira a que los recuerdos recogidos se aproximen lo más posible a la realidad vivida, la memoria colectiva es una forma de observación del pasado relacionada con las propias vivencias intelectivas y emocionales que no pretende, como sí lo exige la historia, sustentar en pruebas aquello que narra.

El libro editado por Rafael Pérez-Taylor y Miguel Ángel Segundo Guzmán, La construcción de la memoria en México: Siglos XVI-XXI, reúne once artículos que abordan distintos momentos de la construcción de la memoria en México con énfasis en los usos del pasado indígena. Voy a sintetizar primero las reflexiones generales que hacen las autoras y los autores de la obra en torno al concepto de memoria y las dificultades que encierra su comprensión unívoca, para pasar después a mencionar algunos momentos de emergencia y reactualización de la memoria colectiva, es decir, momentos en que las comunidades recurrieron al pasado para reafirmar su identidad. Posteriormente, me referiré a la memoria oficial, cuando la monarquía española primero y el Estado nación mexicano después inventaron esas memorias y las pusieron a su servicio.

Varios artículos de este libro ilustran los momentos del pasado, cuando la memoria colectiva se presentó vigorosa, poniendo atención en las últimas décadas, cuando el concepto de memoria colectiva resurgió con potencia a partir de los procesos de descolonización tras la Segunda Guerra Mundial, de la emergencia de los movimientos sociales de los grupos discriminados y marginados, y del énfasis de la historia social y la historia cultural en aquellos grupos sociales silenciados, los que no habían tenido cabida en la historiografía.

Gracias a los testimonios orales y la profusión de imágenes sobre el Holocausto, los gulags, los genocidios y los etnocidios, estas y otras catástrofes no han pasado al olvido. Así, la memoria colectiva ha vuelto, junto con el retorno de la centralidad del sujeto, para señalar cómo los grandes relatos, los relatos hegemónicos de la historia, elaborados en círculos exclusivos por “los dueños” del saber y el poder, han excluido la singularidad de los recuerdos. Estos y otros problemas de carácter teórico e historiográfico son tema del trabajo de Genevieve Galán Tamés (“La ‘memoria’ como una perspectiva de análisis y observación en la estructura de la historia reciente. Una reflexión historiográfica”, pp. 27-50).

Mientras en la historia elaborada por los científicos la crítica de los testimonios y las pruebas que sustentan los argumentos son imprescindibles, en el caso de la memoria colectiva las pruebas de lo ocurrido en el pasado son flexibles e incluso pueden no existir. Es común que la memoria colectiva se encuentre inmersa en las culturas populares, cargada de exageraciones, elogios y emotividad, lo cual puede interpretarse como un acto de visibilización, pero también como forma de evasión de la realidad presente. Los recuerdos pueden ser duraderos y convertirse en tradición y también pueden ser construidos densamente para vaciarse en el clímax de los performances y liberar así las tensiones de la vida real.

En este sentido encontramos algunas manifestaciones de memoria colectiva referidas en el libro que nos ocupa. Por ejemplo, el caso del Carnaval de los Chinelos de Tepoztlán, analizado por Raúl Enríquez Valencia (“Memorias locales y la reinvención de la tradición en el estado de Morelos, siglo XIX”, pp. 111-130), cuya primera aparición se ubica a mediados del siglo XIX y que, desde entonces, impone a los distintos barrios de Tepoztlán unos días de ruptura de la cotidianidad para reafirmar la pertenencia de cada miembro a su pueblo. Así, mediante la repetición cíclica, anual, de una tradición evidenciada en la indumentaria, la música, los bailes y los brincos de los chinelos, que remiten al trabajo agrícola de los indígenas y los campesinos en las milpas y las haciendas, se reafirma la unión comunitaria; la identidad tepozteca. Es, como tantas otras, una forma de resistir y hacerse presente ante las amenazas de dislocación o desintegración por las amenazas de la modernidad.

