Perspectivas 

Supriya Chaudhuri

La novela Striker (1973) del escritor y periodista deportivo bengalí Moti Nandy comienza con un sueño. Prasun Bhattacharya, un joven futbolista pobre en una casa destartalada de un lúgubre callejón del norte de Kolkata —una de las megaciudades más pobladas y más pobres del sur de Asia—, sueña con un extranjero de piel oscura que habla portugués y que llega en automóvil a su vecindario. Es el entrenador del Santos Football Club en el lejano Brasil, que viene a reclutar al joven Prasun para su equipo. El desconocido explica que su club, ubicado “en Santos, un puerto principal de Brasil y una ciudad hermosa”, es el del legendario Pelé y que ha venido a llevar a Prasun, de apenas 17 años, a ocupar el lugar del astro brasileño. Sin embargo, el padre de Pasun, un ex futbolista obligado a abandonar el juego por lesión y caído en desgracia, se niega a dar su permiso para que el niño viaje a Brasil. El padre filtra su recuerdo del hermoso juego a través de la amargura y la desesperación: estando en la cima de su carrera, fue obligado a jugar lesionado lo que lo llevó a perderse la titularidad en una final de Copa. Al terminar el importante partido, fue acusado de aceptar sobornos para perder y golpeado por fans de su propio club. Mientras su padre rechaza la propuesta del extranjero y rompe su tarjeta de presentación, Prasun se despierta de golpe decepcionado en su habitación húmeda, enojado con el mundo y consigo mismo por soñar con lo imposible. Sentado en su estrecha cama de madera, sin embargo, se aferra ferozmente al sueño de emular a su ídolo Pelé: “¡Pelé! ¡Pelé! Pronuncié el nombre en voz baja varias veces” (Nandy, 1995, p.5). Es este nombre, este sueño, lo que impulsa al héroe de Nandy, como a tantos futbolistas reales e imaginarios durante los últimos sesenta años, a superar las luchas y decepciones de la vida, a través de la pobreza y la angustia, para alcanzar ese cielo imposible del deporte, que Edson Arantes do Nascimento gobernó en la tierra y ahora habita eternamente.

Moti Nandy, quien murió en enero de 2010 a la edad de 79 años, publicó su primera historia en 1957, justo un año antes de que Pelé, con apenas 17 años, obtuviera su primer triunfo en la Copa del Mundo de Suecia. Aclamado escritor modernista y ganador de un importante premio literario por su novela Nakshatrer Rāt («La noche de las estrellas») en 1959, Nandy se ganó la vida como corresponsal de deportes y fue un prolífico periodista y autor de ficción. El fútbol inunda su escritura, como en su inolvidable libro Nārān (1990), ambientado en el año de los Juegos Olímpicos de Helsinki (1952) en el que el formidable equipo yugoslavo propinó una paliza de 10-2 a una selección india que jugaba descalza. Nandy conocía el pulso del juego como pocos: las rivalidades entre clubes, las feroces negociaciones, los partidos amañados, la vulnerabilidad y explotación de jugadores provenientes de entornos desfavorecidos y sus vidas marcadas por enfermedades, lesiones y adversidad. Su ficción deportiva causa un dolor áspero que nace de su conciencia de las limitaciones y frustraciones que empañan el triunfalismo que envuelve al mundo del deporte. Por ejemplo, el sueño ficticio de Prasun incorpora elementos de la vida de Pelé, como su paralizante lesión de rodilla a manos del defensa portugués João Morais en la Copa del Mundo de 1966, y su necesidad de seguir jugando dado que en aquel momento no se permitían los cambios de jugadores en pleno partido. En una de las más lamentables decisiones arbitrales de la historia de las Copas del mundo, el árbitro inglés George McCabe decidió no expulsar a Morais por aquella falta: Brasil perdió el partido y el torneo al final fue para el equipo inglés. La presencia del legendario Pelé en los sueños futbolísticos de un habitante urbano empobrecido del sur de Asia es testimonio del papel global del fútbol sudamericano en la constitución de un obstinado régimen de esperanza forjado de cara a los fracasos y las decepciones de la vida cotidiana, las opresiones políticas y las desigualdades sociales con las que tuvieron que lidiar las antiguas naciones colonizadas.

