Durante las últimas semanas de octubre de 2020, Donald Trump declaró, seguido del eco de varios miembros de su gabinete, que “China debe pagar” por la pandemia del Sars-CoV2 que actualmente atravesamos. Es una declaración que se puede leer plenamente como una amenaza, si bien es una amenaza vaga y ambigua. Qué forma tomaría esta sanción, a quién se pagaría, a través de qué figura jurídica –todo ello se omite como si fuera un montón de detalles irrelevantes–.
No fue una idea reciente del gobierno de Estados Unidos. Trump minimizó la pandemia e hizo lo mínimo para hacerle frente. Más aún: hasta su último día como presidente, intentó utilizarla para sus propios fines, señalando a cualquier opositor político como alguien que pone en peligro la economía, minimizando las deficiencias de su administración o celebrando cualquier acción, por mínima que sea. Frente a China, Trump desplegó un discurso xenófobo y agresivo como una palanca para ejercer presión e intentar conseguir tratos comerciales más favorables. La intensificación de los intentos de Trump para relocalizar la responsabilidad de la emergencia sanitaria –comenzando a llamarle de nuevo “la gripe China”, por ejemplo– responde claramente a la convergencia de dos eventos: el final de su mandato y su fallida campaña de reelección, y su propio contagio, del cual informó el primero de octubre a través de su medio de comunicación predilecto (Twitter).
Legal y jurídicamente, existen ciertos caminos posibles a través de los cuales se puede imputar una responsabilidad a un Estado. Por ejemplo: una base para hacer un reclamo internacional es el manejo inicial de la pandemia que realizó el gobierno chino. Si bien al menos desde el 8 de diciembre de 2019 recibió noticias de una “neumonía de origen desconocido” y fue alertado de la importancia de la enfermedad, no fue sino hasta el último día de 2019 que notificó oficialmente a la OMS, y hasta los últimos días de enero cuando confirmó la transmisión entre humanos. Esto constituye una ruptura de los términos del Reglamento Sanitario Internacional de la OMS (que especifica la necesidad de notificar en un máximo de 24 horas después de la confirmación de una nueva enfermedad), por lo que cualquiera de los 196 países que suscriben el Reglamento podría comenzar un proceso internacional de responsabilidad jurídica.
Era poco probable que Trump comenzara dicho proceso; también es improbable que otro jefe de Estado lo lleve a cabo. Debido a factores como el manejo deficiente de la pandemia en su propio país o la firme negativa de China para aceptar una responsabilidad, las amenazas de Trump parecen desarticularse fácilmente. Creo que esto es afortunado, porque solo hubiera exacerbado la política confrontacional o xenofóbica; pero las amenazas dejan detrás de sí un problema que es necesario considerar. Si la responsabilidad de las leyes internacionales se queda corta, si no ofrece vías para concebir las distintas perspectivas acerca de la cadena de eventos que dio paso a la pandemia y pensar (aquel acto que para Hannah Arendt estaba íntima, indisolublemente ligado a la responsabilidad), entonces, ¿qué otros caminos podríamos seguir? Dicho de otro modo: esto que nos ha pasado, ¿se puede pensar como algo que se originó en un único momento, en alguno de los últimos días de noviembre de 2019, en el mercado mojado de Wuhan? ¿O, más bien, tenemos que pensar el origen de la pandemia, y por tanto pensar en la responsabilidad que conlleva, como algo con alcances un poco más amplios?