Si la de los Chinelos es una memoria construida intencionalmente, existen en cambio memorias que, surgidas para destruir a un grupo, producen el efecto contrario. Puede observarse en el caso estudiado por Marisol López Menéndez sobre el fusilamiento del padre jesuita Pro, su hermano y allegados en 1927, en el marco de la guerra cristera, sin juicio previo, en un lugar público de la Ciudad de México, como castigo impuesto por el gobierno de Plutarco Elías Calles debido al supuesto atentado contra el general Álvaro Obregón. En lugar de disuadir a los católicos para suspender sus protestas contra la política religiosa del gobierno, la memoria de este acontecimiento, condensada en las fotografías y los testimonios orales del asesinato, contribuyó a fortalecer la unión católica para convertir a Pro en un mártir que posteriormente alcanzaría la beatificación (“Recuerdo y gestualizada: las representaciones mnemónicas de la ejecución de Miguel Pro”, pp. 131-154).

Como se desprende de los casos antedichos y de otros abordados en el libro, los de los chicanos y las comunidades del norte de Guerrero (Axel Ramírez M., “La memoria chicana en el siglo XX”, pp. 155-166; y Anne Warren Johnson, “El performance de la memoria histórica en el norte de Guerrero”, pp. 167-194), por ejemplo, muestran cómo los recuerdos se socializan en la comunicación y se replican como valiosos instrumentos para hacerse presentes, para re-presentarse, y resolver así problemas cotidianos que garanticen el futuro de las comunidades en la medida en que se visibilizan.

Algo muy distinto ocurre en los momentos fundacionales de la nación mexicana cuando el pasado se utiliza como ideología para fundamentar el discurso oficial. En estos casos, ampliamente abordados en el libro, se asiste a un camuflaje —llamémosle así—, porque la memoria oficial se difunde como la “historia verdadera” de México que inclusive determina los contenidos de los programas educativos y aparece en los libros de texto. Este tipo de memorias se caracteriza por aprovechar los momentos de crisis y ruptura como medio de recomposición del tejido social y de armonización frente a la desigualdad e inequidad. Es el destacado caso del victimismo con el cual se ha mirado a la población indígena —nos dice Guy Rozat Dupeyron— sobre la base de una falsa memoria prehispánica elaborada en tiempos coloniales por los frailes franciscanos, principalmente por Bernardino de Sahagún. En el relato colonial que se conserva hasta hoy, los indios golpeados y humillados quedan arrinconados en el lugar de los “buenos cristianos” pasivos, resignados, impotentes, condenados a no salir de su minoría de edad, pagando sus culpas por la barbarie y pecaminosidad de sus ancestros. Se trata —nos dice Rozat—de una “falsa memoria” que se impone como el único relato autorizado a partir del cual se han organizado el cine, las fiestas nacionales, los museos, etcétera (“Memorias nacionales castradas, países a la deriva”, pp. 15-26).

Sobre la base de la aniquilación del mundo indígena tachado de endemoniado, perverso y pecaminoso, Sahagún, el “gran constructor de memorias indias”, como lo designa Miguel Ángel Segundo Guzmán, y sus compañeros franciscanos colectivizaron e instituyeron con sus crónicas americanas la memoria prehispánica que sirve para el olvido de los usos y costumbres indígenas, para insertar el pasado de estos paganos en el de otros paganos asiático-europeos en un acto de malabarismo que saca de contexto las manifestaciones y vacía las lenguas indígenas de sus contenidos culturales (“La instauración de la memoria en las crónicas americanas en el siglo XVI”, pp. 87-110).

