Serie «A cien años del giro intersocial. Leer la sociología de Marcel Mauss en clave política»

El pequeño ser que se detectó e identificó en diciembre de 2019 en la ciudad de Wuhan y que lleva desde entonces el nombre de SARS Cov-2 ha demostrado ser mucho más que un agente infeccioso capaz de causar enfermedades y muertes. La experiencia de la pandemia ha puesto en evidencia que además de su poder de destrucción de la vida esta variante del coronavirus está dotada también de una singular potencia de revelación de lo social. Al pasar de un cuerpo a otro, este virus inesperado ha revelado, en efecto, tantas fronteras como las que ha logrado cruzar, haciéndose llevar por el mundo de una nación a otra. En este sentido, si es cierto que la pandemia ha terminado por tener un alcance planetario, la experiencia producida por la circulación del virus ha llegado finalmente a sacudir también la gran narrativa de la globalización. Lo que está sucediendo hoy en día con la apropiación y distribución desiguales de las vacunas es la prueba tangible de la ausencia de un mundo único, constituido por los vínculos que nos unirían en el gran conjunto de la humanidad. Contrariamente a las expectativas utópicas expresadas el año pasado por filósofos liberales y marxistas, las relaciones que el virus ha puesto al descubierto son otras: se trata de los lazos que nos reúnen en conjuntos más pequeños, cuyas relaciones recíprocas son tanto de cooperación y solidaridad como de dominación y conflicto. 

El problema puesto de manifiesto por la irrupción de un virus desconocido era el de garantizar en primer lugar la supervivencia de todos, y en particular de los sujetos en riesgo. Se habrían podido esperar, entonces, reacciones en todas partes convergentes, dictadas por una misma lógica realista, basada en los cálculos de la prudencia y anclada en las necesidades vitales del organismo. A la espera de la vacuna, la razón práctica parecía así destinada a seguir, al principio de 2020, el camino indicado por las exigencias de auto-conservación de la vida: evitar todo lo posible los contactos y reducir drásticamente la circulación. Sin embargo, esta convergencia no se ha producido, ni siquiera a largo plazo, ya que todavía hoy hay sociedades en las cuales sujetos, grupos y gobiernos se oponen a todas las medidas que en el frente opuesto son consideradas de sentido común. El virus ha puesto así de manifiesto una cuestión crucial en la que se juega, en última instancia, el problema de nuestra existencia social, en tanto descansa sobre ideas y valores que exceden toda regulación vital, incluso cuando se trata de pensar y evaluar la vida. Si lo político está recuperando parte de su sentido durante esta crisis imprevista, es precisamente porque además de tener que decidir día a día sobre cuestiones urgentes de administración, como abrir o cerrar las escuelas, cada gobierno ha tenido y todavía tiene que tomar una decisión más fundamental sobre las jerarquías que estructuran cada sociedad, asignando en particular su lugar a la vida y al cuidado de la vida. Hay que deshacerse en este punto del espejismo de la biopolítica y devolverle su lugar al antagonismo: sólo puede haber una política de la vida sobre la base de una decisión que la coloque en lo más alto, frente a otras jerarquías posibles y opuestas.    

El vacío creado el año pasado en el corazón de las ciudades, durante el tiempo suspendido de la cuarentena estricta, una suerte de huelga general involuntaria, se ha constituido así en la pantalla en la que se ha proyectado, por mediación del gobierno, el imaginario de las sociedades que han decidido defender la vida a toda costa; de la misma manera que un imaginario opuesto ha aflorado en los cementerios donde se han amontonado los cuerpos de las víctimas causadas por la ausencia de restricciones, justificadas por la necesidad de preservar la libertad y la economía. En definitiva, la apuesta de la jerarquía y del conflicto ha vuelto a poner la política en el centro porque ha puesto en evidencia su resorte velado: esa vida social cuya trama está formada por representaciones imaginarias comprometidas en la acción cotidiana, a un ritmo marcado por las reacciones de los cuerpos a los cuerpos, al interior de los grupos que conforman. Es sobre todo aquí que el efecto del virus ha sido sociológico, pues ha consistido en hacernos tomar consciencia de que la vida humana se despliega según un régimen social de exceso que puede alcanzar incluso el valor diferencial de la vida. Estamos dispuestos a sacrificar todo para defenderla, si es que la defendemos, o a destruirla de una manera igualmente excesiva, si ponemos su precio y valor en otro lugar. Todo depende de la manera en la que imaginamos la razón excedente del lazo social. 

