El martes 1 de octubre el presidente de la república del Ecuador, Lenin Moreno, anunció un paquetazo de medidas económicas que incluía la eliminación de los subsidios en hidrocarburos y reformas laborales. La noticia nos tomó de sorpresa a todos y todas porque semanas antes se había difundido el supuesto incremento del IVA al 15%, que no ocurrió. Sin embargo, más rápido que la imaginación progre-izqueirdista-distraída, los sectores sociales más empobrecidos comenzaron a activar su legítima derecho a la resistencia, consagrado en la Carta Magna del Ecuador (artículo 98), puesto que las medidas afectaba directamente a la economía popular, que sobrevive, en el mejor de los casos, con un sueldo mínimo de 390 dólares, y en el peor de los casos, con economías de subsistencia que muchas veces no llega al 1 dólar diario.
El miércoles 2 de octubre se anunció el paro de transportes en Ecuador y el jueves 3 el gobierno decretó el estado de excepción por 60 días, mucho antes de que existiera la “conmoción interna” que la justificaba. El paro del gremio de los transportistas duró solo hasta llegar a los acuerdos gremiales que solo los beneficiaba a ellos (hombres), el 4 de octubre. El mismo día, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) tomó la posta del paro y anunció que miles de indígenas llegarían a Quito para el paro nacional estipulado para el 9 de octubre. El movimiento indígena, una vez más, tomó la vanguardia de la reivindicación de los derechos sociales y económicos de los sectores más empobrecidos del país, afectados por una medida que sube el costo del transporte público en más del 120%.
Tal como se había anunciado, los pueblos indígenas empezaron a llegar el lunes 7 de octubre, en medio de una ola de discursos racistas que reclamaban por haber bajado de los páramos sin ningún permiso de las élites quiteñas. Miles de personas se concentraron en el parque del Arbolito, histórico lugar de protesta de la ciudad de Quito. Previo a esto, las principales universidades, como la Universidad Andina Simón Bolívar, la Pontificia Universidad Católica de Ecuador, la Universidad Politécnica Salesiana y la Universidad Central, abrieron sus puertas para albergar a las personas del frío y la lluvia invernal andina. De la misma forma, la Casa de la Cultura, cercana al parque, también abrió las puertas del Ágora. Llegaron ocho cocinas industriales, así como víveres y comida, de las personas que solidariamente se acercaron. De la misma forma, en el Pabellón de las Artes se instaló una brigada de médicos docentes y estudiantes. Fue emocionante ver una organización tan prolija como sensata. Familias enteras alrededor del Arbolito; parecía un gran campamento artístico por el colorido de la vestimenta, los guaguas (niños y niñas) corriendo y en los brazos de las madres. Un Woodstock de la resistencia.
Todo indicaba que la lucha era efectivamente pacífica, tal como lo había anunciado los dirigentes de la CONAIE, que fue desmentido por los medios de comunicación del Ecuador que solo transmitían los actos “vandálicos” que atemorizaba a todo el país. Estaba junto a otras colegas, incansables defensoras de derechos humanos, preguntándonos sobre las necesidades que tenían, cuando empezaron a escucharse las primeras explosiones de bombas lacrimógenas, muy cerca del parque. Mientras huía de las bombas que parecían más próximas, me acercaba a las madres con sus guaguas en los hombros para decirles que fueran a las universidades para albergarse; sin embargo, después de agradecer, se fueron a buscar al resto de su familia. Ellas piensan en colectivo. El mismo día en la tarde, desalojaron con gas lacrimógeno el parque. En horas de la tarde, la Corte Constitucional del Ecuador aprobó por unanimidad el decreto 884 del estado de excepción reduciéndolo a 30 días. En ese momento, todos y todas sabíamos que el gobierno podía recrudecer la violencia, porque nunca un estado de excepción se ha decretado para construir diálogo y paz. Sin embargo, nunca nos imaginábamos la represión posterior.
El 8 de octubre, después del desayuno temprano, volvieron las personas albergadas en las universidades a la movilización, concentrada en el parque. Parecía que todo iba a desarrollarse en calma. Salieron en una gran marcha hacia el centro; al regresar, fueron recibidos con bombas lacrimógenas, desalojando así, de forma violenta, el parque con violencia. El miso día en la noche, el presidente dio una cadena nacional que invitaba al diálogo a los dirigentes indígenas para superar el conflicto. Pensamos entonces que existía una luz en las mesas de negociación, pero nos equivocamos. El 9 de octubre, con las colegas profesionales de los derechos humanos, volvimos al Arbolito en la que nos informaron que habían varios heridos y un muerto por la represión día anterior. Fuimos entonces a preguntar en los hospitales y allí nos comunicaron que estaba prohibido dar datos sin la autorización de la máxima autoridad, que es la ministra de salud. El mismo día, mientras estaba en el Ágora de la Casa de la Cultura ayudando a empapar pañuelos con vinagre y sal para mitigar los efectos de los gases lacrimógenos, recibí la llamada de un dirigente quien me decía que el día anterior habían sido víctimas de una represión desmedida; tenían heridos y muertos. Me pidió que les dijera a las compañeras y demás colegas sobre la necesidad de hacer pronunciamientos y cartas abiertas internacionales, para que cese la brutal represión. La Carta abierta fue firmada en tal solo un día y medio por más de 250 personas, en su mayoría defensores de derechos humanos, y por el Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel. Mientras redactábamos la carta, se realizó una movilización indígena hacia el centro, a su regreso al Arbolito fueron nuevamente bombardeados con gas. En la noche del 9 de octubre, cuando las familias estaban instaladas en las universidades de acogida, autodenominadas lugares de paz, de la forma más abyecta, volvieron la lanzar gas lacrimógeno.
