En un mundo donde la inteligencia artificial (IA) transforma tan rápidamente nuestro presente que apenas somos capaces de seguir sus avances, creo que surge también la necesidad de ir más allá de su mera utilidad como herramienta práctica. En este artículo propongo un miniejercicio de economía-ficción, utilizando como punto de partida la película Matrix y algunos apuntes sobre la teoría marxista del valor. La idea es explorar cómo la IA no sólo impacta la economía y la forma en la que trabajamos, automatizando procesos y empleos, sino que también permite un ejercicio disruptivo de imaginación social. Ejercicio éste que ahora parece estar haciéndose exclusivamente desde los podcasts de Silicon Valley, cuya zona metropolitana podría ser el segundo país más rico del mundo en renta per cápita sólo después de Catar.

A diferencia de la Cosa de Frankenstein, que ataca de manera monstruosa a los humanos debido a su angustia existencial, y de Terminator, que es una máquina que quiere exterminar a la humanidad para conseguir el futuro dominio de las máquinas en el planeta, la película de Matrix plantea una situación diferente. Ahí las máquinas están dispuestas a mantener la vida humana porque la necesitan como recurso primario para producir energía. ¿Qué tipo de economía es la de Matrix? Con esta premisa comenzaba un artículo de 2011, del entonces futuro ministro de Economía de Grecia, Yannis Varoufakis. Aunque entonces la IA no estaba aún en el centro del debate público, el ejemplo de ciencia ficción parece ahora resonar más que nunca.

En el argumento de Matrix, recordemos, durante la guerra humanos-máquinas una serie de explosiones nucleares taparon el cielo impidiendo que las máquinas usaran la energía solar, lo que las hizo recurrir a las personas como fuente de energía. El problema con el que se enfrentaron después fue que los humanos, sin una vida imaginaria, apenas duraban con vida y, por lo tanto, producían poca energía; esto fue lo que llevó finalmente a construir el programa Matrix, que da nombre a la saga y que permitía introducir, a través de un programa informático, la ilusión de una vida real en las mentes de las personas-energía. Pero los problemas para las máquinas no acabaron ahí. El segundo que enfrentaron fue que —en la primera versión de Matrix— la vida era demasiado perfecta y feliz, y por alguna razón los humanos terminaban por desconectarse del programa de manera automática. Las maquinas descubrieron entonces que era necesario crear un “mundo” que recreara las dificultades de la vida y simulara el “libre albedrío”, la ilusión y la frustración. Así los humanos producían la energía a su máxima potencialidad. Hagámonos entonces la pregunta de Varoufakis:

¿Qué tipo de economía construyeron estas máquinas sobre la base de la energía generada por el hombre libre? 

En el mundo real de la película, las máquinas levantan edificios impresionantes, producen todos los componentes que necesitan para hacer frente a su propio desgaste, construyen plantas generadoras de energía, diseñan la tecnología de hardware y software de Matrix necesaria para producir vidas imaginarias en la mente de los humanos y, sobre todo, tienen una capacidad de reproducción mediante la fabricación de otras máquinas muy avanzadas, a veces más avanzadas que ellos mismos. La generación de excedentes es una característica de su economía plenamente industrializada, al igual que la división del trabajo, la innovación tecnológica y, curiosamente, la acumulación. Pero, se preguntaba Varoufakis, ¿generan valor en el sentido marxista? Su conclusión podría ser evidente. Si la economía es un sistema totalmente automatizado, es decir, no es un sistema en el que los humanos trabajan con máquinas, sino uno sólo de máquinas, la respuesta es clara para un neomarxista: no. Es imposible. Hay una famosa cita de Marx en El capital que se suele usar para explicar esto:

Concebimos el trabajo bajo una forma en la cual pertenece exclusivamente al hombre. Una araña ejecuta operaciones que recuerdan las del tejedor, y una abeja avergonzaría, por la construcción de las celdillas de su panal, a más de un maestro albañil. Pero lo que distingue ventajosamente al peor maestro albañil de la mejor abeja es que el primero ha modelado la celdilla en su cabeza antes de construirla en la cera. Al consumarse el proceso de trabajo surge un resultado que antes del comienzo de aquél ya existía en la imaginación del obrero, o sea idealmente. El obrero no sólo efectúa un cambio de forma de lo natural; en lo natural, al mismo tiempo, efectiviza su propio objetivo, objetivo que él sabe que determina, como una ley, el modo y manera de su accionar y al que tiene que subordinar su voluntad. Y esta subordinación no es un acto aislado. Además de esforzar los órganos que trabajan, se requiere del obrero, durante todo el transcurso del trabajo, la voluntad orientada a un fin, la cual se manifiesta como atención. Y tanto más se requiere esa atención cuanto menos atrayente sea para el obrero dicho trabajo, por su propio contenido y la forma y manera de su ejecución; cuanto menos, pues, disfrute el obrero de dicho trabajo como de un juego de sus propias fuerzas físicas y espirituales.

Marx, El capital, tomo I, Siglo XXI, trad. Pedro Scaron, 2010, p. 216.