¿Producirá entonces el pequeño ser también efectos epistemológicos? ¿Nos dedicaremos en un futuro a pensar y explorar lo social, para diagnosticar y curar también otras patologías, colectivas y no solo individuales ? 

Nada es menos cierto, si tenemos presente la histéresis de las disciplinas académicas, la inercia de los discursos establecidos al interior de la Universidad, sobre todo cuando apoyan y se apoyan en los medios de la ideología, repercutidos en ese lugar privilegiado de conexión entre saber y poder que es la opinión pública. La brecha entre experiencia y conceptos podría así perpetuarse, dejando lo que estamos viviendo sin palabras adecuadas para expresar la percepción singular de lo social que la circulación del virus hizo posible, al develar los imaginarios que reúnen y dividen los cuerpos en el gran cuerpo de la sociedad. La narrativa de la globalización sobrevivirá a su puesta a prueba, entonces, si no intentamos rectificarla hasta el punto de invertirla, introduciendo un lenguaje diferente para aprehender y transformar las prácticas que ponen en contacto los hombres y las sociedades. Pues esto es el desafío que tenemos desde ya ante nosotros: se trata de saber si seremos capaces de captar nuevamente las conexiones múltiples que fracturan el mundo en una pluralidad de mundos, para que un mundo sea algún día posible.

Es esta la mirada que Marcel Mauss había intentado abrir, al delimitar un inmenso campo de investigación que ha permanecido desde entonces casi inexplorado. A la vuelta de la Gran Guerra, durante el verano de 1920, el sobrino de Durkheim, heredero de su proyecto sociológico, ha tratado, en efecto, de explicar la catástrofe que acababa de ocurrir retrocediendo muy lejos en el pensamiento y en la historia, hasta plantear el problema fundamental de las relaciones entre sociedades, la guerra siendo la manifestación estridente de un fenómeno estructural que involucra todo hecho social. Al denominar este campo “inter-social”, Mauss quiso subrayar ante todo que las relaciones entre sociedades, si dependen por cierto de la contingencia de los encuentros, no están menos marcadas por una forma de necesidad real que se impuso mucho antes de la formación de las naciones y de las relaciones internacionales en la modernidad. Ninguna sociedad humana escapa a la vida de relación con otras, para mejor y peor. 

Es por eso que Mauss ha buscado el resorte de la “civilización”, entendida como el depósito acumulado por los préstamos recíprocos entre sujetos y grupos, en las prácticas relacionales de las sociedades llamadas primitivas. Las propias prácticas de don y contra-don, cuya descripción en los términos de una triple obligación de dar, recibir y devolver queda todavía asociada a su nombre, pertenecían según Mauss, al campo inter-social: es en ocasión del encuentro con el extranjero que se intercambia todo – bienes e ideas, prácticas e instituciones – y en todos los niveles de lo social – técnicos, económicos, estéticos, lingüísticos, jurídicos, etc. El don como hecho social total es, sin embargo, sólo el punto culminante de lo inter-social, fenómeno más originario que atraviesa toda la vida de toda sociedad, al punto que su propia identidad sólo puede captarse en relación. Es por el rechazo del préstamo, en razón de la resistencia puesta al intercambio y al don, que una sociedad revela, según Mauss, su singularidad irreductible. En medio del flujo de las prestaciones recíprocas, en el corazón de la incesante circulación de las cosas sociales a través de las fronteras, el rechazo a una demanda del otro marca el límite que define el deseo compartido de un nosotros.  En ese objeto sustraído al otro, pivote de una identidad colectiva aprehendida relacionalmente, Mauss supo captar la expresión de lo sagrado que habita secretamente en lo social, en tanto delimita el núcleo escondido de lo común: es lo que pertenece a todos, porque nadie se lo puede apropiar. 

