(Cuarta y última parte)


En 1950, Paul Sweezy publicó un artículo en Science and Society en el que criticaba la interpretación que Dobb había lanzado cuatro años antes (y que revisamos pormenorizadamente en la primera, segunda y tercera entregas de este texto). La apuesta de Sweezy es importante porque señala ciertos vacíos de la lectura de Dobb que harían avanzar la investigación en etapas posteriores. Pero hay otro motivo. Según Rodney Hilton, lo que Sweezy proponía era rehabilitar la tesis de Pirenne en términos marxistas. Con este movimiento se anunciaba una bifurcación fundamental en el seno del marxismo sobre la forma de entender el desarrollo del capitalismo y su posible evolución.

Según Sweezy, el uso que hacía Dobb del concepto de modo de producción no resultaba convincente. Dobb identificaba feudalismo con servidumbre. El problema era que, a ese nivel de abstracción, resultaba imposible especificar un sistema económico concreto. Sabemos que puede existir cierto grado de servidumbre en sistemas económicos no feudales y que, incluso cuando se trata del tipo de relación dominante, se concreta de forma diferente en contextos distintos. Según Sweezy, lo que Dobb definía no era un sistema de producción específico, sino una familia de tales entidades, basadas todas ellas en la noción de servidumbre.

Para Sweezy el feudalismo occidental debe entenderse como un sistema económico en el que la servidumbre constituye la relación de producción dominante. Pero lo característico de este sistema no sería esto, sino el hecho de que la mayoría de los mercados fueran de carácter local. Los mercados de larga distancia, en cambio, ejercen en este sistema un papel marginal sobre la producción. Se trata por tanto de un sistema económico orientado hacia el uso y la satisfacción de necesidades, no hacia la acumulación de valor de cambio. A diferencia del capitalismo, bajo el feudalismo no existen presiones ni estímulos para un proceso de mejora continuada de los métodos de producción. Y si bien no cabe confundir este rasgo con una concepción estática del feudalismo, lo cierto es que éste posee un carácter inherentemente conservador y reacio al cambio.

De este modo, Sweezy acusaba a Dobb de no lograr demostrar que los factores que provocaron la crisis del feudalismo —el incremento de la renta feudal y el abandono de tierras por parte de los siervos— se explicaran a partir de su desarrollo interno. El caso del incremento del consumo suntuario, como una de las causas del interés de la nobleza por incrementar la renta feudal, merece para Sweezy una mención especial. Si los séquitos nobiliarios tuvieron a disposición una cantidad y variedad cada vez mayor de bienes de consumo se debió, no a una fuerza interna al modo de producción feudal, sino a los efectos de la rápida expansión del comercio de larga distancia que arranca desde el siglo XI. Algo similar ocurre con el abandono en masa de las tierras señoriales. Según Sweezy la tesis de Dobb no lograba explicar adecuadamente la relación de este fenómeno con el desarrollo de las ciudades. Si muchos siervos migraron hacia las ciudades fue porque estas ya habían crecido a lo largo del siglo XII y XIII, convertidas en centros comerciales al margen de la jurisdicción señorial. La opresión de los señores a la que apelaba Dobb no lograba dar cuenta del fenómeno de la deserción: para lograr explicarlo era necesario introducir el renacimiento urbano y del comercio. Pero, como hemos visto, este tipo de comercio de larga distancia no es algo característico del sistema feudal, sino que se trata de una fuerza externa que lo presiona y sacude desde sus límites. Aquí radica para Sweezy el principal error de la tesis de Dobb: al haber descuidado el análisis específico del feudalismo europeo occidental, toma como tendencia inherente una cierta evolución histórica que sólo puede explicarse por causas ajenas al propio sistema.

La tesis de Sweezy apostaba en cambio por considerar el crecimiento del comercio y del renacimiento urbano como los factores fundamentales del declive. La razón principal estriba en que el comercio de larga distancia actuó como fuerza generadora de un sistema de producción para el intercambio, desarrollado en el seno del viejo sistema de producción orientado hacia el uso. La yuxtaposición de ambos puso de manifiesto, según Sweezy, las ventajas de la especialización y la racionalización del sistema de intercambio sobre el de uso: los dominios señoriales fueron progresivamente cayendo dentro de la órbita de una economía de intercambio a gran escala. De la mano de esta presión, los cambios en las actitudes de los productores y de los gustos de los consumidores terminaron por generar, junto con el desarrollo de las ciudades, los elementos necesarios para desintegrar el sistema de producción preexistente.

