Perspectivas 

Pablo Piccato

Los resultados de las elecciones de 2022 en los Estados Unidos sorprenden. Contra las expectativas, los demócratas retuvieron el Senado y por muy poco van a ser minoría en la Cámara de Representantes. Sus candidatos ganaron varias gubernaturas importantes y derrotaron a candidatos a secretario de estado (encargados de supervisar las votaciones estatales), que amenazaban hacer en 2024 lo que no pudieron en 2020: darle la victoria al candidato presidencial republicano a pesar de los votos y la ley. La sorpresa se deriva de que normalmente en las elecciones que caen en medio del periodo presidencial el partido que no está en la presidencia gana terreno y control del legislativo. Así ha sido con los presidentes demócratas desde 1962 y con los republicanos desde 2002: el partido en la presidencia siempre pierde curules. La expectativa era que este patrón histórico se reforzara este año porque Biden no es un presidente popular y porque la inflación es alta. Las encuestas preelectorales anunciaban una marea roja (es decir, republicana) en todo el país. 

El sentido común quedó derrotado. Perdió la mayoría de los candidatos que el ex presidente Trump apoyó personalmente. Su carisma anaranjado pudo inclinar las elecciones primarias dentro de su partido pero no fue suficiente para ganar en las generales. Del otro lado, la victoria favoreció una coalición muy precaria (el partido demócrata, por definición) y sin claro liderazgo. Admitamos que el sentido común no tiene mucho que ver con la organización electoral de los Estados Unidos. La mayoría de los votos generalmente no se traduce en una mayoría en la representación. Trump, y antes que él G.W. Bush, llegaron a la presidencia a pesar de haber recibido menos votos que sus contrincantes. En la cámara de representantes, el partido republicano desde hace mucho tiempo ha estado sobrerrepresentado, gracias al dibujo de distritos electorales que separan los grupos demográficos que podrían votar por la oposición, quitándoles impacto a pesar de su número. La palabra que se usa en inglés para nombrar esa práctica es gerrymandering y viene de principios del siglo XIX. Es gemela de otra forma de negar derechos electorales, impuesta desde la época de la Reconstrucción, después de la Guerra Civil, cuando las élites blancas del Sur establecieron obstáculos insalvables para que los ciudadanos afroamericanos pudieran votar. En la actualidad, estados como Texas y Florida han incrementado los requisitos para ejercer ese derecho, dificultando el voto por correo o previo del día de las elecciones, y purgando del padrón a ciudadanos con antecedentes penales. En el discurso político y la academia, la constitución de este país rara vez es el objeto de la crítica que merecería recibir. 

Una paradoja de los resultados de 2022 es que sea el Senado la barrera que va a contener el progreso de un partido republicano explícitamente dedicado a reducir la democracia, si no es que a abolirla. El Senado, que otorga dos representantes a cada estado independientemente de su población, fue desde el siglo XIX el garante de los “derechos estatales” de los estados sureños que, a pesar de haber sido derrotados en la Guerra Civil, pudieron mantener la segregación racial, darle su carácter conservador a la Suprema Corte e impedir, entre otras cosas, cualquier legislación federal contra el linchamiento. Sólo desde 1913, gracias a una enmienda constitucional, los senadores deben ser elegidos por voto directo y no por las legislaturas estatales. Pero los distritos que representan los senadores, es decir, los estados, no pueden ser objeto de gerrymandering. Y por eso esta vez los demócratas lograron una mínima mayoría en esa cámara, a pesar de haber obtenido menos votos a nivel nacional (según mi cuenta) en la elección del tercio del Senado que estuvo en juego este año. En la legislación que va de salida, el Senado está dividido exactamente a la mitad pero los demócratas representan a 41 millones de personas más que los republicanos. 

De alguna manera, el caótico federalismo electoral de los Estados Unidos, causa entre otras cosas de que las elecciones frecuentemente tomen semanas para decidirse, frenó por el momento a un partido que intentaba limitar los derechos electorales. Pero este resultado no se debe a una sabiduría interna del sistema (la mano invisible del mercado electoral) sino a algunos malos candidatos republicanos al senado que perdieron por pocos votos, como los de Pennsylvania, Arizona y tal vez Georgia. 

Vale la pena tener en mente la paradoja de un sistema electoral defectuoso que pudo mantener viva la democracia. Sirve para poner en perspectiva la abundancia de interpretaciones que acompaña esta elección. Desde Twitter hasta los periódicos nacionales, hay tantas explicaciones sobre el verdadero significado de los resultados como hay autores. Antes de la elección ya se había desatado un frenesí oracular: las encuestas darían por ganadores inevitables a los republicanos por la inflación; la abolición del derecho al aborto por la Suprema Corte había dado una ventaja inicial a los demócratas, pero ésta se disiparía para noviembre. Después de la elección las interpretaciones se multiplicaron. Cualquiera puede descifrar las hojas de té que son los resultados electorales sin temor a ser contradicho. Que si el costo de la gasolina, que si el miedo al crimen, que si la resaca del Covid, que si el derecho a tener armas de fuego. No hay inteligencia natural o artificial suficientemente amplia para contener toda la variedad de factores que operan a nivel local y que, en un sistema de reglas fragmentadas, tienen distinto peso en distintos lugares. Pero la opinión es barata de producir y a quién no le gusta tener más seguidores –los que antes se llamaban lectores. 

