Estados Unidos ofrece una versión peculiar del avance de la ultraderecha que vemos en otros países porque ese avance ocurre desde el gobierno federal hacia el sistema político, en lugar de ser producto del avance electoral de partidos de derecha, como en Italia e Inglaterra.

 

Ilustración: Robolgo.

 

Trump llegó a la candidatura republicana en 2016 a través de un sistema de elecciones primarias obsoleto que replica el colegio electoral que elige al presidente. En ese sistema, una minoría de votantes entusiastas en algunos estados clave valen más que la mayoría pura y simple. Los medios de comunicación catalizan el proceso al darle más tiempo al que gana los primeros estados y con ello atrae más clics y sube los ratings. Trump fue el candidato ideal en 2016 para explotar las debilidades de ese sistema porque apareció como el outsider que venía a subvertir la política tradicional, con una imagen hecha para la televisión y una plataforma basada en el racismo. En noviembre de ese año ganó las elecciones también gracias a los anacronismos de la representación en el colegio electoral, a pesar de haber perdido en el voto popular.

A diferencia de líderes fascistas y populistas históricos, Trump no venía montado en un nuevo movimiento o un nuevo partido organizado alrededor de su persona y su programa, como fue el caso de líderes fascistas como Adolfo Hitler o Benito Mussolini o populistas como el coronel Juan Perón en Argentina y o el empresario Silvio Berlusconi en Italia. Después de cuatro años, como lo mostró la última convención del Partido Republicano y lo comprueban los eventos de violencia callejera del verano del 2020, Trump ya tiene una base partidaria que se ha apropiado de la estructura del viejo Partido Republicano para avanzar un proyecto de extrema derecha que parece traicionar las tradiciones democráticas del país. En muchos sentidos ya poco queda del Partido Republicano como había existido en los últimos dos siglos: hoy es solamente el partido del trumpismo. Muchos elementos de ese proyecto ya existían dentro del partido, pero su disposición actual como movimiento político es nueva.

La identificación absoluta entre partido, gobierno y líder es un fenómeno novedoso en la historia de Estados Unidos pero no en la historia del mundo. Como se vio tan bien en el caso de la convención republicana en agosto de este año, el nepotismo, la corrupción, el personalismo y las teorías de conspiración ocuparon el escenario central. Todo giraba alrededor de Trump, hasta el punto que el partido decidió no presentar una plataforma programática. Desde una perspectiva latinoamericana, este tufo caudillista nos recuerdan varias instancias del populismo, pero sería un error hacer comparaciones fáciles. En el caso del trumpismo, a diferencia de la mayoría de los populistas latinoamericanos, el racismo es el eje de una práctica y un proyecto que más bien recuerdan las prácticas de represión y la violencia paramilitar al estilo de las guerras sucias que nuestros países sufrieron el siglo pasado. Estas prácticas remiten ya no al populismo sino al fascismo, una inspiración explícita de las dictaduras setentistas de nuestra región.

Ha sido muy difícil para los norteamericanos reconocer que el fascismo está presente en la política nacional. Las cadenas de televisión (excepto Fox) y los periódicos más prestigiosos, caracterizan a esta campaña presidencial como algo sorprendente, “único”, “sin precedentes” en la historia norteamericana; Trump es el “peor” presidente, el más racista e incompetente que registra la historia desde la independencia. La supuesta excepcionalidad del sistema político norteamericano impide reconocer las posibilidades políticas que hoy están en juego. Como hemos señalado en un artículo, el trumpismo no es una fuerza externa o una patología de la derecha republicana sino el producto de una historia nacional y global nutrida de inspiraciones y ejemplos del personalismo, paranoia, racismo y violencia que hoy están en juego.