Sweezy advertía que Dobb llevaba razón al afirmar que no había una relación necesaria entre el triunfo de la economía de intercambio y la abolición de la servidumbre. Pero esto no significaba que la relación no existiera, como parecía concluirse de la comparación entre los casos de oriente y occidente. Para explicar esta divergencia que, como vimos, ponía en aprietos la tesis de Pirenne, Sweezy establecía una distinción fundamental entre el centro y la periferia de la nueva economía de intercambio. La posición de fuerza del campesinado en el núcleo central, donde la vida urbana había adquirido un mayor desarrollo, obligaba a los señores a desarrollar nuevas formas de explotación más flexibles, como el arrendamiento o el trabajo asalariado. En cambio, en la periferia del sistema, el campesino no tenía dónde de ir y estaba sujeto al señor de forma directa. El resultado fue que, con la expansión del comercio, los señores del este optaron por reforzar el viejo sistema de explotación antes que por buscar nuevas vías. La conclusión de Sweezy era que la crisis del feudalismo en occidente no fue resultado de la sobreexplotación de la fuerza de trabajo, sino de todo lo contrario: la incapacidad de la clase señorial para sobreexplotarla bajo el viejo modelo.

Sweezy cuestionaba también la interpretación de Dobb sobre la transición al capitalismo. Para Sweezy, lo que ocurrió entre los siglos XIV y XVI no puede entenderse como una pugna entre dos bloques, entre dos modos de producción, resuelta finalmente en favor del capitalismo. El proceso de transición se caracterizó precisamente por un sistema cuyos elementos no eran ni feudales ni capitalistas. Sweezy definió a este modelo como sistema de “producción precapitalista de mercancías”. Con este concepto, aspiraba a dar cuenta de una coyuntura específica, que entendía no podía ser feudal —puesto que producción de mercancías y feudalismo son conceptos excluyentes—, pero sí precapitalista, en el sentido de que el capitalismo no es sino una forma de producción de mercancías. Pero el sistema de producción precapitalista de mercancías resultó escasamente viable: fue lo suficientemente fuerte para desintegrar el feudalismo, pero no lo bastante para generar una estructura propia perdurable.

Sweezy finalmente, y en coherencia con lo dicho hasta aquí, cuestionó la tesis de Dobb sobre el camino realmente revolucionario. Entendía que para Marx lo relevante no era si los capitalistas procedían de una fracción de clase o de otra, sino que, en un determinado momento, inician su carrera actuando simultáneamente como comerciantes y patronos de trabajadores asalariados. De hecho, la interpretación de Marx que realiza Sweezy parece apuntar en una dirección opuesta a la de Dobb: la acumulación originaria se llevó a cabo mediante el comercio y el pillaje, no por medio de las innovaciones de un artesanado reconvertido en patrón capitalista.

Dobb y Sweezy continuaron el debate en varios artículos posteriores, en los que fueron precisando su postura. Quizá quepa destacar algunas matizaciones introducidas por Dobb, quien entendía que la divergencia entre ambos partía de la forma en la que utilizaban los conceptos de modo y sistema de producción. Si bien el primero ponía el acento en las relaciones entre el productor y su señor, el segundo parecía querer englobar las relaciones entre el productor y el mercado. Para Dobb, las relaciones sociales de producción, en el marco de un determinado desarrollo de las fuerzas productivas, constituyen el rasgo fundamental de las sociedades históricas. El hecho de que éstas lo tengan en común resultaba, concluía el historiador inglés, mucho más importante que cualquier otro aspecto en el que pudieran diferir. Tanto el oriente como el occidente medieval compartían una forma de apropiación de un excedente de trabajo no retribuido. El título feudal no es exclusivo del caso de occidente. 

Por otro lado, para Dobb, el problema del motor del cambio no radicaba tanto en saber en qué medida el feudalismo era un sistema estático o no, sino en determinar si la lucha de clases pudo desempeñar un papel revolucionario. Dobb precisaba que la lucha de clases entre señores y campesinos no dio lugar por sí misma al capitalismo, sino que, con el tiempo, liberó al pequeño productor de la explotación feudal. Más adelante, y a partir de aquí, es como surgió el modo de producción capitalista. En este sentido, Dobb no negaba el papel del comercio y de las ciudades como factores de la disolución del feudalismo. Lo que sostenía es que la forma y la dirección en que lo hizo estuvieron determinadas por los conflictos internos del modo de producción feudal.