En la mañana del 10 de octubre el bombardeo de gas lacrimógeno empezó temprano. Ese día llegué al Arbolito y al ver la primera detonación salí del lugar. En ese momento vi a los estudiantes de medicina y médicos correr en dirección de las bombas, como héroes de películas de Hollywood, para salvar a las personas heridas. Desde mi casa, a 15 cuadras del Arbolito, podía ver las nubes de humo que salían del parque, mi condición de asmática me impedía salir; sin embargo, de nada sirvió la distancia, porque llegó el humo hasta mi casa. Fue el peor de los días: ver y escuchar las detonaciones, pensar en los amigos, amigas, niñas y niños, mientras sólo existe impotencia y rabia. Una guerra desigual y cruel, tal como había anunciado cierto ministro que fue bautizado como el “ministro de guerra”. El 11 de octubre fue de luto: los muertos empezaron a sumar. Uno de los dirigentes, Inocencio Tucumbí, falleció; le hicieron el funeral en el Ágora con miles de personas alrededor, rindiendo un homenaje al caído. Se había retenido a varios policías y, en un acto que solo puede comprender quien tenga la sensibilidad suficiente para aceptar las otras formas de hacer justicia, hicieron que la policía cargara el féretro de Inocencio; además, dieron sermones humanos, como si se tratara de un amigo o hermano que se portó mal: “Estos son tus hermanos, luchamos por nuestro pueblo, por nuestros hijos ¿Qué le pasa compañero, hermano ecuatoriano, ver morir a mi gente?” “Únase al pueblo, carajo”. El coronel lloró.
Al día siguiente, el 12 de octubre, luego de repartir el desayuno en el albergue, fuimos a la marcha de las mujeres, convocada por las organizaciones feministas. La encabezaban las dirigentas indígenas, entre las que se encontraba la legendaria luchadora Blanca Chacoso, quien a sus 64 años había participado activamente en el levantamiento. Blanquita, como le decimos cariñosamente, con su megáfono y los ojos hinchados por el gas, demostraba que la lucha rejuvenece. Con la dignidad de las mujeres guerreras prendió una vela y dijo que representaba el útero de las mujeres indígenas, que por más muertes que hubiera, ellas iban a seguir pariendo los hijos de la resistencia. Una resistencia que ese mismo día cumplía 527 años. Las mujeres, mestizas e indígenas, entonaban cantos de unión que invadían las cuadras de la ciudad: “A la lucha compañeras, a la lucha y a la unión, que nosotras somos muchas y uno solo es el patrón”. Ese día, las hermanas llenaron de esperanza y colores los días grises de represión. Las mujeres indígenas nunca dejaron de ser la vanguardia del movimiento indígena y eso se demostró en cada día de insurrección. El mismo 12 de octubre la CONAIE aceptó el diálogo con el Gobierno con intermediación de la ONU y la Conferencia episcopal ecuatoriana, siempre y cuando se hable sobre la derogación del decreto 883. El 13 de octubre se produjo el diálogo ante la televisión nacional. Los dirigentes fueron con la misma capacidad de organización, inteligencia y fuerza de los días de resistencia. La última intervención, de Miriam Cisneros, fue el fin de la intervención que estremeció hasta al propio presidente y ministros: “Nuestras mujeres han sufrido atropellos, golpes de policías y militares. Ayer en la CCE no tuvieron compasión con nosotras, señor presidente, ¿no te duele que nos vengan a enfrentar a mujeres y jóvenes? Es lo que vengo a decirte como mujer amazónica, señor presidente. Que en tu conciencia queden los caídos, los asesinados». La defensoría registró ocho personas muertas, 1340 personas heridas y 1192 personas detenidas. No se tienen hasta el momento cuántos niños y niñas fueron afectadas. La ministra de gobierno, autoridad superior de la policía nacional, se ha negado a renunciar a su cargo. Quienes estuvimos en el paro nacional, nunca vamos a olvidar los 12 días que estremecieron Quito. Nunca olvidaremos el llanto hasta el momento de la victoria y cuando la marcha indígena se fue de la ciudad abrazando a los policías, porque la ternura no la pierden ni en los combates más feroces.