Durante la segunda mitad del siglo XX, hace apenas unas cuantas décadas, en dos terceras partes del mundo el horizonte del socialismo llegó a definir las expectativas, esperanzas y esfuerzos de miles de millones de personas que, unidas por la apertura a la experimentación y el rechazo a la violencia imperialista, dirigían sus energías hacia la creación de un mundo nuevo. A pesar de sus enormes diferencias, estas personas vivían en alguna de las regiones que, entre 1500 y 1947, estuvieron dominadas por una potencia colonial europea. Sus comunidades estaban marcadas por la inserción forzada en los circuitos de explotación y dominación económica, política y racial, creados por el dominio occidental a lo largo de aquel medio milenio. En conjunto, sus esfuerzos sirvieron para cimbrar lo que hasta entonces parecía indestructible: el sistema colonial europeo defendido, hasta mediados del pasado siglo XX, por racistas e imperialistas como Winston Churchill y Charles de Gaulle. De los diálogos que emergieron entre ellas y sus líderes tomó forma una nueva forma de socialismo enfocada en la creación de un mundo menos violento e injusto, y la defensa de nuevas posibilidades de solidaridad y dignidad capaces de resarcir los crímenes imperialistas de los siglos anteriores.
El absurdo y la devastación de la Segunda Guerra Mundial marcaron el inicio de esta transformación de alcances planetarios. Los excesos genocidas del fascismo europeo pulverizaron el complejo de superioridad que durante siglos había justificado la expansión occidental. Como ha señalado el poeta Aimé Césaire, la brutalidad de aquel conflicto no era cualitativamente distinta a la utilizada por las potencias imperiales europeas en América, Asia y África. Para el comunista de Martinica, el verdadero quiebre histórico introducido por la guerra fue que, durante aquellos años, la humillación y los crímenes que a lo largo de los siglos se habían reservado a los súbditos coloniales recayeron finalmente sobre las poblaciones blancas del viejo continente. La pesadilla del nazismo, afirmó Césaire, no era una aberración en la larga trayectoria de violencias europeas, sino más bien el pináculo de la oscura lógica imperialista que había alimentado la expansión de Occidente en todos los rincones del mundo.
“Quiérase o no”, afirmaba Césaire, “al final de ese callejón sin salida que es Europa […] está Hitler. Al final del capitalismo, ansioso por sobrevivirse, está Hitler”.
A partir del final de la guerra se sucedieron, una tras otra, las independencias de las viejas colonias de Asia y África. India y Pakistán, en 1947, inauguraron un ciclo que se extendió hasta la década de 1980 y que resultó en la creación de más de 100 Estados nación que se unieron, con distinta fortuna, a la comunidad internacional. Durante aquellos años, miles de millones de personas accedieron por primera vez a la nacionalidad e intentaron defender distintos proyectos de autonomía y búsqueda del bienestar en contra del rencor de las viejas potencias europeas y bajo el peso de las continuas estrategias de neocolonialismo gestadas durante la Guerra Fría.
El horizonte ideológico, cultural y político de la descolonización y del Tercer Mundo fue desde un inicio el del socialismo. Para mediados del siglo XX, sociedades de distintas latitudes habían experimentado ya de primera mano los resultados catastróficos de la expansión irrestricta de la lógica capitalista que, desde principios del XIX, había transformado las estructuras materiales e ideológicas de todo el planeta. Para los habitantes del mundo no-europeo, además, había quedado ya de manifiesto que el capitalismo inevitablemente desembocaba, como había sido descrito por figuras como Lenin y Rosa Luxemburgo, en la expansión imperialista, la violencia racista y la creciente desigualdad al interior de las sociedades y entre regiones de un planeta crecientemente interconectado.
En este escenario, el socialismo estructuró la crítica moral, económica y política al imperialismo capitalista de décadas anteriores, capturando la imaginación de millones de trabajadores, estudiantes, ideólogos, artistas, militantes y políticos en todos los rincones. A diferencia del comunismo soviético, la amplia gama de ideas, prácticas y proyectos que podían insertarse al interior del socialismo tercermundista permitía conciliar los anhelos y tradiciones de sociedades muy distintas entre sí, pero enfocadas todas en el sueño de la libertad y el bienestar. Para muchos antiimperialistas, el internacionalismo comunista sonaba a una promesa hueca en un mundo en el que innumerables sociedades ni siquiera conocían la autonomía política. En palabras del sirio Michel Aflaq, “el comunismo [buscaba] destruir el fanatismo nacionalista en una nación cuyo nacionalismo aún no existe” y en un contexto en el cual “los árabes aún son gobernados por otros”.