Consideremos, primero, que la emergencia en el mercado de Wuhan no es una casualidad, porque el mercado mismo formó la tormenta perfecta: en más de mil puestos, había un contacto constante e íntimo entre humanos y animales: vivos o recién sacrificados, domésticos y salvajes, muchos de ellos capturados y vendidos de manera ilegal. En su ambiente natural, muchas de esas especies silvestres funcionan como un reservorio de patógenos: poblaciones de animales no humanos (generalmente mamíferos como murciélagos, roedores o primates) que de manera natural son portadoras de virus o bacterias. En sus hospederos salvajes, estos microorganismos no necesariamente ocasionan enfermedades; pero en ocasiones logran dar el salto e infectar a otras especies, como animales de granja o humanos. Si bien existen mercados “mojados” que se dedican exclusivamente al comercio de productos de agricultura, al mercado de Wuhan el nombre le queda particularmente bien, porque constantemente se inunda para limpiar la sangre, excreciones y secreciones de cientos de especies distintas. El contacto directo de los que ahí trabajan con todos estos fluidos hace que un contagio por un patógeno nuevo no fuera un evento astronómicamente improbable, sino simplemente una cuestión de tiempo.
Si bien la nueva infección de coronavirus no fue una casualidad, tampoco es, de ningún modo, una excepción. Las condiciones que dieron lugar al contagio inicial ocurren, en diversas manifestaciones, a lo largo de todo el planeta. Son condiciones que han ocasionado otras pandemias –cuya frecuencia de aparición, además, ha ido en aumento– y pueden resumirse en un ingreso forzoso, perturbación y transformación de zonas biodiversas; es decir, particularmente en latitudes tropicales, como lo documenta el Reporte de la Pandemia, redactado por la Plataforma Intergubernamental sobre Diversidad Biológica y Servicios Ecosistémicos (IPBES). La crisis de COVID-19, como las pandemias recientes del virus del Ébola, de VIH/Sida o de SARS, tiene como agente central un patógeno infeccioso zoonótico, es decir, que puede ser contagiado entre animales de especies distintas; y este contagio inicial a veces desaparece espontáneamente después de unos casos y otras se extiende globalmente. Estas enfermedades novedosas lo son precisamente porque es sólo recientemente que se ha intensificado la transformación de zonas protegidas y biodiversas, los hábitats de las especies reservorio de esos patógenos, para destinarlas a la urbanización, a fines agroindustriales, perturbando las especies nativas y obligándolas a buscar nuevos lugares y nuevos hábitos, y consecuentemente a tener contacto con humanos y animales de ganadería. Las enfermedades son nuevas porque nunca antes había habido un contacto tan intenso, continuo y prolongado con las especies que solían tenerlas y contenerlas.
Sin esas condiciones, que la dinámica global ha fomentado e intensificado, la narración del origen de la pandemia hubiera sido otra, y definitivamente hubiera sido mucho más improbable. Ellas representan el telón de fondo sobre el cual cualquier acción humana se proyecta; nos indican de manera clara que la responsabilidad de la pandemia no se puede localizar en un único punto en el espacio y el tiempo, y que difícilmente se podría “llevar a los responsables ante la justicia”. ¿De qué sirve, entonces, esta perspectiva distinta de responsabilidad, si no es para fincarla específicamente, por medios jurídicos? Nos puede servir para poder ver con más claridad, aquí y ahora, cómo es que las redes de responsabilidad –las acciones específicas, y el efecto que tienen en el mundo– se siguen estructurando. Puede servir, sobre todo, para ampliar una visión de responsabilidad que, lejos de limitarse a fincar culpabilidad jurídica, se esfuerce por entender las diversas maneras en que los elementos y agentes no humanos, tanto vivos y como no vivos, que movilizan una multitud de dinámicas e intereses propios, son constitutivos de lo humano. Dicho de otra manera: una noción de responsabilidad distinta puede informarnos acerca de cómo es que esos elementos que llamamos “ambientales” necesitan ingresar en las maneras en que decidimos cómo actuar.
