Hay dos presupuestos sobre el feminismo que siguen vivos en algunos sectores de la izquierda. El primero: considerar que es una lucha particular que concierne exclusivamente a las mujeres y que, por tanto, no tiene que ver con el interés de “todos”. Desde esta perspectiva, al insistir en asuntos específicos, el feminismo fragmenta al sujeto político: la clase obrera. El segundo: una cosa es la lucha de clases, que expresa el antagonismo fundamental, y otra, el aspecto cultural que lo rodea, siempre secundario, donde se localizarían las cuestiones de la sexualidad, el género o la raza. Esta distinción fue profundamente interrogada en las últimas décadas por el pensamiento feminista, la filosofía contemporánea y los estudios culturales. Y serán las propias luchas políticas las que desbaraten esta separación al incluir diferentes sujetos y demandas. Sin embargo, regresa cada cierto tiempo, sobre todo en momentos de crisis, con el objetivo de señalar el supuesto desdén de las posiciones “posmodernas” hacia la dimensión económica que explicaría nuestra (mala) situación. Resulta necesario volver atrás en los debates para encontrar las claves con las que desenredar estos presupuestos teórico-políticos. Vayamos por partes.[1]
Una difícil convivencia…
Igual que sucede con el psicoanálisis, el feminismo mantiene una relación de amor-odio con el marxismo. Amor porque el marxismo permite un profundo análisis sobre las relaciones de dominación en el capitalismo; de odio porque el diálogo siempre ha sido desigual: el feminismo ha sido sistemáticamente desconsiderado. Como dice Heidi Hartmann, es necesaria una relación más sana o si no, directamente, exigir el divorcio.
Lejos de lo que se suele asumir, la crítica de las feministas no apunta sólo a la falta de conciencia de la situación de las mujeres en las tesis marxistas, sino a un aspecto bastante más sutil e interesante: la desigualdad no ocupa un lugar significativo para explicar la acumulación originaria y su desarrollo histórico. Como señala Silvia Federici, es muy sintomático que Marx apenas dedique espacio a comprender el relevante papel que el trabajo doméstico tiene para cualquier análisis político-económico. De las miles páginas de El capital sólo unas 100 contienen alguna referencia, muchas de ellas difusas. El trabajo reproductivo, efectivamente, se menciona, pero, ¿de qué modo se hace? ¿Cuál es la explicación en la que queda subsumido?
En Principios del comunismo (1847) de Friedrich Engels, la desigualdad entre hombres y mujeres se comprende de la siguiente manera: como el varón debe preservar la herencia, debido a la existencia de la propiedad privada, se imponen la monogamia y la dependencia con el propósito de mantener el control sobre la misma. Por eso, al abolir la propiedad privada, sin herencia que preservar, las mujeres y los niños se emanciparían de manera automática. Con la familia proletaria, desaparece la necesidad de dominar a las mujeres. Como puede verse, la situación de sometimiento se interpreta como reminiscencia de la ideología burguesa y como un problema que subyace a la economía. En este sentido, el interés personal de los hombres en la subordinación de las mujeres queda completamente excluido del debate.
Por esta razón, Hartmann dice que las categorías marxistas explican por qué determinadas personas ocupan puestos concretos en la cadena de producción, pero no el motivo por el cual las mujeres permanecen sometidas al hombre tanto dentro como fuera de la familia. Shulamith Firestone también argumentará que las categorías marxistas son ciegas al sexo; y Christine Delphy (“Es posible un feminismo materialista”), que la clase obrera se cree teóricamente asexuada, cuando, en realidad, es “la parte masculina de la clase obrera”. Si la contradicción trabajo/capital no permitía comprender por sí sola las dinámicas sociales, había que pensar el antagonismo sexual. Este antagonismo se reveló en el pacto por el salario familiar, que es el acuerdo al que llegaron burgueses, proletarios y sindicalistas para que las mujeres regresasen al hogar. Los capitalistas aplaudieron la inclusión de las mujeres en las fábricas al inicio, pero rápidamente se dieron cuenta de que suponía una seria amenaza para la continuidad de la familia: el ama de casa mantenía trabajadores más sanos, alimentados y atendidos que la empleada asalariada. El salario familiar resolvería este conflicto: mayor salario y mejores puestos para ellos, trabajo reproductivo para ellas. Fue necesario disciplinar a las mujeres, despojarlas de saberes y capacidades, en un largo proceso no exento de resistencias para consolidar esta división.