Para muchos de quienes defendieron el sueño de la revolución durante aquellos años, el socialismo no era solamente un proyecto político. Era también, y sobre todo, un proyecto de transformación de lo que Julius Nyerere, el primer presidente de Tanzania, llamó “las actitudes de la mente”. Para varias generaciones de pensadoras, activistas, militantes, artistas y políticos, el socialismo llegó a definir, en palabras del Ernesto el Che Guevara, la búsqueda del “hombre nuevo”.
Entre las décadas de 1940 y 1970, el socialismo representó un horizonte de esperanza que podía ser codificado en términos seculares y universalistas, al tiempo que podía incluir en su seno imágenes y proyectos religiosos, comunitarios y regionales específicos. Leopold Sénghor, el poeta que llegó a ser Jefe de Estado de Senegal, traducía los objetivos del socialismo a un lenguaje comprensible para les musulmanes de su tierra cuando decía que la redistribución de la riqueza y la política de la solidaridad del socialismo eran compatibles con la religión al representar facetas concretas de la voluntad de Dios. Para poder “ganar el cielo”, aseguraba, “debemos primero lograr la hermandad entre las personas a través de la justicia para todos aquí en la tierra”.
Creando un nuevo orden
Al margen de las variaciones, en el Tercer Mundo, el socialismo fue, ante todo, un credo de lucha y una invitación al trabajo constante en pos de la construcción de una nueva sociedad. Entre la diversidad pasmosa de las iniciativas políticas y económicas del socialismo tercermundista, varias tendencias destacan por su constancia y efectividad en distintos entornos. Por un lado, la mayoría de los regímenes nacionales que emergieron de la descolonización favorecieron alguna forma de centralización y planeación económica como estrategia para fomentar el bienestar, la igualdad y la estabilidad de los nuevos Estados. Restringir la influencia de los mercados imperialistas limitó la interferencia de intereses económicos extranjeros y facilitó el avance hacia la soberanía económica nacional. Esto implicó, en muchos casos, el rechazo vehemente a la “ayuda” y los préstamos de los organismos internacionales.
Para asegurar la base material que les permitiera avanzar en el camino de la independencia, los nuevos Estados buscaron promover la industrialización y la creación de una nueva infraestructura productiva. Entre 1950 y 1970, se siguió la lógica de la sustitución de importaciones, una estrategia que llevó a importantes logros en las primeras décadas de la descolonización. En países africanos como Kenya, Zimbabwe, Botswana o Nigeria, por ejemplo, este modelo hizo que la minería, la manufactura, el procesamiento de alimentos y los textiles se expandieran a un ritmo acelerado, mientras que en regiones como el Medio Oriente o el Sur de Asia permitió alzar consistentemente los estándares de vida de la población y sentar las bases de la unidad nacional.
Otro pilar del socialismo poscolonial fue la nacionalización de infraestructura imperial y de importantes recursos naturales y tierras productivas que habían sido labradas durante el dominio colonial. En países como Zaire, Liberia, Guinea y Zambia se nacionalizaron importantes sectores de la minería, mientras que en Senegal y Kenya, las viejas plantaciones de productos como el cacao. El caso quizá más emblemático tuvo lugar en Egipto, donde en 1956 el gobierno de Gamal Abdel Nasser nacionalizó el canal de Suez, vía de comunicación que durante más de un siglo había servido como ruta privilegiada para la expansión del imperialismo europeo en Asia y el oriente de África.

En conjunto, la estrategia dual de industrialización por sustitución de importaciones y de nacionalización de los recursos, la infraestructura y el territorio productivo generó importantes triunfos para los Estados poscoloniales, especialmente durante la década de 1960. En aquellos años hubo importantes avances en materia de salud, educación y calidad de vida de millones de personas. En numerosos países se redujeron consistentemente las muertes por enfermedad y parto, así como los índices de analfabetismo, al tiempo que se extendieron los servicios sanitarios en regiones enteras y se aumentó de manera significativa el acceso a la educación primaria.
De manera más importante, el socialismo implicó la incorporación de las masas, despojadas y brutalizadas por el dominio colonial y por siglos de racialización y explotación, al flujo de la política nacional e internacionalista del nuevo mundo que tomaba forma a la luz de la descolonización. El socialismo, declaró el marxista indio Jayaprakash Narayan, debía ser una forma de organización política nutrida del involucramiento de las masas, fácilmente descifrable por la gente común, y con el potencial de ir más allá de los intereses de las élites. Ninguna forma de independencia política, aseguraba el marxista indio, valía la pena si no estaba enfocada en el mejoramiento de la vida de las amplias mayorías.