El hecho de que que India haya tenido, y tenga, algo parecido a una cultura futbolística podría sorprender a fans de otras latitudes, quizá vagamente conscientes de que esta nación de mil millones de personas ocupa actualmente el puesto 106 en fútbol masculino y 61 en fútbol femenino según la FIFA. Traído a la India por los soldados coloniales británicos, el fútbol fue, casi desde el principio, un juego subalterno que dio pie a nuevos tipos de contacto entre castas y comunidades. El politólogo Partha Chatterjee resalta los vínculos íntimos entre el fútbol, la política y la identidad colectiva en la Calcuta colonial, especialmente en el período previo e inmediatamente posterior a la histórica victoria del Mohun Bagan Club en la final del Escudo de la Asociación de Fútbol de India de 1911, sobre el Regimiento Oriental de Yorkshire por dos goles a uno (Chatterjee, 2013). El triunfo de este equipo formado por jugadores indios descalzos (con la excepción del lateral Sudhir Chatterjee) por encima de un equipo blanco fue sin duda una ocasión de regocijo antiimperialista y causa de un resurgimiento patriótico en Bengala. Sin embargo, y a pesar del modesto éxito cultivado a nivel internacional a fines de la década de 1940 por equipos nacionales indios (apariciones en los Juegos Olímpicos, con un cuarto puesto en Melbourne en 1956, la clasificación para la Copa del Mundo en 1950 y medallas de oro en los Juegos Asiáticos), la inversión en el deporte disminuyó constantemente durante aquellos años. Esto cerró la puerta a la modernización del juego, la mejora de la infraestructura de juego y entrenamiento, y la inversión en la formación de jugadores. En lugar de erigirse como la expresión de la unidad nacional, después de la independencia de India en 1947, el fútbol en el Maidan (un gran parque en el corazón de Calcuta) se convirtió en el vehículo de la amarga pugna entre comunidades y grupos religiosos y étnicos. Durante aquellos años, el deporte canalizó las luchas y decepciones de las masas de trabajadores pobres de Bengala que cada día de partido hacían cola para comprar boletos y llenaban las gradas de pasión, indisciplina y violencia sectaria.

Las narrativas futboleras están, por lo tanto, en el corazón de otra historia del sur de Asia: una historia subalterna hecha de marginación y pérdida, pero también de ferviente identidad y profundas lealtades culturales. Para el oriente de India, el acontecimiento decisivo que acompañó a la Independencia en 1947 fue la Partición, que dividió Bengala entre dos nuevos Estado-nación: India y Pakistán. El trauma de esta división, que siguió a la hambruna de 1943 en la que murieron unos cuatro millones de personas, fue prolongado por repetidas oleadas de migración entre ambos países. “Estas masas devastadas y amargadas”, como las llama Nandy, llegaron a identificar su propia lucha por la existencia con las rivalidades de los principales clubes de fútbol de Calcuta, el Mohun Bagan, el East Bengal y el Mohammedan Sporting (Nandy, 1990, p. 319). Por otro lado, el modernismo literario indio, surgido a la luz de la influencia de los movimientos estéticos internacionales en la década de 1920, también tomó forma contra este duro telón de fondo hecho de migración, reasentamiento y sufrimiento. En su forma y contenido, nunca abandonó el lenguaje del realismo social ni buscó imponer una solución formalista a los problemas de violencia, desorden y carencia mimética. La poesía y la ficción modernistas se inspiraron en la ira, la confusión y la desesperación de los pobres rurales y los desempleados urbanos y nunca perdieron su vínculo con lo popular, especialmente con la música, el deporte y la cultura de masas. Es el modernismo, con su ética existencialista de cruda desesperación, el que produce la filosofía más convincente del deporte; fue Albert Camus a quien se le atribuyó la declaración apócrifa «Todo lo que sé sobre moralidad y obligaciones se lo debo al fútbol». A pesar de ser construidas en torno a sueños o fantasías, las historias deportivas populares a menudo coexisten con la inevitable decepción, la inflexibilidad del sistema, la pérdida del talento y la indiferencia del mundo ante nuestros deseos. Es a partir de ser arrojados al mundo, del estar-ahí, que se genera la filosofía del fútbol: una filosofía que valora la lucha y la responsabilidad moral al tiempo que reconoce su futilidad y nos previene sobre la prevalencia de la alienación y el cinismo. Se trata de una filosofía arraigada en el cuerpo y sus placeres, así como en su inevitable decadencia. Las novelas de Nandy Striker (1973) y Stopper (1974) tratan sobre el inicio y el final de una carrera futbolística. La primera muestra a un joven delantero logrando sus primeros éxitos en el campo de fútbol bajo la mirada desaprobatoria de su padre; la segunda trata sobre un defensor de mediana edad que juega su último partido frente a su hijo, al que no le importa nada el fútbol. No son historias de éxito, sino instantáneas de momentos de plenitud gestados en medio del sufrimiento.