Desde los setenta, las feministas marxistas trataron de comprender a fondo la relación del trabajo reproductivo con las estructuras capitalistas. Había varias posturas, por ejemplo, Margaret Bentson defendió que la familia constituye una esfera necesaria, pero independiente del sistema capitalista; Peggy Morton, que el trabajo de la mujer está íntimamente ligado a la producción; y Mariarosa Dalla Costa y Selma James van más lejos aún: el trabajo doméstico es en sí mismo productivo, genera plusvalor, porque la reproducción de la fuerza de trabajo es lo que mantiene la esfera productiva y ésta se realiza de manera gratuita. Por tanto, las mujeres deben ser consideradas parte indispensable de la lucha obrera —ni en los márgenes ni afuera—. Las amas de casa podían reivindicar un salario y adquirir, con esa demanda, estratégicamente su fuerza. El salario para el ama de casa se convirtió en una reivindicación fundamental del movimiento feminista en lugares como Italia y Estados Unidos. Sin embargo, aquí tiene lugar un debate muy interesante porque Hartmann criticará a Dalla Costa que mantenga intacto lo que llama “el meollo del feminismo”. Según Hartmann, el trabajo de las mujeres no sólo perpetúa el capital, sino también la supremacía masculina, el patriarcado. La dominación no se explica sólo a partir de la relación subordinada al trabajo. Hartmann dirá que, “para Dalla Costa, las mujeres son revolucionarias no porque sean feministas, sino porque son anticapitalistas”. Dalla Costa, según Hartmann, convierte a las mujeres en productoras de plusvalor y, por consiguiente, en parte de la clase trabajadora. Esto es lo que legitimaría su actividad política, no su condición específica.
¿Es posible salir de esta dicotomía entre sexo y capital? Creo que los debates que se darán posteriormente en el marco del capitalismo globalizado son un enorme esfuerzo en esta dirección. En ellos puede verse cómo la complejidad con la que se abordan hace imposible la simplificación que encasilla al feminismo del lado de los análisis culturales y a la lucha de clases del lado de los materiales.
El debate sobre el trabajo doméstico
Durante los setenta, las feministas marxistas plantearon lo siguiente: si la posición en las fábricas posibilitaba la lucha obrera, el trabajo doméstico, aunque de diferente naturaleza, al ser compartido por la inmensa mayoría de mujeres, asentaría la base material para su organización. La clave para impulsar la lucha colectiva estaba entonces en reconstruir el significado colectivo de dicho trabajo. Con esta hipótesis política, se abría el reto de explicar cuáles son exactamente las cualidades del trabajo doméstico y sus vínculos con el sistema capitalista.
La teoría marxista parecía insuficiente para comprender la singularidad del trabajo doméstico, en la medida en que no podía ser medido desde la teoría del valor trabajo. Por una parte, no es pagado; por otra, sus productos no tienen valor de cambio, sino de uso. Sus cualidades intangibles dislocaban cualquier medida. El trabajo doméstico ponía en jaque qué entendemos por trabajo y cuestionaba los criterios con los que había sido definido socialmente. Poco después, el desarrollo del neoliberalismo extenderá este problema al conjunto de la sociedad, en un momento en el que el trabajo se feminiza, es decir, adquiere las características de las actividades históricamente asignadas a las mujeres. Las feministas marxistas también se dieron cuenta de que el carácter servicial del trabajo doméstico tenía que ver con su privatización en los hogares (María Victoria Abril y María José Miranda, La liberación posible, 1978). De manera perversa, esto implicaba que a veces remunerarlo no significaba más que perpetuar ese carácter servil. Por este motivo, sectores de ultraderecha, como el Opus Dei en España, acabarán apoyando el salario para el ama de casa: pagarlo siempre sería más barato que los costos de que estallase una revuelta de las mujeres.
Cuando las feministas pusieron sobre la mesa la importancia política del trabajo doméstico, descubrieron que negarse a hacerlo tenía enormes posibilidades transformadoras. Las italianas plasmaron las ideas sobre la huelga en los setenta en el periódico Le operaie della casa. Dalla Costa explica algo muy interesante al respecto: pese a la rebelión feminista latente y la fuerza que adquiría el discurso acerca de la importancia del trabajo reproductivo, existía un límite inherente a ese tipo de huelga: muy pocas mujeres estaban dispuestas a llevar el rechazo al trabajo hasta el punto de comprometer el bienestar de las personas a su cargo. Mientras que el obrero paraba la cadena de montaje, para las mujeres el asunto no era tan fácil. ¿Cómo dejar a los niños sin comer o cómo no llevarlos a la escuela? ¿Hasta qué punto se puede dejar de limpiar? Nadie entonces podía prever que décadas después se reinventase el paro de mujeres, haciendo del trabajo de cuidados el epicentro de una lucha masiva, como sucedió en 2018 y 2019.