A diferencia de lo que sucedió en sociedades europeas, por ejemplo, en países como India el sufragio fue inmediatamente otorgado a toda la sociedad, sin ningún tipo de limitación. Al mismo tiempo, la política socialista del Tercer Mundo se nutrió constantemente de la movilización masiva, y siempre tuvo que justificarse en términos del involucramiento de las mayorías y no por la lealtad de las élites. Esto quizá sea el aspecto más radical y revolucionario del impulso descolonizador.
Trayectorias paralelas
Al margen de estas generalizaciones, en todo el Tercer Mundo, el socialismo se convirtió en una dimensión central de los programas de construcción del Estado y de conformación de la identidad nacional. En India, por ejemplo, los socialistas sostuvieron los anhelos modernizadores de figuras como Jawaharlal Nehru con la insistencia gandhiana en la no-violencia y la experimentación para alimentar corrientes muy variadas de pensamiento y praxis política, enfocadas en la importancia de la movilización masiva no violenta, el pluralismo ideológico y el bienestar de las masas. En el ámbito internacional, el socialismo indio además contribuyó de manera importante a debates globales en torno al desarme, la amenaza de la guerra nuclear, la acción colectiva, la desobediencia civil y el Movimiento de los Países No Alineados.
En el mundo árabe, el socialismo fue pronto declarado la doctrina oficial de Estado en los seis países mas poblados del mundo árabe, Egipto, Libia, Argelia, Iraq, Sudán y Siria, así como en otros países más chicos como Yemen y el Sahara Occidental. Al igual que en India, el socialismo árabe defendió una apertura hacia la heterodoxia y el respeto hacia las particularidades regionales. Sin duda, el liderazgo más importante de esta corriente fue el de Gamal Abdel Nasser, cuyo gobierno se extendió de 1952 a 1970, tiempo durante el cual efectuó cambios verdaderamente revolucionarios en la sociedad egipcia. Políticamente, abolió la monarquía y estableció un orden republicano secular; económicamente, transformó las estructuras de propiedad, sobre todo agraria, y promovió un programa de mejora industrial que sirvió de ejemplo para innumerables naciones poscoloniales; y diplomáticamente, contribuyó de manera decisiva a la creación del Movimiento de los Países No Alineados que, junto con India, Indonesia y Yugoslavia, definiría gran parte de la geopolítica global de la Guerra Fría en el Tercer Mundo.
Más allá de Egipto, en otros países vecinos como Siria y Líbano, el socialismo echó profundas raíces también y sirvió como palanca ideológica en la lucha por la descolonización y el establecimiento de un orden poscolonial relativamente estable y próspero.
Durante las décadas de 1950 y 1960, el socialismo árabe transformó a las sociedades del Medio Oriente de forma profunda. Las relaciones de producción, propiedad, distribución y consumo se alteraron en beneficio de los trabajadores, se nacionalizaron importantes sectores productivos y de comunicación, así como las reservas de recursos estratégicos como el petróleo, y se utilizaron enormes cantidades de fondos públicos quitados al capital extranjero para promover el bienestar popular de millones de personas. Su éxito fue especialmente notorio en el campo de la reforma agraria y en el campo contencioso de las relaciones sociales, en el que los regímenes socialistas promovieron robustas industrias editoriales, nutridos espacios de debate y facilitaron el acceso de las mujeres a la vida pública, los espacios laborales y las universidades en territorios como Egipto, Líbano, Iraq, Argelia y Siria.
En distintos países del África subsahariana, el socialismo se nutrió de manera importante de distintas tradiciones antiimperialistas. Desde su independencia en 1957 y hasta 1966, el gobierno en Ghana estuvo encabezado por Kwame Nkrumah, uno de los principales defensores del panafricanismo, importante teórico del neocolonialismo y lector e intérprete del pensamiento de figuras como Lenin, Marx, C. L. R. James y W. E. B. Dubois. Para Nkrumah, la independencia de un solo país no significaba un verdadero triunfo si ésta no fortalecía el impulso antiimperialista en todo el continente. Durante sus años en el poder, promovió la unidad africana influyendo a distintos líderes, como Patrice Lumumba y Robert Mugabe, y a importantes figuras asociadas con el Poder Negro en el continente americano, como Malcolm X y Kwame Ture, también conocido como Stokely Carmichael, importante líder del Partido Pantera Negra.