Pelé, mi mamá y yo. Tomado de Flickr.

La luz que ilumina estos textos, sin embargo, es la creencia de que en algún lugar, allá afuera, es posible obrar milagros en un campo de fútbol; que hazañas de extraordinaria habilidad, valor y heroísmo son posibles. Inevitablemente, entonces, el fútbol brasileño, y de otros países sudamericanos, y las historias que rodean a sus mejores jugadores —Pelé, Garrincha o Jairzinho— se convirtieron en elementos básicos de la imaginación popular en callejones, patios y gradas de fútbol en la Calcuta de los años 1960 y 1970, un período de recesión económica, hambruna, disturbios, revueltas campesinas, terrorismo urbano y disturbios estudiantiles generados por el levantamiento armado de Naxalbari de 1967. Estos fueron mis años de infancia y juventud en Calcuta, una era ensombrecida por la creciente oscuridad de la Guerra de Vietnam, la invasión de Camboya y, en nuestro entorno cotidiano, la violencia de la insurrección naxalita-maoísta y el espectáculo aterrador de la represión estatal y la brutalidad policiaca. Del otro lado del mundo, Brasil sufría bajo una dictadura militar implantada en 1964. Sin embargo, como señaló Roberto Schwarz, esta fue también una época de increíble fermento literario, musical y deportivo en Brasil, ejemplificado por el movimiento Tropicália, que vinculó lo popular con la vanguardia, la teoría con el populismo y la pedagogía con la resistencia. Leyendo a Roberto Schwarz y Paulo Freire hoy, una se sorprende por las muchas similitudes con la situación en India, particularmente en Bengala, durante aquellos años. Confundidos y angustiados, respondimos, por un lado, a la atracción de la política radical y, por el otro, al fermento de los movimientos artísticos modernistas tardíos y las energías de la cultura popular, el fútbol y la música. En Bengala, hogar tanto del modernismo estético como de una plebeya cultura futbolística, la ética y las aspiraciones de estas formas aparentemente disímiles de autoexpresión cultural parecían coincidir.

Demasiado jóvenes para haber visto la Copa del Mundo de 1958, nos pusimos al día con las increíbles hazañas del fútbol brasileño y el milagro que fue Pelé en la década de 1960. En 1970, mientras cursaba mi primer año de universidad en medio de disturbios estudiantiles y protestas contra la guerra, el más grande equipo de todos los tiempos —formado por Pelé, Tostão, Rivelino, Jairzinho, Gérson, Carlos Alberto ‘Capita’ Torres y Clodoaldo—, daba el título Mundial a Brasil por tercera vez. Pelé marcó un gol y tuvo dos asistencias en la final contra Italia, jugada en el flamante Estadio Azteca de la Ciudad de México. “Saltamos juntos”, dijo Tarcisio Burgnich, el defensor italiano que tenía la imposible misión de marcar al 10 carioca, “pero cuando aterricé, pude ver que Pelé todavía flotaba en el aire”. Eduardo Galeano, en su versión de esta historia, comentó: “Un fútbol tan hermoso debería ser ilegalizado”. Ese Mundial fue el primero que se transmitió en vivo en color, así como el primero en el que se usaron tarjetas amarillas y rojas para infracciones dentro del campo. Pero en Calcuta no teníamos acceso a lujos como la televisión a color y seguíamos los partidos por la radio y a través de reportajes periodísticos. Eso, sin embargo, no impidió que las hazañas de Jairzinho, Pelé, Tostão y Jairzinho se filtraran en nuestros sueños. 

