En estos momentos de crisis —quiere decir de decisión—, cuando a la pobreza y los desastres ambientales se suman las pandemias, el desempleo, las migraciones y las numerosas formas de violencia, la búsqueda de la verdad (como correspondencia del juicio con la realidad) sufre, paradójicamente, su mayor desprecio. Es considerada inútil u obsoleta, y es cuestionada por artistas, intelectuales y académicos con ironía o extrañeza. En cambio, triunfan distintas formas de falsedad (inconscientes) y de mentiras (intencionales), porque, sobre todo estas últimas, se corresponden mejor con los tiempos que corren, en especial, con el tipo de mercado desarrollado por el capitalismo salvaje que se caracteriza, entre muchas otras cosas, por inundar al mundo de basura: baratijas, imitaciones, juegos, espectáculos y diversiones cargadas de kitsch o cursilería.
De la necesaria y urgente transformación del mundo se habla siempre. Pero, para iniciarla, se requeriría dar un salto afuera de la máquina que protege la concentración gigantesca de las ganancias en pocas manos, que sirve a los poderes instituidos, monopoliza los saberes, vive de la producción y la reproducción de mitos, y defiende el estado de cosas. Un salto afuera de la máquina implicaría buscar la verdad que subyace en las mentiras, los engaños, las promesas, los sueños y los mundos paradisíacos que responden a los intereses egoístas y son vendidos por la propaganda actual.
Quienes dominan el mundo reciben la anuencia de quienes rechazan la duda por considerarla pesimista, inútil o subversiva, también reciben el aplauso de sus admiradores —sospechen o no que detrás de sus acciones se oculta algo sucio—. El idilio entre el mentiroso y sus secuaces resulta atractivo para el primero, porque lo carga de poder, y cómodo para los segundos, porque acarician la posibilidad de llegar a estar en su lugar… o de plano esperan la próxima llegada del paraíso. Ahí donde los mentirosos se reproducen, los sujetos se evaden, porque, por alguna razón, han perdido el deseo de tomar el destino en sus propias manos. Como lo ha demostrado la historia una y otra vez, esta actitud ha tenido consecuencias sociales catastróficas, las cuales hoy podrían apuntar en dirección de la catástrofe final.
La racionalidad crítica que para los ilustrados del siglo XVIII sirvió para saltar afuera de la máquina del antiguo régimen, descubrir los engaños y las mentiras, e intentar “tomar el destino en sus propias manos”, parece abandonarse. Pocos proyectos sociales son actualmente innovadores. En cambio, renacen propuestas pasadas y agotadas vestidas con nuevos trajes. Los filósofos, los políticos y los científicos sociales han perdido el interés por analizar los conflictos sociales presentes a partir del conocimiento histórico y a menudo, parafraseando a Marx, se conforman con interpretar de diversas maneras el mundo, en lugar de preocuparse por transformarlo.
En la actualidad, cuando el estudio de los impulsos libidinales y los intereses materiales de los individuos (entendidos como seres sociales) es de lo más importante para descubrir qué mueve los hilos del poder y cómo se reproducen los saberes, al terreno del conocimiento científico también arriban las múltiples formas de evasión y contemplación. Como en tiempos medievales, se busca al “ser verdadero” en el “más allá” y la verdad se ubica en la razón subjetiva.
Por supuesto cada individuo busca y elabora “su verdad”, pero cuando se trata de convivir o trabajar en conjunto, de entre las múltiples verdades subjetivas, se imponen unas (las verdades consensuadas) o se inventan nuevas. La verdad es producto del consenso social, es una construcción que responde a las relaciones interpersonales, sociales y con la naturaleza, que establece una comunidad o sociedad en un determinado lugar, tiempo y circunstancia. Sean visibles o invisibles, tácitas o explícitas, se modifiquen constantemente o avancen “por el camino equivocado”, las verdades son siempre históricas y los historiadores tienen la misión de buscar cómo y por qué sirvieron de orientación a una comunidad o sociedad en particular.
Lo anterior no ignora que el historiador enfrenta el problema de sus limitaciones para reconocer las verdades de quienes le son extraños. Él formula las preguntas desde su presente, este tiempo moldea la búsqueda de la verdad de lo ocurrido en la historia y conduce las respuestas en función de sus propios conflictos, preocupaciones y expectativas. Por eso el objeto de estudio de la Historia no puede definirse (delimitarse o encerrase en un marco) de una vez para siempre. Si de alguna manera la historia nos conduce al pasado humano y social para extraer de él el conocimiento histórico que nos interesa, este conocimiento es limitado, aproximado y compuesto por una gama que fluctúa entre la verdad “casi segura” —pasando por una compleja diversidad de verosimilitudes, probabilidades, plausibilidades , falsedades— y la mentira.