Del otro lado del continente, en Tanzania tomó forma una variedad particular y única de socialismo africano. Bajo la tutela de Julius Nyerere, presidente de 1964 a 1985, en aquel país se promovió la creación de un orden basado en la idea de la ujamaa, palabra swahili que puede traducirse como “familiaridad” y que implicaba la búsqueda de una transformación material pero también moral y espiritual de la sociedad. El socialismo ujamaa intentaba, por un lado, combatir los efectos antisociales del capitalismo en las comunidades de Tanzania, al tiempo que respetar patrones sociales y comunitarios antiguos que estructuraban la vida de millones de personas en aquel país. Contrario a lo que defendía Nkrumah, en Tanzania no se promovió la industrialización, sino que se buscó dar forma a un modelo económico basado en el desarrollo rural, la autosuficiencia regional y el acceso universal a la educación primaria y los servicios de salud básicos.
Limitaciones y legados
Entre la década de 1950 y la de 1960, el socialismo estuvo estrechamente ligado al proyecto antiimperialista y nacionalista de las decenas de Estados poscoloniales que se gestaron en todos los rincones de Asia y África. Con mejor o peor suerte, y en la medida de sus posibilidades, los regímenes socialistas poscoloniales consolidaron las promesas del anticolonialismo y combatieron los embates del neoimperialismo. Durante veinte años, sus esfuerzos fueron en gran medida exitosos. Sin embargo, el escenario cambió drásticamente en la década de 1970.
El colapso de la demanda de productos y materias primas tropicales, causado por la crisis petrolera de 1973 y 1976, tambaleó la economía africana en su conjunto y sacudió las de otras regiones de Asia y Latinoamérica. En los años subsecuentes la mayoría de los países del Tercer Mundo tuvieron que dedicar una creciente porción de sus ingresos al pago de sus deudas externas a naciones europeas, lo que llevó a muchos gobiernos a recurrir a préstamos de organismos como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y, por implicación, a dar un giro drástico en las medidas redistributivas del socialismo de la primera descolonización.
Al mismo tiempo, el prestigio y el poder de las élites socialistas de décadas anteriores se fue erosionando a medida que muchas de las metas del antiimperialismo permanecían incumplidas y el prospecto del bienestar seguía eludiendo a grandes porciones de la población del Tercer Mundo. Sin recursos, y enfrentados a innumerables conflictos étnicos, sanitarios (como la epidemia del sida), militares y geopolíticos, las clases dirigentes del mundo poscolonial se volvieron cada vez más recelosas, opacas y reaccionarias, al tiempo que la corrupción y la violencia se extendían en las estructuras de gobierno.
Finalmente, la intervención extranjera, definida a partir de 1980 por la lógica rapaz del capitalismo y el extractivismo neoliberales, contribuyó de forma decisiva al debilitamiento del horizonte socialista en estas regiones. La abierta invasión militar se combinó con la presión diplomática y el intervencionismo empresarial, ideológico y diplomático para crear una situación de crisis, inestabilidad y violencia cada vez más generalizada en el Tercer Mundo. En conjunto, todas estas corrientes debilitaron y en muchos casos eclipsaron los proyectos del socialismo poscolonial. Desde la izquierda, se acusó a los socialistas de no ser suficientemente radicales y desde la derecha se les culpó de todas las carencias y dificultades económicas y políticas que asolaron al Tercer Mundo durante la tormentosa década de 1970.
A pesar de su dramático declive durante aquellos años, el socialismo tercermundista creó y consolidó andamiajes institucionales y redes de imaginación y praxis política que siguen definiendo las vidas de miles de millones de personas en gran parte del mundo. En conjunto, las ideas, los planteamientos, las comisiones de planeación, las políticas de bienestar, los programas comunitarios y políticos, las movilizaciones, la cultura política heredera del antiimperialismo, la búsqueda de la autonomía y el sueño del bienestar que defendieron los socialistas del Tercer Mundo dan forma a una de las utopías más potentes de los últimos siglos.
En este momento en el que las certezas que echaron raíz después de 1980 se desmoronan y en el que los equilibrios geopolíticos e ideológicos se vuelven blandos y abren la puerta para nuevos procesos de cambio profundo, haríamos bien en voltear al legado de aquellos socialismos tercermundistas que durante varias décadas mejoraron la vida de miles de millones de personas, incluso en contra de la precariedad, la inestabilidad y la incertidumbre. Hoy, más que nunca, resulta imprescindible retomar los legados de aquel horizonte, las ideas que enarbolaron sus defensores y los anhelos que alimentaron su éxito prolongado a lo largo de varias décadas y gestado en contra de grandes limitaciones y potentes amenazas de todo tipo.