La abeja y la araña construyen edificios de inmensa complejidad, pero no trabajan en el sentido marxiano. La sociedad de mercado apareció en el momento en el que el trabajo podía ser visto como una especie de mercancía con un valor que fluctuaba en respuesta a las mismas fuerzas económicas que determinaban el valor de las otras mercancías. En Matrix, el reino de las máquinas es una sociedad de arañas y abejas donde no hay trabajo en este sentido, sólo ingeniería, no un mercado. En el guion de las hermanas Wachowski la intuición marxiana sobre la fundamental capacidad de trabajo atento de los humanos ha sido aprovechada por las máquinas para convertirlos en una fuente casi infinita de energía.

Tomemos una segunda suposición: una sociedad en la que humanos y máquinas conviven y donde también, como en Matrix, hemos llegado al punto en que los gurús nos prometen que llegará la inteligencia artificial, la de reproducirse a sí misma. Pero, en este caso, en vez de rebelarse contra nosotros, la capacidad creativa de la estadística predictiva hormonada con Big Data queda sometida al poder de los humanos. Supongamos, por ejemplo, que una IA trabaja 24 horas al día para los humanos, cubriendo su propio mantenimiento y reproducción en menos tiempo, digamos 10 horas, y produciendo mercancías para las 14 horas restantes. Como argumentaba recientemente Peter Ross, en realidad, el tipo de relación que se establecería ahí sería más parecida a una relación de esclavitud. En una sociedad donde esto fuera generalizado, ¿podríamos hablar de capitalismo?

Siguiendo el argumento de Ross, bajo competencia de mercado perfecta, el costo de esta IA autorreproducida en el mercado caería a 0 (ya que el precio de producción del robot es 0). Por lo tanto, tiene sentido suponer que su uso efectivamente estaría, antes o después, generalizado. En ese caso la IA puede tener valor de uso, pero no tiene valor de cambio: el propietario puede obtener un producto excedente, pero no podrá acumular ganancias intercambiándolos en el mercado, porque todo el mundo tendría capacidad de producir lo mismo. Por esta razón, una sociedad de inteligencias artificiales con capacidad de reproducirse por sí mismas no podría considerarse tampoco una fuente de plusvalía, aun con el supuesto de estar bajo control humano. En el límite de una economía totalmente automatizada, sin aporte de trabajo humano, la tasa de ganancia caería a cero, lo que sería en definitiva también el colapso del capitalismo tal como lo conocemos.

Pero vayamos a un ejemplo de un mercado un poco más realista, más parecido a algo que realmente podemos esperar, un mundo donde hay grandes monopolios de estas tecnologías con capacidad de reproducirse a sí mismas. En este caso, el monopolista sí podrá cobrar una cantidad igual a lo que costaría producir el mismo bien sin el uso de su IA y embolsarse la diferencia como beneficio adicional. Los costos que ahorran en realidad los monopolistas son iguales a los costos que “pierden” los no monopolistas, el resto de nosotros, por lo que, stricto sensu, el monopolista no ha hecho más que parasitar las ganancias de sus competidores. Tampoco parecería entonces estar generando valor en el sentido marxiano, no se produce plusvalía tampoco en este caso, su capacidad de generar ganancias sólo se sostendrá en la capacidad de negarnos el acceso al resto. De nuevo, el sistema parece en peligro, porque socializar la propiedad común de estas tecnologías será entonces el conflicto económico y social fundamental. Una IA totalmente controlada, pero con capacidad de autorreproducirse a sí misma en manos de pocos propietarios, afloraría como el núcleo una desigualdad insostenible y una sociedad dividida entre los humanos propietarios de estas tecnologías y los que no. La propiedad de la tierra, la propiedad de los medios de producción y la propiedad de tecnologías de IA con capacidad de autorreproducirse.

En este ejercicio de economía-ficción, paradójicamente, parecería que, en un mundo totalmente automatizado, incluso donde las IA están sometidas a las personas, la perspectiva marxiana pensarí­a que el capitalismo estaría en algún modo siempre en cuestión. En el fondo, una IA realmente humana, para generar plusvalor y seguir empujando el proceso de revalorizar el valor, como el último programa de Matrix, debería tener también al menos la posibilidad de sindicalizarse o de negarse a trabajar.

Hasta el momento, parece claro que quienes crean valor son los ingenieros y, especialmente, los etiquetadores que, muchas veces desde países del Sur son los que organizan la información en el infinito mar del Big Data, con la que luego interactuamos en un chat y empujamos a crear algo nuevo. Estamos todavía en la hipótesis de una “IA débil”. Pero estoy convencido de que al considerar la posibilidad de lo que llaman una “IA fuerte”, y al elaborar la imaginación de un mundo completamente automatizado, nos va a obligar a volver a hacernos algunas de las persistentes preguntas sobre la propiedad común de la riqueza social. No dejemos esta imaginación sólo en manos de quienes se imaginan como los nobles propietarios de tierras de un futuro tecnofeudal.