A pesar de que las preguntas que se hacen los historiadores cambian conforme sus deseos, intereses y la realidad social presente, su oficio es indagar y comunicar a sus receptores lo ocurrido en la historia con el mayor grado de exactitud y confiabilidad posibles. Y como sus explicaciones no pueden estar supeditadas a los deseos del mercado, al igual que otros científicos, no puede dejar de revisar constantemente la influencia de sus prejuicios, deseos e intereses en la investigación, ni dejar de intentar percibir “la verdad” de quien le es ajeno o extraño, con el uso de su imaginación, la cual le ayuda a sumergirse en otras realidades sociales.
En la segunda mitad del siglo XX, algunos filósofos y científicos sociales (Kracauer, Horkheimer, Adorno, Benjamin, Marcuse, Hannah Arendt, Erich Fromm, Barrington Moore, Habermas, George Mosse, etc.) desarrollaron el proyecto de dotar a las ciencias sociales de la racionalidad crítica y dialéctica que ayudara a superar la aplicación mecánica y simplista de los modelos de las ciencias físico-matemáticas y naturales al conocimiento social. Consideraron que esta era la vía para desenmascarar los fundamentos psicológicos y sociales de fenómenos sociales como el autoritarismo, la injusticia y la sumisión, con el fin de combatirlos. La búsqueda de la “verdad histórica” resultó imprescindible para ellos, y su encuentro se concibió como un medio de ilustración, es decir, una forma de tomar conciencia de los mecanismos ocultos en las formas de represión, enajenación y cosificación empleadas durante las guerras mundiales y reinauguradas tras ellas.
Asuntos estudiados igualmente por este grupo fueron las ideologías fascistas y la jerga empleada por sus caudillos, personificados en magos o sacerdotes, para convencer a los supuestos “pueblos elegidos” de la correspondencia de “su momento” histórico con los designios divinos. Además de analizar el modo de mentir y engañar empleados por los “salvadores” de los regímenes totalitarios que condujeron a innombrables niveles de violencia y destrucción, sus estudios advirtieron su continuación velada principalmente en los mass media.
Prácticas retóricas ancestrales se actualizaron en el siglo XX para persuadir y convencer a las masas, manejando sus emociones, impulsando la ética de sumisión y explotando el espíritu de servicio como valores positivos. Con formas burdas o sofisticadas, en la fase del fin del “socialismo real”, este tipo de estrategias de control también habían alcanzado una parte de los estudios filosóficos y sociales. Para cautivar a las masas, la propaganda del mercado capitalista retomó trucos utilizados por las dictaduras totalitaristas, especialmente los discursos laudatorios, los “efectos especiales” y las formas religiosas de sacralizar el mundo. El montaje de escenarios asombrosos, excitantes, fascinantes, y toda la parafernalia orientada a mover los sentimientos de la gente, funcionaron, y funcionan hasta hoy, como recetas para eludir los conflictos y evitar la obstaculización de las decisiones de los oligopolios. Desde entonces, los dueños de los medios masivos de comunicación, en connivencia con las cúpulas de poder, determinaron el tipo de información adecuada para hacerse pública y el tipo de relaciones sociales que convenía que la gente adoptara. Una mirada a las redes sociales no deja dudas de la manipulación e imposición “ligth” de las corrientes del pensamiento por parte de las empresas digitales.
Abandonar la racionalidad crítica significa abandonar la duda, la práctica permanente de la sospecha, la dialéctica y la experimentación como caminos del conocimiento histórico y social. La posibilidad de convertir el conocimiento en praxis y la praxis en conocimiento pasa por estas pruebas. En su trabajo de poner al mundo al revés, con los pies en la tierra, de aplicar el rasero del análisis crítico (a contrapelo) de los documentos, la racionalidad crítica pretende descubrir las mentiras, las censuras, las autocensuras, los silencios, las falsedades, es decir dirigirse al “desencantamiento” o desacralización del mundo como premisa de su transformación. En esta línea, la historia conserva su estatuto como ciencia social centrada en el estudio de las pulsiones individuales, los intereses materiales y el poder de los grupos sociales, y no en acumular información y acomodar “lo dado” por los documentos en orden cronológico o a conveniencia para que empaten con las preguntas formuladas.
Podemos decir, en suma, que al historiador le corresponde el descubrimiento de las falsedades (inconscientes) y las mentiras (intencionales); esta es su manera de desbrozar el camino para hallar una verdad histórica que contribuya a conocer los hechos y los pueblos que le son extraños, y para cambiar radicalmente un mundo que pide angustiado sacarlo de su agonía.