“El beisbol llanero se juega más con corazón que con táctica”. Me dijo Alejandro Castañeda en la primera entrevista que transcurrió durante una ola de calor que tenía a la Ciudad de México moribunda, mientras él, sereno, seguramente bajo un sol 10 grados más caliente que el de la capital, habla sin resuellos o cualquier otro tipo de sonido que pudiera confundirse con la desorientación de un cuerpo en esas condiciones.
Alejandro contestó mi llamada puntualmente un domingo a las 12 del mediodía, hora y fecha que acordamos para sostener una charla de 30 minutos, y que se extendió más de lo esperado. Él en Río Grande, Zacatecas, yo desde la Ciudad de México.
Mientras lo escucho, su voz desvanece los 759.1 kilómetros que hay entre el semidesierto y el valle de México. El ritmo de su hablar vuelve casi imperceptibles las 13 horas que nos separan. Luego, trato de formular algunas preguntas sobre beisbol que no delaten mi conocimiento limitado sobre el tema, las cuales él responde hábilmente, no sólo llenando los espacios vacíos con sonido, sino también trayendo a la conversación una sencilla pero sólida emoción.
Organiza con bisturí sus palabras. Escucho el acento cantado de la capital de Zacatecas y no me gusta; afortunadamente eso dura poco. Entonces, por fin, llega el tono suave en las primeras sílabas de cada palabra y el golpe contundente cuando las termina. Llegué a donde quería, él mismo dice: “Aquí conviven las tortillas de harina con las de maíz”. Oración que puede leerse como: aquí comienza el desierto, aquí comienza el norte.
En 1842 el librero y bombero neoyorquino Alexander Cartwright, quizá aburrido, aturdido, o cualquier otra sensación que se pudiera experimentar en el Nueva York de mitad del siglo XIX, dibujó el primer bosquejo de un campo que más tarde se convertiría en el diamante para jugar beisbol. El campo y el deporte mismo han sobrevivido a dos guerras mundiales, el nacimiento y declive del socialismo, los servicios de streaming y una pandemia. Campos convertidos en enormes estadios que pisaron desde Barry Bonds hasta Beto Ávila.
Alejandro Castañeda es corresponsal de deportes para un periódico local en la ciudad de Zacatecas. Indistintamente cubre la liga de beisbol llanero, softbol femenil y eventos de charrería como partidos de la liga de ascenso donde juegan los Mineros de Zacatecas. Nació en Torreón, Coahuila, y su padre, riogense, toca el bajo sexto en agrupaciones de música norteña. Su madre, lagunera, es una profesora jubilada que llegó muy joven al semidesierto zacatecano para trabajar en escuelas rurales. Me cuenta que le gusta el futbol, es aficionado al Santos Laguna. Pero el beisbol le viene de familia. La primera vez que fue a un partido de beisbol profesional acompañó a su abuelo materno. Allí conoció el estadio Revolución de Torreón, Coahuila, y vio jugar a los Algodoneros Unión Laguna, y cuenta: “Nos sentamos atrás de las bancas de los jugadores. La emoción de pasar de ver pura tierra a ver los campos con pasto, las medidas, la diversidad, los gringos güeros, mexicanos, dominicanos con rastas”.
Le pregunto si tiene un ritual al llegar a cubrir los partidos llaneros, y responde que no. Como periodista les pide a los equipos que se reúnan para tomar una foto antes del partido. Él mismo es el fotógrafo para sus notas. Con el juego en marcha se las ingenia para fotografiar a través de las mallas que protegen las gradas, y al mismo tiempo, ir recolectando las estadísticas que le sirven para leer el marcador.
En una nota del 31 de mayo de 2023 que Alejandro tituló “Inauguran el campo de los sueños zacatecanos en Mazapil”, describe el milagro de un estadio con una inversión de 25 millones de pesos en Mazapil, uno de los municipios más pobres del país, localizado al noreste del estado de Zacatecas, territorio donde se instaló la empresa estadounidense Newmont, la cual financió el nuevo estadio.
El diamante de beisbol es un cuadrado que mide 90 pies en cada uno de sus lados. Ahí descansan cuatro bases (primera, segunda, tercera y home plate) que habría que recorrer para anotar una carrera. Sin embargo, el diamante, que raya en la perfección, tiene una distancia de 63 pies entre el montículo (donde lanza el pícher) y el home plate. Con ese grado de separación se posibilita una distancia corta pero suficiente para que el pícher coloque la bola en zona de strike. Por otro lado, hay una distancia suficientemente larga que habilita al bateador para ver la pelota. El campo deportivo San Juan de Los Cedros, Mazapil, tiene todas esas cualidades.