He dicho que el caso de Wuhan, o más generalmente, el del territorio chino no es una excepción. La misma dinámica se ha replicado en distintos lugares y con diversos modos de hacer. La Unión Europea, en su reciente reforma de la Política Agrícola Común, ha favorecido a las mega granjas y monocultivos, con el doble efecto de apoyar la aglomeración de ganado y el desplazamiento de la fauna y flora local. En el caso de México (más preocupante por la riqueza y tipo de su biodiversidad) asistimos a acciones más intensas que pretenden, por distintos frentes, continuar con la dinámica que ha sido específicamente señalada por el IPBES: un cambio de uso de la tierra para destinarla a la urbanización y la agricultura en gran escala, justo los aspectos que se aspiran a movilizar radicalmente en los proyectos actuales, particularmente en el sur del país.
Pensemos en un único caso, el de los “misteriosos polos de desarrollo” (como los llama Violeta R. Núñez), ahora aparentemente llamados “comunidades sustentables”: centros de urbanización asociados a las estaciones del llamado Tren Maya, regidos por un diseño urbano cuyo interés fundamental es económico, y particularmente enfocado a servicios turísticos, desarrollo inmobiliario y probablemente como complemento a una red ferroviaria cuyo ingreso mayoritario está representado por el transporte de combustibles. Si bien ya Núñez explica detalladamente el problema fundamental de los potenciales efectos sociales negativos de estos polos de desarrollo, y separar dichos efectos sociales del problema ambiental sería un sinsentido, baste remarcar aquí la problemática ambiental de dichos polos, particularmente en el contexto de la pandemia. Las nuevas zonas de urbanización y todo el “desarrollo” del que serán catalizadoras se proyectan en la cercanía de diversas Áreas Naturales Protegidas del los estados del sureste, como las Reservas de Sian Kaan, Palenque o Calakmul –esta última probablemente la más problemática porque será fragmentada de lado a lado por el trazo nuevo de la ruta del Tren–. Los nodos de nueva urbanización tendrán “continuidad con la naturaleza”, como la propia página del gobierno nos informa. Esto no es tan positivo como podría sonar, porque la única continuidad que necesitan las áreas protegidas para mantener su funcionamiento y dinámica es consigo mismas; y la cercanía con áreas modificadas antropogénicamente es, en el mejor de los casos, perturbación. En esta “continuidad” se engarzan exactamente los factores de riesgo de los que advierte el reporte del IPBES.
En las reservas que serán afectadas se han realizado estudios en quirópteros y roedores que, como se podría predecir, han encontrado una diversidad de virus en dichos animales. Es necesario decirlo: la peor acción posible es tratar de exterminarlos, tratando de “sanitizar” la selva. No sólo sería un crimen ambiental, pues son elementos fundamentales para el ecosistema, sino que se ha encontrado que las campañas de exterminio tienden a incrementar el riesgo de contagio, no disminuirlos.
Existen otras acciones posibles. El filósofo Andreas Malm, al analizar el problema conjunto de las crisis ambiental y sanitaria que vivimos, afirma que una de las acciones imprescindibles para lidiar con ambas, en el presente y en el futuro, es exactamente lo contrario: rewilding, el intento de regeneración de áreas silvestres a través de distintas técnicas de manejo que tratan de suplir y remediar los efectos negativos de las dinámicas de urbanización y de manejo intensivo. Los proyectos de rewilding no excluyen la presencia de las comunidades humanas locales ni las acciones sociales e incluso pueden promover servicios no materiales; pero la idea central es dejar de considerar a cualquier área natural como simplemente un reservorio de servicios materiales para explotar, o una mera superficie cuyo valor se mide únicamente en la utilidad comercial o productiva.
Malm también piensa en la emergencia del Sars-CoV-2 en China, y considera que asumir que es una responsabilidad exclusiva de China es insuficiente. En acuerdo total con él en este punto, lo dicho aquí no trata de desresponsabilizar a China, sino hacer ver una manera distinta de ver la responsabilidad, una que tal vez conviene más a los problemas que hoy enfrentamos; una que se estructura de manera subterránea, armando una red en donde caerán más acciones, acciones posteriores, cuyos destinos no podemos calcular pero que con algo de esfuerzo del pensamiento tal vez podamos entrever.