Esto significa que Mauss ha dejado espacio a la existencia desde ya comprobada de una “civilización humana mundial” sólo en tanto que pudo ver en ella el punto infinitamente denso que se asomaba en el horizonte de los intercambios y dones entre sociedades destinadas a permanecer distintas unas de otras: es decir, el estratificado lugar común de una humanidad todavía heterogénea, capaz de forjar una razón universal – técnica, estética, moral, científica, etc. – en y por la circulación de objetos que llevan en sí ideas compartidas en su lógica, a la vez que alteradas en su sentido, por medio de su puesta en común y su apropiación singular. Es en este sentido que Mauss habla de civilización y no de sociedad mundial. Para pasar de una a otra, hacía falta mucho más, en su perspectiva sociológica, que un entrelazamiento múltiple entre sociedades, el cual gira en torno a una serie de nudos producidos por la migración de ideas, prácticas e instituciones. Ya sea que se trate de una forma de danza, de una receta culinaria, de una técnica de combate, de una práctica espiritual, de un precepto jurídico, de una consigna política o de un estilo de filosofía, para dar sólo algunos ejemplos genéricos entre una legión de casos específicos de los cuales da cuenta la historia inter-social. 

La existencia de una sociedad mundial suponía, según Mauss, una fusión de las sociedades existentes en toda su superficie y en toda su profundidad, y por lo tanto una superación decidida de las resistencias al intercambio y al don que las singularizan, distinguiéndolas unas de otras. Los obstáculos en este camino no se deben sólo al carácter sistemático de los hechos sociales, aunque ya en este plano surjan dificultades insalvables. Es difícil ver, en efecto, cómo podría producirse la gran fusión de las lenguas necesaria, como lo ha destacado Mauss, para dar cuerpo al entendimiento recíproco entre todos los hombres del mundo que marcaría el nacimiento de la sociedad del género humano imaginada por la Ilustración y tempranamente criticada por Jean-Jacques Rousseau. El fin del sueño liberal, el punto en el cual la búsqueda de un mundo global aparece no solamente utópica sino propiamente distópica, se sitúa sin embargo, en otro lugar. En el análisis de Mauss, surge cuando este último se adentra en la otra escena de lo inter-social, donde ya no se trata de relaciones puntuales, anudadas por el intercambio y el don de hechos sociales específicos, sino de relaciones generales que involucran la vida total de las sociedades puestas en contacto. 

Al explorar este espacio relacional que la sociología había hasta ese entonces ocultado, Mauss hizo más que reformular en términos sociales el objeto del derecho internacional: el estudio de las prácticas de paz y guerra lo ha llevado, en efecto, a destacar también y sobre todo la existencia de relaciones de subordinación, en particular la relación entre un imperio y sus colonias. Aquí es donde la perspectiva de una “fusión” adquiere una dimensión bien real, en tanto descansa en una doble operación de violación: extirpación de elementos propios y trasplante de elementos extraños, no habiendo sido objeto de ningún intercambio, de ningún don y contra-don, sino de una imposición unilateral destinada a sellar el triunfo de la fuerza en una situación de confrontación armada. Otro fenómeno muy antiguo como la colonización imperial se ha acentuado con la modernidad liberal en una dirección inédita, pues las naciones de Europa, como ha señalado Mauss mucho antes del giro postcolonial, le dieron una forma nueva impuesta por la voluntad soberana de los Estados de anexar a los dominados, considerados como nacionales de rango inferior. La historia de Inglaterra, Francia o España, en su relación con sociedades de Asia, África y América Latina, muestra de manera palpable en qué consistió la fusión violenta de las sociedades, sostenida por saqueos y masacres. 

A esto se refiere entonces lo global, cuando excavamos la superficie de la ilusión cosmopolita: el mundo común de la humanidad, si no remite al horizonte lejano de una civilización de civilizaciones, cada vez más universal a medida que se densifica el entrelazamiento del heterogéneo, no es otra cosa que el fruto de la expansión violenta de una sociedad, y en particular de una nación, dispuesta a fagocitar otra hasta aniquilar su singularidad. Siempre hay, sin embargo, una contraparte necesaria de la dominación, es el antagonismo que nunca deja de suscitar la imposición de un imaginario ajeno cuyas marcas se inscriben en los cuerpos. Mauss pudo así captar de antemano, en cada uno de los injertos impuestos por la colonización, otros tantos lugares de conflicto – indígenas, obreros, nacionales – destinados a revelar la composición forzada de dos sociedades distintas y a prefigurar en la lucha la manera de rehacer el conjunto, para derrocar la subordinación y asegurar la independencia. El presente de las ex-colonias demuestra en las heridas todavía abiertas que esta recomposición aún no se ha completado y que el camino de la hibridación emancipadora es todavía largo. 