Dobb también cuestionaba que, pese a la complejidad de la economía europea de los siglos XIV, XV y XVI, se pudiera hablar, como hacía Sweezy, de un modo de producción diferenciado, ni feudal ni capitalista. Tampoco parecía adecuada una interpretación híbrida que ignorara el conflicto y el domino de clases. Dobb se centraba en el caso inglés, en el cual el proceso revolucionario plantea incógnitas decisivas. Su apuesta, siguiendo la estela de los historiadores soviéticos, era que la clase dominante inglesa durante el siglo XVI seguía siendo una clase feudal, si bien sostenida ahora sobre una forma de explotación que se amoldaba al poder centralizado del estado y el auge del comercio. Se trataba, por tanto, de un feudalismo muy distinto al de los siglos precedentes. Pero en tanto que la coerción político-jurídica siguió dominando las relaciones de explotación y apropiación, en la medida en que aún no se había desarrollado del todo un mercado libre para la tierra y para la fuerza de trabajo, cabía todavía hablar de un modo de producción feudal, si bien en proceso de rápida desintegración.

De todas las contribuciones posteriores a esta primera etapa del debate sobre la transición, cabría destacar la de algunos miembros del Grupo de Historiadores del Partido Comunista de Gran Bretaña. Sus aportaciones se alineaban con las tesis de Dobb y se oponían en puntos fundamentales a las de Sweezy. Rodney Hilton (1916-2002), por ejemplo, retomó el problema del motor de cambio del feudalismo, e insistió en que la lucha por la renta feudal constituía la fuerza interna que explicaba su desarrollo y crisis. Por un lado, y como ya había señalado el propio Dobb, la apropiación del máximo excedente generado por los productores directos por parte de los señores debía considerarse como un imperativo del sistema que, sin embargo, no siempre se lograba de forma satisfactoria. Este imperativo poco tiene que ver con el leitmotiv que anima la acumulación capitalista. Bajo el feudalismo, la extracción de la renta estaba orientada a salvaguardar una posición política dominante frente a rivales y subordinados; es decir que, bajo el feudalismo, la competencia por el poder se encontraba vinculada a la lucha por la tierra. Pero, por otro lado, el pago obligatorio de la renta, aun en su forma monetaria, estimuló, entre aquellos campesinos que lograban superar el nivel de subsistencia, estrategias encaminadas a reservar la mayor parte posible del excedente, desde forzar la disminución de los pagos, hasta ampliar la productividad, o colonizar nuevas tierras. Estas estrategias también pueden considerarse como elementos que contribuyeron al progreso económico del feudalismo. El desarrollo de las fuerzas productivas, estimuladas por la lucha en torno a la renta feudal, y no el resurgimiento del comercio y de las ciudades, constituía para Hilton la base sobre la que se desarrolló la evolución de modo de producción. En Inglaterra, la intensificación de la lucha por la renta y la revuelta general que tuvo lugar durante el siglo XIV abocaron a muchos señores feudales a una situación crítica. En cambio, los sectores más ricos del campesinado y de una baja nobleza alejada de la competencia internobiliaria se mostraron mucho más eficientes en el marco del nuevo mercado que comenzaba a crearse. Según Hilton, las presiones competitivas de esta nueva lógica económica produjeron los estímulos adecuados para el desarrollo de la producción capitalista. Pese a las tentativas por parte del Estado de conservar el poder feudal, la vieja base económica acabaría siendo desplazada. 