Estas intuiciones invitaron a seguir buscando herramientas de análisis más allá de la gramática marxista. En la órbita de esta inquietud, durante los noventa se introducirá el concepto de “cuidado”, como un modo de nombrar ese conjunto de actividades destinadas a reproducir la vida en toda su complejidad. “Cuidado” se relaciona semánticamente con “cura”, de tal modo que cuidar es curar algo, una herida, un dolor, y, por tanto, cuidar tiene que ver con contener, apaciguar y producir bienestar. Además, la palabra “cuidado” proviene del latín cogitatus, que significa reflexión, pensamiento. Parecería que no se puede cuidar, poner la atención o el esmero que exige el cuidado sin un acto reflexivo que implica salir fuera de sí, interesarse por algo más allá de uno. Tiene que ver con aquello que hacemos con los demás, con la relación, con el vínculo. En ambos casos —“cura” y “cogitatus”— puede observarse en qué dirección “cuidado” trata de ampliar la noción de “reproducción”, introduciendo una dimensión subjetiva y afectiva, orientada al mismo tiempo hacia la libertad y la relación. “Cuidar” nunca es simplemente una actividad mecánica —aunque sí sea repetitiva— porque introduce expectativas, deseos, inclinaciones morales y modos diversos que singularizan el cuidado. “Cuidar” puede contener un elemento subversivo porque abre un espacio desde el que reinventar relaciones no productivistas. Además, como ha señalado Amaia P. Orozco, a través del “cuidado” podemos identificar dos lógicas enfrentadas: una destinada a sostener la vida y otra a acumular beneficio. Este antagonismo resultaría reduccionista si se toma como una simple descripción sociológica —el mundo estaría dividido entre una esfera buena y otra mala—, pero con una potencia enorme si se interpreta como figuración de uno de los conflictos centrales de nuestro tiempo: el del capital contra la vida.
Desplazando paradigmas
Una de las primeras consecuencias al orientar la mirada hacia la reproducción y el cuidado, invisibles a lo largo de la historia, es el desplazamiento del paradigma productivista desde el cual la izquierda acostumbra leer la realidad. Dicho paradigma asume la perspectiva androcéntrica como el lugar natural desde el que las actividades masculinas son el centro del análisis. Sin embargo: ¿Qué queda en los bordes o directamente fuera de ese modelo? ¿Qué tipo exclusiones surgen cuando las actividades propiamente masculinas son las única representadas? ¿Qué otras formas de trabajo, conocimientos y prácticas sociales son expulsadas y desvalorizadas?
Amaia P. Orozco explica que esta preeminencia es posible gracias a la existencia de un “otro” oculto. La economía moderna afirma que existe una mano invisible que opera el equilibrio interno entre el egoísmo individual y los intereses sociales. Sin embargo, no es la mano invisible de Adam Smith la que conduce a la armonía económica, sino la de mujeres concretas que con su trabajo posibilitan que se sostenga. Podemos preguntar, como hace Katrine Marçal (¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?, 2016), quién demonios le preparaba la cena a Adam Smith, para entender que no es precisamente el egoísmo del carnicero y el panadero lo que cada noche elaboraba su plato de comida, sino el trabajo no reconocido de su madre. Aquí llegamos a un punto crucial: son millones de manos invisibles las que sostienen la economía en el mundo. Este trabajo se perpetúa gracias a la división sexual y racial que organiza y reconstruye los lugares asignados a hombres y mujeres a través de variaciones históricas y culturales: ellos en la esfera pública, encargados de proveer el salario; ellas en la esfera privada, encargadas de la reproducción. Pero también: ellas —mujeres blancas— en el mercado laboral, y ellas —mujeres procedentes de regiones más pobres— encargadas de sus hogares. Es importante comprender entonces cómo no es posible realizar un adecuado análisis del capitalismo escindiendo la economía de la sexualidad y del racismo.