Una vez hecho el diagnóstico de su presente, Mauss no pudo contentarse con buscar el remedio a las patologías de las naciones imperiales de Europa, de las que la Gran Guerra había sido en última instancia tan solo una expresión entre otras, en las posibilidades abiertas por la intensificación de los intercambios internacionales, acrecentados por el desarrollo de los medios de comunicación y el nacimiento de una opinión pública de la humanidad. El llamado a un mundo de naciones en paz sólo podía ser un deseo vano si no se corregían las patologías en su raíz, a través de una operación quirúrgica sobre el cuerpo mismo donde habían podido surgir y desplegarse. Era necesario vaciar, según Mauss, el nacionalismo europeo de su sustancia nociva, impulsando la constitución de ese término medio, entre lo particular y lo universal, que es la federación de naciones, según el modelo solidario de interdependencia que ya habían podido realizar las asociaciones internacionales de la clase obrera. Más allá de la movilización de la opinión pública, lo que hacía falta alcanzar, entonces, era la fuente misma del poder, arrebatando el gobierno de lo común, en las naciones de Europa, de las manos de las clases dirigentes, controladas secretamente por los capitalistas rapaces que solo conocían y conocen el mercado supuestamente mundial. Es por ello que Mauss buscó la garantía última de la paz mutua en la constitución de una federación, la Inter-Nación, sellada por un sistema de dones recíprocos y posibilitada por la apropiación colectiva de la riqueza de cada nación. Sólo el socialismo, entendido como radicalización nacional y popular de la democracia, parecía capaz de curar a Europa del absceso del imperialismo capitalista, liberando así las otras sociedades y naciones de toda amenaza de dominación y explotación.  

A un siglo de distancia, el análisis sociológico de Mauss resulta menos lejano de lo que pudiera parecer. En contrapunto a las expectativas de nuestros filósofos, nos permite formular con más lucidez el problema que todavía nos espera en el mundo post-pandemia. ¿Al circular como cualquier otro hecho social, el virus que aún nos inquieta nos habrá hecho conscientes de nuestras interdependencias, llegando a sostener procesos políticos de federación, por lo menos en los diferentes niveles continentales? La guerra de las vacunas, así como la ausencia de toda organización internacional digna de este nombre, tanto en Europa como en otros lugares, no lo deja presagiar. Estamos asistiendo más bien, en efecto, a un resurgimiento de la voluntad soberana por parte de las potencias – Estados Unidos, China, Rusia – que se distribuyen las ambiciones de hegemonía plantearía. No es esta la menor revelación del pequeño sociólogo que ha venido a estropear el curso regular de nuestras existencias, para despertarnos del sueño de la globalización.  

Tendremos que meditar esta lección sociológica, si queremos evitar que la defensa de la vida acabe jugando el juego de la pulsión de muerte que siempre habita el poder soberano en su afán imperial. Las anticipaciones proféticas aquí son inútiles e incluso nefastas, pues terminan ocultando la realidad efectiva que tenemos que pensar y transformar. Es la raíz misma la que se trata de atacar, ayer como hoy, estemos donde estemos. Aunque el problema y la solución no se formulen, por cierto, de la misma manera en todos lados – pues el socialismo mismo como la sociología que lo expresa son a su vez hechos inter-sociales, abiertos como tales a una cadena indefinida de alteraciones singulares –, el virus ha empezado a hacer circular también una aspiración compartida, como lo ha mostrado el debate sobre la renta universal y el salario social en México y Argentina, Francia y España, entre otros: que la vida hoy preservada pueda traducirse mañana en una vida más justa, a la altura de lo que exige la cooperación y la solidaridad al interior de toda sociedad. 

Las diversas propuestas de nuevos derechos sociales solo tendrán éxito, sin embargo, si serán acompañadas por una transformación política más fundamental: necesitamos inventar, en efecto, nuevos dispositivos de manifestación y resolución de los conflictos, capaces de canalizar los antagonismos en la dirección de una afirmación colectiva de la potencia instituyente que sostiene y atraviesa lo social. Después de todo, el virus nos ha también y sobre todo enseñado eso: que nadie se salva solo. Se trata, pues, de darse los medios para que la confrontación vibrante entre imaginarios contrapuestos, ahora más abierta que nunca, haga finalmente posible la creación de lo común a nivel nacional e inter-nacional, según la lógica federal integral inherente a lo intersocial. Solo entonces habremos hecho nuestra la extraña experiencia por la que todavía estamos transitando y habremos aportado una respuesta a la crisis del neo-liberalismo que caracteriza nuestro propio presente.