“En el Mundial del 70”, escribió Galeano, “Brasil jugó un fútbol a la altura del anhelo de fiesta y belleza de su pueblo” (Galeano, 2003, p.135-137). Y no sólo eso: en todo el mundo, incluso en la lejana India, gente que anhelaba la belleza y la celebración pudo encontrarla en la cancha de fútbol, y millones pudieron soñar con Pelé. No fue sólo la visita de Pelé a Calcuta en 1977 para jugar un amistoso entre el club Cosmos de Nueva York y el Mohun Bagan que terminó en un empate de 2-2. Este fue sólo uno de sus 1390 partidos jugados en 80 países, una minúscula parte de una legendaria carrera en la que anotó 1301 goles y se convirtió en un embajador mundial del deporte. Para nosotros Pelé no fue simplemente un fenómeno público, el atleta más famoso de la historia. Lo que nos atrajo entonces, lo que nos atrae ahora, es un sueño: su encarnación de la gracia, el equilibrio, el control, la visión, y sobre todo la concentración, como si el mundo entero se hubiera convertido en una cancha y la vida en un balón. El regalo que Pelé nos hizo fue esa extraordinaria unión de pensamiento y acción.

En su autobiografía, coescrita con Robert Fish, My Life and the Beautiful Game, Pelé usa la palabra «sueño» muchas veces: ser elegido por Santos, ser seleccionado para Brasil, anotar en la final, regalarle un automóvil a su padre. El sueño de su infancia y juventud se cumplió en Suecia en 1958: tras su regreso pudo dormir, “tranquilo y sin sueños, por primera vez desde que salimos de Suecia” (Pelé y Fish, 1978, p. 56). Pero la vida de ningún futbolista es tranquila, y ningún sueño es eterno. Aunque Brasil volvió a ganar la Copa del Mundo en 1962 de la mano de Garrincha, Pelé se lesionó en su segundo partido y tuvo que quedarse fuera el resto del torneo (Brasil nunca perdió un partido en el que jugaran Pelé y Garrincha juntos). En 1966, sus oponentes lo atacaron con zaña y Brasil perdió. Su regreso brillante en 1970 nos parecía, en nuestra tierra lejana, una prueba de la invencibilidad de los sueños. Eduardo Galeano escribió: “Nació en un hogar pobre de un pueblo lejano y llegó a la cima del poder y la fortuna donde no se aceptaban negros. Fuera del campo nunca dio un minuto de su tiempo ni una moneda de su bolsillo. Pero los que tuvimos la suerte de verlo jugar recibimos limosnas de una belleza extraordinaria: momentos tan dignos de la inmortalidad que nos hacen creer que la inmortalidad existe” (Galeano, 2003, p. 133). Fuertes palabras del marxista Galeano sobre un jugador que ciertamente no fue un santo. Ni la vida pública ni personal de Pelé estuvo exenta de fallas. Pero su legado es el sueño mismo: 

“Todo aquí es un juego,

Una cosa pasajera. 

Lo que importa es lo que he hecho.

Y lo que dejaré,

Que sea un ejemplo

Para los que vienen.”

(Pelé y Fish, 1978, p. 56)


Referencias

Partha Chatterjee, “Bombs, Sovereignty and Football,” en The Black Hole of Empire: History of a Global Practice of Power, Ranikhet: Permanent Black, 2013. 

Eduardo Galeano, Football in Sun and Shadow, trad. Mark Fried, London: Fourth Estate, 2003.

Moti Nandy, Striker/ Stopper, trad. Mihir K. Das, Calcutta: Orient Longman, 1994.   

_______, “Calcutta Soccer,” en Sukanta Chaudhuri (ed.) Calcutta: The Living City, vol II, Delhi: Oxford University Press, 1990.

 Pelé y Robert L. Fish, My Life and the Beautiful Game, London: NEL, 1978.