Mazapil, históricamente, ha sido uno de los territorios con mayor extracción de minerales en el país. En México, Peñasquito, propiedad de la Empresa Newmont, reportó ventas de 2 000 millones de dólares. La mina es la principal productora de oro, con una extracción de más de 566 000 onzas de metal áureo en 2022. Es decir, el 20% de la producción de oro en el país.
Verónica Gerber, en su libro La compañía, interviene el cuento El huésped de Amparo Dávila mientras relata la historia de Nuevo Mercurio, pueblo situado en el municipio de Mazapil, crucial en la producción de mercurio durante la segunda mitad del siglo XX. Al día de hoy es un pueblo radioactivo. En su narración, Verónica trabaja con material de archivo y registros visuales. En algún momento del texto, cuenta que, en el apogeo de la extracción de mercurio, los Dodgers de Los Angeles se enfrentaron a los Mineros de Zacatecas. Esto pudo ser una leyenda, chisme o quizá anécdota. Es difícil saberlo. Del marcador del juego no hay huellas. Nunca se sabrá cómo terminó el partido; lo único que queda es imaginar a los Dodgers bateando, como visitantes, en la mitad alta y los Mineros en la mitad baja.
Los campos de beisbol del semidesierto están lejos del Field of dreams de Mazapil. En muchos de ellos no hay gradas, la gente se resguarda del sol en la sombra de carros, o monta carpas, pero permanece las tres horas o más que puede durar un partido de beisbol. Alejandro dice emocionado: “Es amor, porque a quien le gusta el beisbol analiza todo, desde el bateador, cómo se agarra el bate, cómo se para, vigila al ampáyer (el arbitro). Todo influye”. La gente del semidesierto crece viendo beisbol, jugando.
Le pregunto ingenuamente dónde hinca el diente cuando ve un partido; escucho una suerte de risa, y hace énfasis en algo que me había dicho antes, pero que está dispuesto a repetir. Alejandro no sólo me cuenta sobre el beisbol llanero: intenta explicarme, mostrarme la lógica del espectador, a fin de que me emocione tanto o más que él. Cualquier conocedor del juego sabe las reglas, las guarda en la memoria de corto plazo y las vuelve recuerdos con la memoria de largo aliento. “Hay que tener capacidad de análisis, un poco de estadísticas y, sobre todo, emoción. Una visión de todo”. Después de esa oración, Alejando descansa la voz para continuar con su relato.
Los dos abuelos de Alejandro son beisboleros, y le hablaron del Toro Valenzuela. Busqué en Google una foto de Fernando Valenzuela y ahora entiendo por qué la fascinación: con el uniforme de los Dodgers, la mano izquierda dislocada de su sitio y vestida con la manopla de beisbol, como si el codo se hubiese salido de su lugar. En la otra mano, la bola a punto de ser lanzada, los ojos mirando a la derecha, el cuerpo ligeramente rotado a la izquierda, los labios cerrados y la nariz que parece aguantar la respiración. El equipo de la MLB que le gusta a Alejandro son los Dodgers, aunque a los Astros de Houston les tiene especial cariño, pues una parte de su familia vive en Texas.
Casi al final de la entrevista, regresa a hablar de su profesión, sube un poco el volumen de la voz y su respiración se agita de nuevo, tal vez por el cansancio de la plática, o quizá por otra ola de emoción. Declara que sí, que un periodista se casa con un equipo: “es mentira eso de que el periodista deportivo es objetivo”. Sus palabras desvelan algo lógico pero que en el misterio del periodismo deportivo se reconoce poco. Me dijo que como periodista su responsabilidad es contarle el partido a la gente que no estuvo en el campo, pero también a quienes estuvieron. Avisar sobre la elegancia de los beisbolistas que lo hipnotizaron desde la primera vez que asistió a un juego de los Algodoneros Unión Laguna.
Antes de despedirnos le pregunto cómo vivió el Clásico Mundial de Beisbol. Se ríe, como quien recuerda una travesura: “Lo viví en la redacción, les daba risa porque yo gritaba. [Mientras veía el juego] recordé a mi abuelo Diego que siempre veía los partidos comiendo semillas de girasol o calabaza; veía los juegos como si estuviera en el parque”. Había más que decir, pero cortamos la llamada; quise terminar con el recuerdo del abuelo. Nos despedimos y hablamos de juntarnos a tomar una cerveza para refrescarnos y aligerar los casi 40º que se pronostican cada año en el pueblo del semidesierto donde ambos crecimos.