La pregunta entonces es: ¿Quiénes hacen posible que la vida se sostenga y siga su curso a pesar de todo? ¿Cómo se modulan los cuerpos para insertarlos en el circuito del capital en condiciones profundamente desiguales? En este sentido, ya no se trata de la relación con el capital en términos dualistas adentro-afuera, fuerza de trabajo-patrón, reproducción-producción, sino de una compleja modulación de subjetividades, apropiación de territorios y reorganización de cuerpos. El aporte de las feministas para pensar estas modulaciones es triple: por un lado, recordando que el nacimiento del capitalismo no puede explicarse sin grandes dosis de disciplina de género. La división sexual del trabajo no estaba allí como una consecuencia más o menos natural de las diferencias biológicas; hubo que fabricar subjetividades que, a través de múltiples mecanismos, acatasen la nueva situación. Este fenómeno de domesticación es el importante sentido que tiene la caza de brujas descrita por Silvia Federici. Otro aporte: analizando de qué modo las sociedades representan el género y sus usos para enunciar normas, distribuir lugares, poner cuerpos a trabajar de modo diferenciado y asimétrico. Y, por último, advirtiendo de la gran paradoja en la que nos encontramos: el capitalismo ataca aquello mismo que necesita para desarrollarse, que es la reproducción de las condiciones que hacen posible la vida.
Cuando tenemos en cuenta esta paradoja —el sistema destruye lo que necesita para existir—, se vuelve urgente preguntar: ¿De qué modo se produce hoy el conflicto entre el capital y la vida? ¿En qué territorios, a través de qué disputas, sobre qué cuerpos se intensifica dicho conflicto? Se trata, entonces, como dice Orozco, de pensar la vida desde la vida misma y no desde su inserción en el proceso de valorización. Al mirar de este modo, el campo político se expande: salta a la superficie el ámbito de la reproducción y el cuidado, y, con él, todos los sujetos que habían permanecido en los márgenes y que pasan a ser protagonistas de la emancipación. No es casualidad que en los últimos años asistamos a una extensión sin precedentes de las movilizaciones de mujeres, las caravanas de migrantes en Centroamérica o la rebelión de sectores populares considerados marginales que en muchos casos arriesgan su vida hasta la muerte (como en las luchas contra el despojo de tierras o la búsqueda de familiares desaparecidos en México). Estas experiencias reorganizan el mapa político de la lucha de clases de nuestro tiempo.
La última consecuencia de este cambio de paradigma: se desdibuja la vieja distinción entre lo material y lo cultural, entre los asuntos “duros” de la clase y los “blandos” de la identidad. Para comprender la relación entre las dos dimensiones volvamos sobre la división sexual del trabajo. ¿Por qué es tan efectiva esta división? Debemos tener en cuenta que para responsabilizar sólo a una parte de la población del cuidado fue necesario un largo proceso de significación de lo femenino y lo masculino —Teresa de Lauretis llama a esto “tecnología de género”—. Esto implica la construcción de una serie de características “propias de las mujeres”: sometimiento simbólico de la diferencia, experiencia normalizada de la desigualdad, disposición a cuidar, deseo heterosexual como única opción imaginable, etc. Todos estos mecanismos, unos más explícitos que otros, tienen un objetivo: solidificar el género. Con esto llegamos a un punto fundamental: lo que comúnmente se entiende por economía —sistema productivo y mercados— se imbrica profundamente con la producción de los cuerpos a través de toda una serie de normas de género, sexo y fronteras raciales. La economía siempre tiene cuerpo y está ligada a imaginarios, sentidos y modos específicos de cooperación social. Necesitamos leer a Marx junto a Monique Wittig y a María Lugones. El desafío no es volver a la falsa unidad en torno a los asuntos importantes “materiales”, sino hacerse cargo de la necesidad de mirar con suficiente lucidez para no escindir sexualidad y raza de economía. Como recuerda Donna Haraway, es el propio capitalismo el que aprendió a no hacer esta distinción, con conexiones inesperadas entre biología y cultura, economía y semiótica, materia e ideología. La unidad de la izquierda no es, entonces, un presupuesto amenazado; es, en todo caso, aquello a construir desde diferencias que están constantemente superponiéndose, negociando y transformándose entre sí.
Notas
[1] Ésta es una versión muy breve de otro texto donde estas ideas se desarrollan con mayor profundidad: Gil, Silvia L. (2021), “Claves para repensar la izquierda: hacia una política feminista de lo común”, en Arenas, Luis y Aragüés, Juan Manuel (eds.), Marx contemporáneo, Madrid: Plaza y Valdés.