Podemos situar a Trump y sus seguidores en el contexto de varios procesos históricos de mayor y menor duración. Uno es el de la reacción blanca contra el abolicionismo y la derrota de la Confederación en 1865. Desde entonces, y no sólo en los estados del sur, el racismo que hacía posible la esclavitud se renovó de varias maneras, legales e ideológicas, que consiguieron mantener la supremacía de los blancos en el acceso a los recursos económicos y el poder político. Desde la segregación en los espacios públicos de la época de la legislación segregacionista conocida como Jim Crow, la denegación del derecho al voto, la discriminación en educación, residencia, crédito y empleo, el presente no es sino la continuación de una sólida tradición de racismo norteamericano. El trumpismo representa una actitud defensiva en la que la nostalgia por ese orden, el miedo a perder privilegios que en algunos casos no son más que simbólicos, es un poderoso combustible para generar movilización política y violencia. Las estatuas de generales confederados que han empezado a caer en algunas ciudades del sur son tan importantes como expresión de una memoria social que como símbolos de la continuidad de un orden pigmentocrático que la guerra civil modificó pero no eliminó. La mayoría de ellas, al fin y al cabo, fueron erigidas en la época de Jim Crow. Los movimientos por la justicia contra los abusos policiales han desafiado esa memoria. En este último tramo de la campaña, Trump se ha aprovechado de las manifestaciones para convertir la nostalgia en miedo. Si gana Biden, dice, las hordas invadirán los suburbios para tomar venganza.

Otro proceso un poco más reciente es el del rechazo blanco contra los logros del movimiento de los derechos civiles en los años sesenta del siglo pasado, particularmente la extensión del sufragio. Cuando el presidente Lyndon Johnson logró la aprobación en el congreso de las medidas que abolían las restricciones injustificadas al voto y la segregación en la educación y otros dominios, los votantes sureños que durante muchas décadas habían sido demócratas (desde el triunfo en la guerra del republicano Abraham Lincoln) comenzaron a pasarse al Partido Republicano. Richard Nixon explotó este gran cambio mediante un uso codificado del racismo que sus sucesores republicanos en la presidencia continuaron usando. El tema central de esa codificación es el discurso de “ley y orden” que criminaliza al consumo de drogas, envía a millones de hombres de color a la cárcel, y pinta a las grandes ciudades como infiernos caóticos y peligrosos. Gracias a decisiones de la Suprema Corte en 2013 y en años recientes, los avances en la extensión del sufragio se están revirtiendo. Los republicanos, a nivel estatal y federal, han centrado su estrategia electoral en reducir el número de votantes. Mientras menos gente vote, particularmente los pobres o morenos, mejor.

El proceso histórico más reciente que explica por qué el trumpismo no debe ser considerado tan sorprendente es de carácter demográfico. Los blancos ya no pueden ser considerados un bloque homogéneo de votantes que garanticen la victoria a los candidatos que ofrezcan velar mejor por sus intereses. Nunca hubo tal armonía ideológica, pero el problema contra el que reaccionan hoy los republicanos es el inevitable crecimiento de otros grupos de la población que comienzan a contrarrestar la homogeneidad de los votantes blancos rurales y suburbanos que simbólicamente definía al país hasta la Guerra Fría. Después de la victoria de Obama en 2008 el partido Republicano encargó un estudio post mortem para entender qué había fallado. La conclusión era que el partido debía acercarse de nuevo a los grupos que la retórica más derechista estaba alienando: latinos, negros, inmigrantes, mujeres. La decisión de la dirigencia del partido a nivel federal y estatal fue no hacer caso de esa recomendación y enfatizar el voto duro blanco como su forma de mantenerse en el poder. Como decía Hannah Arendt, el racismo es violento porque niega la realidad.

La estrategia republicana todavía no es un cálculo completamente erróneo. Tal vez lo sea en unos años, pero en este momento el sistema electoral norteamericano aún permite a un grupo homogéneo de aproximadamente 30% del electorado mantener en el poder a los republicanos en muchas instancias de gobierno. El diseño de los distritos electorales y la definición misma del Senado, que da dos lugares a cada estado independientemente de su población, han permitido a los republicanos mantener mayorías en el congreso y ganar ya dos veces la presidencia en años recientes a pesar de contar con un número menor de votos que los demócratas.