La pregunta que me parece más interesante de hacer en estos días probablemente no tenga una respuesta más definitiva que las interpretaciones citadas arriba. Tiene al menos la ventaja de ser más amplia y requerir una perspectiva histórica: ¿Podemos ver este resultado como una retirada de las fuerzas neofascistas que se movilizaron alrededor de Trump? La premisa de esta pregunta es que el trumpismo es un engendro de la historia del fascismo. Creo que eso ya quedó establecido, aunque sigue habiendo quienes argumentan que el fascismo es un producto exclusivamente italiano y alemán. Pero no olvidemos que la segregación racial establecida a fines del XIX en el sur, el régimen llamado Jim Crow, fue una inspiración para las leyes raciales nazis de Nurenberg. Otra implicación de la pregunta, más discutible, es que un resultado electoral pueda verse como la derrota de un movimiento caracterizado por el racismo, la violencia, la negación de derechos, el caudillismo y las mentiras. El sentido común dudaría de esta segunda implicación considerando que esa derrota no se debió a un fracaso militar o a un movimiento popular acaudillado por una figura carismática. Dada la resiliencia del impulso post fascista desde el siglo veinte, estas elecciones podrían no ser más que una breve pausa hasta que la verdadera batalla de líderes carismáticos se entable de nuevo en las presidenciales dentro de dos años. Pero no hay duda de que los republicanos y Trump perdieron, y que en la experiencia histórica hubo regímenes afines al fascismo que fueron eliminados por el restablecimiento de la democracia (en el Cono Sur en los ochenta, por ejemplo).

Propongo una hipótesis, que al fin y al cabo es tan barata como una opinión pero potencialmente menos vergonzosa: el neofascismo trumpista todavía no tiene el suelo firme de un partido de masas, disciplinado y capaz de eliminar la oposición en su propio seno. El federalismo electoral lo expone a sus propios errores tácticos. Producto de una larga era de prosperidad que siguió a la derrota del primer fascismo, los seguidores de Trump no pueden fácilmente reducirse a la homogeneidad material y espiritual que construyó aquel fascismo y que le permitió concebir a la guerra como la consumación del proyecto nacionalista. Por el contrario, el aislamiento internacional fue uno de los argumentos que llevó a Trump a la presidencia. El individualismo consumista que caracteriza a sus votantes les obliga a comprar y portar armas pero no sirve de mucho cuando se trata de exponer el pellejo en un intento golpista. Como vimos el 6 de enero de 2021, la turba que tomó el Capitolio no resultó tan valiente y organizada como lo esperaba su líder. El partido republicano, por su parte, no puso a la lealtad por encima de las facciones internas y hoy comienza a rechazar al mismo Trump en busca de otro líder igualmente agresivo pero un poco más competente. 

Los demócratas y su izquierda están expuestos a sacar conclusiones optimistas. Pero los resultados no son tan nítidos. Un corolario estratégico de la hipótesis que ofrezco es que el antifascismo más efectivo en este momento no es el que se sitúa en un plano moral elevado, invocando el pasado heroico de la izquierda y cantando Bella Ciao en las plazas, sino el que enfrenta al fascismo sin proponérselo. El éxito de los demócratas se debe a las mujeres que salieron a votar para proteger su derecho al aborto y a los jóvenes que se registraron y votaron en números sin precedentes porque estaban hartos de las matanzas en las escuelas y la censura de libros. Pero más allá de estos dos grupos, extremadamente vagos en sus motivaciones, no parece haber una fórmula identitaria antifascista que combine justo los votos suficientes para detener al trumpismo. Nada impide que cuando surjan nuevas versiones del neofascismo republicano sus candidatos diluyan el costoso efecto de la plataforma pro vida y pro rifles automáticos para recuperar así parte del voto femenino y juvenil. Y entonces, es posible, las fuerzas centrífugas del sistema electoral podrían volver a favorecer al partido que quiere restringir la democracia. 

La respuesta a la pregunta, entonces, es “sí” a corto plazo y “quién sabe” a largo plazo. Se frenaron las peores fuerzas golpistas pero el impulso más general de un movimiento de supremacía blanca que se identifica con la nación tiene raíces demasiado hondas como para esperar que desparezca de un día para otro. La sorpresa de estas elecciones se puede convertir, desde el punto de vista de la izquierda democrática, en una intuición perturbadora. La historia ofrece una inspiración, una nostalgia heroica, como diría Enzo Traverso, pero no contiene un esquema para interpretar fácilmente el presente o predecir el futuro. La derrota del fascismo no está dictada de antemano. Ni siquiera es claro que sea el fascismo lo que hay que derrotar. Es posible que estemos entrando en una época en la que la vaga constelación de creencias y actitudes que llamamos posfascismo se fragmente y disperse, y sólo episódicamente produzca liderazgos poderosos y centralizadores. Uno de los efectos de la ascensión de Trump en el partido republicano ha sido centrar la interpretación histórica de la derecha actual en las características de su liderazgo. Sin duda hay mucho en común entre el ex presidente y el prototipo del líder infalible, masculino y sinónimo de la voluntad popular que es parte central del fascismo clásico. Pero las elecciones del 2022 nos recuerdan que no es el caudillismo trumpista lo que hay que explicar tanto como el apoyo electoral del que se alimenta. Como lo sugirió Hannah Arendt, lo que hay que entender no es sólo la figura cortada por un Hitler o un Mussolini sino también el consentimiento evasivo, que tan fácil se otorga como más adelante se niega, de los ciudadanos anónimos y los operadores burocráticos.