Por su parte, la intervención de Christopher Hill (1912-2003) se centró especialmente en el marco de la Revolución inglesa. Hill retomaba la pregunta de Dobb sobre cuál era la clase dominante en el periodo de transición. Sweezy había sugerido que quizá la pregunta de Dobb estaba mal enfocada y que debería considerarse la posibilidad de que, durante los siglos XV y XVI, existieran dos clases dominantes apoyadas sobre dos tipos de propiedad, entre las cuales el Estado actuara como un ente autónomo y mediador. Hill rechazaba esta respuesta y afirmaba, apoyándose en el Anti-Dühring y en las conclusiones de la historiografía soviética, que la burguesía inglesa durante este periodo era “impotente políticamente”. La transformación que estaba teniendo lugar en el seno de la sociedad no supuso inmediatamente una nueva articulación política: el orden estatal siguió siendo feudal. El estado centralizado, sostenía Hill, fue en realidad una reacción de la clase feudal ante la crisis del siglo XIV. Su objetivo era sofocar las revueltas campesinas, utilizar los impuestos como nueva forma de extracción del excedente y regular a escala nacional una fuerza de trabajo que había mostrado su capacidad de deserción. La monarquía absoluta fue una forma de monarquía feudal. Y lo siguió siendo hasta que la revolución, primero en Inglaterra y luego Francia, derrocó a la alianza entre la nobleza y la corona. 

Eric Hobsbawm (1917-2012) abordó el problema de la llamada “ley fundamental del feudalismo” —el tránsito “necesario”, según los historiadores soviéticos, hacia el capitalismo—, con la discusión sobre los diferentes estadios de desarrollo social que se había abierto en Marxism Today, publicación que editaba el Partido Comunista de Gran Bretaña. Hobsbawm consideraba que, en general, había cierto acuerdo en ensanchar el término feudalismo a formaciones sociales que antes se englobaban dentro de otros modos de producción, si bien considerando que podía adoptar formas considerablemente diferentes de un país a otro. Por este motivo, afirmaba, resulta difícil admitir el supuesto de una tendencia universal del feudalismo a transformarse en capitalismo. De hecho, esto sólo ocurrió en Europa occidental y parte del área mediterránea. Esta región cambió posteriormente el resto del mundo. Por tanto, la pregunta a responder es por qué y bajo qué condiciones específicas esta transición se produjo y por qué lo hizo precisamente en esta región y no en otra. Esto no significa, matizaba Hobsbawm, que lo anterior pueda resolverse en términos estrictamente europeos. Las relaciones entre Europa y el resto del mundo fueron decisivas en diferentes etapas del desarrollo del capitalismo. Precisamente, ya era posible determinar estas etapas de forma más o menos precisa. Primero, un periodo de recaída desde el fin del imperio romano hasta el siglo X. A continuación, una fase de desarrollo que se extiende hasta el siglo XIV, seguida por la gran crisis feudal de los siglos XIV y XV. A mediados del siglo XV se produciría una nueva etapa de expansión que duraría hasta mediados del siglo XVII, en la que comenzaron a quebrarse las estructuras feudales a la par que se crearon las primeras bases del desarrollo capitalista. Finalmente, el periodo de crisis, que arranca a mediados del siglo XVII, finaliza con una expansión económica renovada y el definitivo triunfo del capitalismo a lo largo del último cuarto del siglo XVIII, al menos en Inglaterra. Esta secuencia recogía un consenso generalizado: nadie sostenía ya, señalaba Hobsbawm, que el capitalismo existiera antes del siglo XVI ni que su expansión fuera posterior al siglo XVIII, como tampoco se ponía en cuestión que entre el año 1000 y el 1800 existiera una evolución económica hacia una misma dirección, si bien no de la misma forma en todas partes. Pero aquí era precisamente donde surgía el problema. Porque si el análisis era correcto, deducía Hobsbawm, se hacía necesario encontrar una contradicción fundamental que explicara dicha tendencia. Sin embargo, esto nunca se había aclarado de forma satisfactoria. La transición al capitalismo no fue un proceso simple ni evolutivo, ni concentrado en una sola área. Y quizá por este motivo el debate no había logrado explicar de forma adecuada lo ocurrido entre la crisis del feudalismo y la posterior implantación del capitalismo. Este vacío resultaba mucho más evidente cuando se abordaban regiones ajenas a occidente. El modelo descrito sólo podía aplicarse de forma muy limitada, especialmente teniendo en cuenta que las metrópolis llevaron a cabo una deliberada política de desindustrialización de las colonias que podían convertirse en competidoras, contribuyendo de esta forma a intensificar un desarrollo desigual a nivel global. El artículo de Hobsbawm lograba aterrizar de manera precisa algunas conclusiones sobre la primera etapa del debate sobre la transición, así como sobre los puntos en los que se había avanzado y los vacíos que aún era necesario abordar y discutir. Quince años después, cuando se retomó la discusión, el mapa que había dibujado Hobsbawm mostraría lo acertado de su balance.