Este sistema de sobrerrepresentación blanca está en peligro debido a cambios demográficos y a las victorias en los congresos estatales de coaliciones demócratas que comienzan a cambiar las reglas del juego en el diseño de los distritos y la atribución de delegados al colegio electoral. Así, por ejemplo, hay un movimiento dentro de la coalición demócrata que intenta cambiar las reglas de manera que los estados nombren representantes al colegio electoral de acuerdo a la votación presidencial nacional. De esta manera, sin tener que modificar la Constitución, el colegio electoral se convertiría en una instancia puramente formal, y el candidato que sacara más votos en total sería el que llegaría a la Casa Blanca. Estos cambios, sin embargo, son lentos. La elección es fugaz y representa el peligro inmediato del fascismo disfrazado estableciéndose en el poder.

A pesar de que pocas voces en los medios y la clase política usan la palabra fascismo para describir lo que se está incubando en la campaña y el gobierno de Trump, las indicaciones son claras de una deriva del trumpismo en esa dirección. Los que argumentan en contra del uso del concepto afirman que se trató de un fenómeno exclusivamente italiano y alemán, y que los Estados Unidos tienen un curso histórico incomparable con el de cualquier otro país. El mito de la excepcionalidad norteamericana es un error basado en la idea de que la democracia está tan arraigada en los Estados Unidos que no hay que preocuparse por la emergencia de un líder o un movimiento que eventualmente la cancele, establezca una dictadura, y haga de la deshumanización de parte de la población su estrategia política central. Pensar así impide reconocer lo que está sucediendo frente a nuestros ojos: el populismo que surgió luego de 1945 como una reformulación democrática del fascismo, vinculando autoritarismo con la legitimidad del voto, parece querer desandar su camino. Líderes como Trump, o como Jair Bolsonaro en Brasil o Viktor Orban en Hungría, parecen querer volver a la senda del fascismo.

En especial en Estados Unidos la situación es grave cuando grupos paramilitares se enfrentan a manifestantes que protestan por abusos policiales, y agencias estatales secuestran sin debido proceso a activistas que consideran particularmente subversivos. En particular el Department of Homeland Security, que incluye a la policía migratoria, ha evolucionado durante este gobierno como el instrumento más directo para el uso de la fuerza por el gobierno federal. Como si no tuviéramos suficientemente pistas de las fuentes ideológicas de esta violencia, el mismo Trump y sus seguidores más obsecuentes, como el procurador general William Barr, nos dan la clave: los manifestantes más peligrosos para ellos son los que se definen a sí mismos como antifascistas. Este enfrentamiento cada vez más violento y paramilitarizado, del lado gubernamental, viene sucediendo en muchas ciudades del país, desde Portland, Oregon, hasta Nueva York.

Si Joe Biden derrota a Trump será necesario mucho trabajo para relegitimar una democracia que amplíe y afiance derechos políticos, económicos y sociales. De no ser así, el trumpismo 2.0 siempre puede renacer de sus cenizas. Pero si gana Trump, la democracia sufrirá, y si la historia nos da precedentes, incluso podría ser destruida desde adentro y por arriba. Los republicanos no se lo van a impedir porque saben que un gobierno de la mayoría electoral eventualmente significará su eclipse como fuerza política. Si Trump logra quedarse en la presidencia a pesar de obtener menos votos en noviembre podemos esperar mucho más racismo, represión y totalitarismo. Mediante una campaña que ya lleva varios meses para devaluar la confianza en las elecciones, y apoyándose en la confusión y el resentimiento que causan la violencia callejera, Trump y sus incondicionales del Partido Republicano pueden crear una crisis que elimine estados enteros del conteo del colegio electoral. De lograr extender su mandato otros cuatro años de esta manera, conseguiría un poder de facto que demostraría aún mejor sus tendencias fascistas. Como cualquier poder basado en la violencia, se trataría de un sistema inestable. Ahí es donde empezarían de verdad las sorpresas. Y de ellas, como de Trump, no se puede esperar nada bueno para la democracia.