Se ha vuelto recurrente entre ciertos sectores de la opinión pública y las redes sociales, el lamento de que la política de gobierno de Andrés Manuel López Obrador representa una reinstauración de algo que se llama el “viejo PRI”. Sorprende la variedad de personalidades que han hecho esta afirmación. Lo han dicho, por ejemplo, el reconocido sociólogo Roger Bartra, el famoso periodista Leo Zuckerman, y el infame miembro del “PRI del presente” y exgobernador de Oaxaca Ulises Ruíz, en medios tan diversos como el programa “El weso” de W Radio, los periódicos El País o Excélsior, sin contar las innumerables referencias al tema en Facebook o Twitter. A pesar de que hay unanimidad de que la afinidad de AMLO con el “viejo PRI” representa algo malo, no parece haber consenso respecto a lo que este viaje al pasado significa. Para Bartra, el triunfo de AMLO vaticina el posible retorno de un régimen “autoritario y represivo”, para Zuckerman representa el triunfo de una vieja política partidista basada en la cooptación y el pragmatismo desalmado mientras que para Ruíz, quien hasta hace poco aspiraba a dirigir al “PRI del presente”, AMLO amenaza con volver a una forma “anquilosada” de gobernar siguiendo prácticas “que tanto nos criticaban y que ya vimos que no dan resultado”. En medio de esta ecléctica mezcla de opiniones, vale la pena esbozar lo que la fórmula “viejo PRI” podría significar en el entorno político del presente mexicano.
Creado en 1946 a partir de las estructuras del viejo Partido Nacional Revolucionario (PNR) de Plutarco Elías Calles (1929) y el Partido de la Revolución Mexicana (PRM) de Lázaro Cárdenas (1938), el PRI se inauguró con el triunfo de Miguel Alemán y ha sido el partido del presidente durante 60 de los últimos 73 años de la historia de México. Durante las últimas décadas del siglo XX, el PRI se convirtió en la encarnación de los males que aquejaban al sistema político mexicano: el autoritarismo, la corrupción, la opacidad, la violencia de Estado, la falta de pluralismo y la impunidad sistemática. Hablar de “el PRI” se convirtió en una manera de referirse a un sistema culpable por las atrocidades de la Guerra Sucia, la matanza de Tlatelolco, el enriquecimiento obsceno de las élites, la violencia estructural del país, el fraude de 1988, la crueldad diazordacista, el absurdo lopezportillista, la crisis delamadridista, el delirio salinista y la corrupción peñanietista.
La narrativa reformista de la llamada “transición democrática”, que ha sido el motivo central de la política progresista en México por lo menos desde mediados de la década de 1980, se construyó a partir de la necesidad de derrotar al PRI y de superar, a través del ejercicio democrático de la voluntad popular, los excesos de su pasado. Sin embargo, como bien sabemos, la derrota electoral del PRI no trajo consigo el fin del autoritarismo, la corrupción, la violencia y la impunidad. Al contrario, durante los últimos tres sexenios hemos visto el dramático aumento de los males asociados al “viejo PRI” a manos de gobiernos del Partido de Acción Nacional y del actual PRI. Incluso, no sería arriesgado afirmar que los niveles de violencia—de Estado y a manos de particulares—, así como de corrupción e impunidad han aumentado considerablemente desde la llegada de la alternancia en el año 2000.
Pero volvamos a la temida restauración AMLOísta del “viejo PRI”. Sin duda, hay motivos que podrían llevar a comparar al triunfo de AMLO en el 2018 con el momento de creación y consolidación del PRI. Por un lado, en ambos casos se trata de una coalición de amplio espectro que persigue un programa similar de nacionalismo revolucionario. Al mismo tiempo, ambos emergen tras largos periodos de violencia, descomposición social y descrédito de los regímenes políticos que los precedieron. Más aún, en ambos casos observamos una pragmática—y para muchos preocupante—aproximación a la política de alianzas y componendas con miras a conservar el poder en el largo plazo que los distingue de la preocupación inmediatista que caracterizó a la política de la “transición democrática”. Finalmente, es clara la preferencia en ambos casos por el establecimiento de una centralización del poder alrededor de la figura del presidente.
