En días pasados un estudio realizado por los académicos e investigadores Rafael Prieto-Curiel, Gian María Campedelli y Alejandro Hope acaparó muchos titulares en la prensa y en las redes sociales. Los carteles de la droga son el quinto mayor empleador de nuestro país sólo por detrás de Femsa, Walmart, Manpower y América Movil. Por supuesto, se prendieron los focos rojos de alarma. La lectura que hicieron los medios de comunicación fue la siguiente: el país, en el siglo XXI, ha sucumbido gradualmente a la fuerza del crimen organizado que no sólo ha sustituido al Estado en varias regiones de México, sino que, ahora, es un reclutador de mano de obra que compite con los pesos pesados del capitalismo global. Después, como suele suceder, vinieron las dudas razonables ante el descubrimiento, que fueron publicadas en la revista Science, la misma que dio a conocer el trabajo de Curiel, Campedelli y Hope. Me parece que, más allá de cuestionar puntos concretos de la metodología que se empleó, habría que destacar un viejo vicio de los análisis estadísticos: la imposibilidad de analizar y, sobre todo, proyectar, un fenómeno social caótico y complejo como el crimen organizado. Para emprender esta suerte de utopías matemáticas, los investigadores manipulan datos y, lo más importante, fundan sus cálculos en una trampa bien conocida en los estudios sobre economía: ceteris paribus, es decir, hechos constantes que pretenden representar una realidad que, en esencia, es cambiante. Por otro lado, como comentó en su cuenta de Twitter el académico de la Universidad Veracruzana, Roberto Cruz Arzabal, “la fascinación con el big data de las ciencias de la complejidad” hace que fenómenos analizados tiempo atrás por otras áreas del conocimiento parezcan nuevos sólo porque son vistos a través de una lente novedosa.
El investigador Oswaldo Zavala, en su libro Los carteles no existen: Narcotráfico y cultura en México (Malpaso, 2018), describe muy bien la narrativa sobre el crimen organizado: se le engrandece para crear un enemigo formidable, una especie de monstruo que amerita ser combatido con toda la fuerza del Estado. Este proceso, legitimado por el concepto de “guerra contra las drogas” del expresidente Felipe Calderón, no resolvió una emergencia nacional creada ex profeso. Lo que sí sucedió fue que muchas regiones sucumbieron ante la violencia y, lo peor, se normalizó la presencia militar como único camino hacia una estabilidad social que, por supuesto, no ha llegado.
¿Cuáles son los peligros de reproducir, acríticamente, la idea del crimen organizado como una fuerza empresarial de gran penetración en México? Lo primero que viene a la mente es ayudar al discurso empleado por los candidatos más reaccionarios de la derecha estadounidense que, para venderse en las próximas elecciones, impulsan la idea de que nuestro país está “secuestrado” por las bandas de narcotraficantes y que es necesaria una intervención militar para restaurar su viabilidad como socio estratégico. Sería absurdo negar la violencia en México, pero respaldar o normalizar las fantasías de la ultraderecha de Estados Unidos es peligroso. Nuestro país, en efecto, puede ser el chivo expiatorio ideal en el discurso electorero del Partido Republicano y políticos antisistema, pero atrás de las palabras puede existir una intención real de intervención militar con el pretexto de la captura del Estado mexicano por el crimen. De esta manera, las corporaciones globales podrían crear zonas autónomas, protegidas por grupos paramilitares, para explotar recursos y otros bienes estratégicos. Ya ha ocurrido en otras regiones del mundo: desde el feudo disfrazado de empresa filantrópica en el Congo, regenteado por el rey Leopoldo II de Bélgica a finales del siglo XIX, hasta las empresas trasnacionales de nuestro tiempo que lucran con la extracción de materias primas en Latinoamérica gracias a sus convenios con milicias locales que crean un Estado de excepción de facto. Esto último ha sido ampliamente documentado por autores como Andy Robinson en su libro Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina (Arpa, 2020).
Hay otra vertiente en la narrativa del crimen como empresa y, particularmente, como actor eficiente del capitalismo tardío de nuestro siglo. Es, como lo plantea Oswaldo Zavala en el libro anteriormente citado, engrandecer a la delincuencia organizada, pero ahora idealizarla con el aura del llamado emprendedurismo. Dejando a un lado las leyes y los derechos humanos, los narco-empresarios reclutan eficientemente a sus trabajadores y, además, crean una base de apoyo social que difícilmente tiene una empresa tradicional. Sus ganancias son enormes y, sobre todo, pueden plantarle cara al Estado y sus estorbosas regulaciones. Si cualquier corporación como Uber o Walmart puede usar a los trabajadores como piezas desechables, las organizaciones dedicadas al narcotráfico pueden hacer lo mismo libres de eufemismos y lejos de la mirada pública. Mirar como un ejemplo a seguir al narcotráfico empresarial no pertenece al ámbito de la ficción o del humor negro. Tampoco es monopolio de los libertarios más extravagantes. Esta peligrosa idea ya está siendo legitimada por la academia. Benjamin Powell —director del Instituto de Libre Mercado de la Universidad Tecnológica de Texas— encabezó una investigación titulada “Somalia: Failed State, Economic Success?” (“Somalia: ¿Estado fallido, éxito económico?”). El artículo, publicado en el 2009, es una suerte de elegía al colapso del Estado y su sustitución por microempresarios que se dedican a la piratería en mar abierto y la economía que surge a partir de los botines que consiguen. Incluso llega al extremo de ponderar la visión emprendedora de otros somalíes que “han creado restaurantes especiales para atender a los rehenes” cuando los asaltos a las naves mercantes llegan a otro nivel. Para finalizar, Powell se congratula de la degradación institucional de Somalia, pues abre las puertas a iniciativas que, de otra manera, serían sofocadas por el gobierno. Al igual que un mercado que se regula a sí mismo —una de las fantasías de los liberales económicos— los piratas somalíes establecen una especie de “pax filibustera” que involucra “transacciones voluntarias de mercado” en lugar del acostumbrado saqueo.
Hay una última lectura que se desprende del crimen visto como emprendimiento y, sobre todo, como elemento que llena los huecos dejados por el Estado: si los gobiernos legalmente constituidos están sujetos a lentos procedimientos burocráticos, las bandas criminales no tienen que pasar por eso; si los gobiernos aún tienen el lastre (al menos de cara a sus electores) de un nacionalismo visto como algo anticuado por el capital global, las bandas criminales no conocen más ideología que la de la oferta y la demanda. Los movimientos financieros del narcotráfico y sus numerosos tentáculos obedecen a la lógica de la especulación pura trasladando los costos reales a una población inerme que, coaccionada de diversas formas, funciona como base laboral —ahora también consumidora— que ha dejado atrás cualquier vínculo con la legalidad, pues el Estado es irrelevante en su vida diaria. La idealización del crimen organizado como el empresario perfecto —por más objeciones que, por pudor, esgriman sus promotores— es una de las distopías que nos están alcanzando y que pueden materializarse antes de que nos demos cuenta.