Pero, a pesar de las censuras mayores o menores para “pensar diferente a la doxa”, aquel engañoso conocimiento que cristianiza el pasado mesoamericano atrae desde hace décadas críticas que descubren los mecanismos de la invención del pasado de las diferentes etnias prehispánicas y de la conquista de México por conveniencia política. La imposición de la moral católica, abordada por Fernanda Núñez B., resulta evidente en la destrucción de la multiplicidad y la diversidad de relaciones sexuales practicadas antes de la conquista y la introducción de la clásica diferenciación binaria cristiana. La evangelización fue, en este sentido, “des-civilizatoria”, una especie de dejar de ser para ser otro, para dotar al “indio imaginario” de nueva corporalidad, gestualidad e indumentaria, incluso de nuevas relaciones sociales y entre los géneros. La instauración de aquella “verdad” del pasado prehispánico lograda mediante la memoria dirigida para la dominación colonial es, a pesar de la crítica, todavía predominante por su utilidad para justificar la explotación y aniquilación de las etnias sobrevivientes (“La domesticación de las mujeres a través de la retórica de género de Sahagún”, pp. 51-76).

Otros momentos de invención de memorias se relacionan también con los hechos catastróficos y las situaciones de ruptura y quiebre experimentados en el siglo XIX, tras la Independencia de México, cuando las guerras obligaron a recordar el pasado para reconstruir a la nación sobre la base de la generación de nuevas identidades y, sobre todo, cuando la modernización impuso la idea de la incompatibilidad del progreso con las tradiciones indígenas y rurales. En aquel siglo y hasta el XX, en aras de la construcción de la nación mestiza, la idea de la integración del indio al proceso civilizatorio impuso un conjunto de imágenes, estampas y estereotipos para inventar tradiciones útiles a la memoria oficial.

La sólida estructura de la dictadura perfecta del Partido Revolucionario Institucional (PRI), erosionada en varios momentos a partir de 1968, abrió espacios a la inconformidad y con ello a la reaparición de la memoria indígena. En esta dirección, la década de los 90 del siglo pasado fue clave, nos dice Miriam Hernández Reina, primero con la aparición del libro México profundo del antropólogo Guillermo Bonfil, y después con el movimiento zapatista en 1994. Se habla entonces de la pervivencia de una identidad ancestral que ha sobrevivido a pesar de los intentos de disolución de las culturas de los denominados “pueblos originarios” poseedores de otros ritmos, de otros tiempos, de otras formas de vida y saberes que se presentan como alternativas a la destrucción social y ecológica inherente al proyecto económico neoliberal (“La idea de ‘memoria indígena’ en la era del multiculturalismo: usos políticos del pasado y efectos de identidad en el México contemporáneo”, pp. 193-218).

Las comunidades indígenas que aparecieron organizadas como Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) denunciaron el olvido histórico del llamado “indio” y obligaron al recuerdo, al reconocimiento de México como una nación pluricultural. La emergencia de lo indígena visibilizó su pasado de opresión, pobreza y marginación, y forzó la construcción de una nueva memoria indígena que legitimara un lugar en el presente. A pesar de los conflictos y las fallas, el Estado, la Iglesia católica, la antropología mexicana y el mundo en general se vieron obligados a reconocer las distintas formas de etnocidios, desde la desaparición de etnias completas con sus respectivas lenguas y ecosistemas hasta el etnocidio cultural ocasionado por el nacionalismo, el folclor, el turismo y otros atropellos (“La idea de ‘memoria indígena’ en la era del multiculturalismo: usos políticos del pasado y efectos de identidad en el México contemporáneo”, pp. 193-218).

¿Qué ocurrió después? Rafael Pérez-Taylor se detiene en el último artículo del libro para recorrer el camino de los recuerdos y los olvidos. En estos 30 años, los constructores de memorias colectivas han estado continuamente expuestos a ser devorados como objetos de consumo de un mercado globalizado que hoy se reproduce (“La construcción de la memoria: el largo camino de los recuerdos y los olvidos”, pp. 219-234). Tal devastadora realidad obliga a revalorar la historia y la memoria, el olvido y el recuerdo, como caminos únicos para la construcción de nuevas utopías. A la frase referida al principio, “no hay historia sin memoria, ni memoria sin historia” cabe entonces agregarle que sin historia ni memoria no hay utopías posibles y sin utopías no hay futuro.