Sin embargo, hay importantes diferencias entre el triunfo de AMLO y la consolidación del “viejo PRI”. Por motivos de espacio, nos enfocaremos en la que es, sin duda, la más importante. A diferencia del “viejo PRI”, AMLO llegó al poder democráticamente. Su triunfo en el 2018 con el 53% de los votos representa la consolidación y el momento álgido de la democracia mexicana: es la prueba innegable de su validez y su fortaleza. Es curioso notar que con su arrolladora victoria AMLO legitimó, tras haberlo atacado durante años, al sistema electoral mexicano establecido a mediados de la década de 1990 e inaugurado efectivamente en el 2000. A la inversa, la legitimidad de AMLO está sustentada en la validez del sistema que le dio el triunfo: su poder—el más amplio del que ha gozado un presidente elegido democráticamente en México—no emerge de su carisma, ni de los temidos resortes de su “populismo”, sino de su apabullante legitimidad electoral.
Por esto, resulta contra intuitivo que la mayor parte de los críticos de AMLO y quienes más temen los posibles efectos de su autoritarismo pertenezcan a un sector de la población que vivió en carne propia los abusos y excesos del “viejo PRI” y que lucharon abiertamente por la “transición a la democracia”. Es como si, para los críticos de AMLO que sobrevivieron al “viejo PRI” y celebraron la “transición” del año 2000, el triunfo de MORENA representara, a pesar de su innegable validez electoral, una especie de condena de muerte del Edén democrático y una vuelta a un estado previo, salvaje y lleno de peligros. Aunque, pensándolo bien, quizás no sea gratuito que sean personas que crecieron durante el apogeo del régimen presidencialista del PRI de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, quienes más resienten el triunfo de AMLO. Su imaginación política y las coordenadas de su mapa ideológico pertenecen a un mundo marcado por la violencia de ese PRI nefasto en el que AMLO, y tantos otros, comenzaron su militancia política: un mundo de Guerra Sucia, de control de los medios, de excesos corporativistas y de rigideces ideológicas. Está claro que, durante los largos años de lucha por la alternancia y el pluralismo, no se esperaban el triunfo de un líder como López Obrador.
Sin negar la validez de los motivos que alimentan este temor y este recelo, es necesario preguntarse si el lamento por la supuesta restauración del “viejo PRI” tiene algún significado para el enorme sector de los votantes y la población de México nacidos entre mediados de la década de 1980 y principios de la década del 2000. Para estas votantes, hablar de AMLO como un “regreso al ‘viejo PRI’” es como para un nacido a principios de los años 1980 decir que Fox era peor que Miguel Alemán, o para los nacidos durante la era del desarrollo estabilizador decir que Díaz Ordaz era similar a Victoriano Huerta. Para quienes pertenecemos a la generación Y y los millennials, los que aprendimos sobre el 2 de octubre en la preparatoria y los que conocieron al Subcomandante Marcos y a Carlos Salinas de Gortari en Netflix, AMLO no encarna el regreso de un pasado lejano. Al contrario, AMLO es algo que siempre ha estado ahí: es el representante de una especie de perpetuo presente y, tras del trágico ciclo Fox-Calderón-Peña Nieto durante el que México se convirtió en una gigantesca fosa clandestina, el único futuro que se antoja posible.
Hay una cierta irresponsabilidad en la crítica fácil formulada a partir de la equiparación del nuevo régimen de MORENA con la imagen del “viejo PRI”. Históricamente, falsea la complejidad del pasado político de México—después de todo, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas no solo fueron los creadores del Partido Nacional Revolucionario y el Partido de la Revolución Mexicana, sino también dos de los fundadores de instituciones y aparatos ideológicos más importantes de la historia de México. Más aún, y de manera más urgente, interpretar el momento de cambio del presente a través del recurso a un viejo guion tragicómico propio de un mundo anterior al fin de la Guerra Fría y al México previo al siglo XXI, es demeritar el esfuerzo imaginativo y la energía política de varias generaciones de ciudadanos que, por lo menos desde mediados del pasado siglo XX, han venido proponiendo alternativas de distintos tipos para la transformación del país.
Independientemente del apoyo, o rechazo, que profesemos por la figura y el régimen de AMLO, estamos obligados a exigir a los críticos y los devotos que por lo menos se aproximen al presente respetando las posibilidades que hoy se abren para el futuro y reconociendo la necesidad de forjar una nueva imaginación política para las crisis que se avecinan.