La Noche de Iguala contiene muchos cabos sueltos que impiden conectar satisfactoriamente el relato factual con las motivaciones de los actores, las causas profundas y el contexto en que ocurrió este acontecimiento que marcó los últimos cinco años de la historia del país, agravió a la sociedad entera, disparó la acción colectiva y condenó el sexenio de Enrique Peña Nieto. Desafortunadamente, “la verdad histórica” enterró la verdad a secas, mientras la movilización social sepultó a aquélla, por lo que será arduo en el futuro ofrecer una explicación satisfactoria, sustentada en datos ciertos y verificables, más allá de las consabidas teorías conspirativas en las que invariablemente hay una voluntad única, monolítica e infalible detrás de los hechos. Una investigación deficiente de suyo —realizada por un Estado autoritario desacostumbrado a convencer a la opinión pública—, la manipulación de las pruebas, el encubrimiento por parte de la autoridad de los posibles responsables, el contexto de la guerra interna e irregular —en la que participan el Estado, el crimen y la guerrilla—, donde cada bando posee canales propagandísticos de sus propias verdades, y la creciente imbricación del submundo criminal con la clase política y los aparatos de seguridad pública, complican terriblemente descifrar Iguala.

La Procuraduría General de la República (PGR) realizó una investigación poco rigurosa y opaca dirigida más a encubrir las complicidades oficiales que a esclarecer los hechos. La inacción de Peña Nieto durante los primeros 10 días dejó en manos de la procuraduría guerrerense el resguardo de la “escena del crimen”, cuando sabemos que las primeras 48 horas son cruciales para el acopio de pruebas en cualquier diligencia criminal. Después, la urgencia de Jesús Murillo Karam por cerrar el caso sin explorar hipótesis alternas o agotar la revisión de la evidencia disponible. Los vínculos entre María de los Ángeles Pineda y el gobernador Ángel Aguirre Rivero no se indagaron, ni los del coronel José Rodríguez Pérez, jefe del 27 Batallón de Infantería (Iguala), con el alcalde José Luis Abarca. Se dejó de lado también la posible infiltración del grupo criminal de los Rojos en la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. Tampoco se revisaron las omisiones o complicidades abiertas de los mandos de la Policía Federal y del Ejército, enterados en todo momento de los sucesos de Iguala, con los Guerreros Unidos. El proceso penal se concentró exclusivamente en los miembros del grupo criminal y en las policías locales, dando lugar a expedientes deficientemente armados y declaraciones obtenidas bajo tortura en 34 casos comprobados por la Oficina del Alto Comisionado de la ONU.

Múltiples versiones se han ofrecido sobre el móvil del ataque policial contra los estudiantes de Ayotzinapa y acerca de su ulterior destino. Éstas oscilan desde la “confusión” de los estudiantes con una banda delictiva contraria a los Guerreros Unidos, es decir, los Rojos, hasta un misterioso quinto autobús cargado de heroína con destino a Chicago. En cuanto a qué se hizo con los 43 jóvenes, las hipótesis van desde su incineración por parte de los Guerreros Unidos, hasta que 20 de los estudiantes fueron entregados a un subgrupo de la banda del Tequilero, los llamados Matanormalistas, quienes los habrían ejecutado en el poblado de La Gavia, en Tierra Caliente guerrerense. Otra más señala que la policía municipal de Huitzuco participó en el ataque fuera del Palacio de Justicia y, apoyada por policías federales que controlaron los accesos y las salidas de Iguala, capturó entre 12 y 15 estudiantes subiéndolos en “cuatro patrullas [que] salieron rumbo a Chilpancingo y el paradero de los jóvenes se desconoce” (“Policía de Huitzuco desapareció a normalistas y atacó a Avispones… pero siguen libres”, Aristegui Noticias, 26 de septiembre de 2017). Y, hace unos días, la Fiscalía General de la República removía escombros en el basurero de Tepecoacuilco (contiguo a Iguala) presumiblemente buscando los restos de los normalistas.

Si únicamente nos ocupamos de cotejar la “verdad histórica” con las conclusiones del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independiente (GIEI), el núcleo de las diferencias reside en la responsabilidad estatal y en la ponderación de la penetración del crimen organizado en las fuerzas de seguridad, esto es, si el problema es básicamente local —la infiltración criminal en las policías y ayuntamientos de Iguala y Cocula—, y de allí se desliza hacia tratarlo como un caso aislado, o si ya estamos hablando de una relación más profunda entre el Estado y el capitalismo criminal, al grado de llamarlo “crimen de Estado”. A la luz de la evidencia disponible, hay que decir, ni una ni otra versión es satisfactoria. La de la PGR, porque se basa fundamentalmente en las declaraciones de los inculpados, por la eventual siembra de pruebas, porque hay indicios de que la Policía Federal facilitó la emboscada criminal e hizo un perímetro hasta Mezcala y los militares fueron testigos mudos de la masacre, y carece además de pruebas suficientes para demostrar que los restos de los jóvenes supuestamente calcinados en el basurero de Cocula fueron arrojados en el río San Juan.

Por su parte, la investigación del GIEI no ofrece una explicación convincente de por qué no fueron atacados con armas de fuego y sobrevivieron el total de los normalistas del “autobús equivocado” —presuntamente el que estaba cargado de heroína—, más no los de los demás camiones, de la conexión terrestre entre Iguala y Chicago para el trasiego de la droga —¿Cómo harían los autobuses Estrella Roja para recorrer miles de kilómetros y burlar los controles estadounidenses o dejarían “la carga” en la frontera?—, y por negar la posibilidad de que los estudiantes hubieran sido incinerados en el basurero de Cocula con base en el peritaje de un solo experto (en incendios de edificios, no en cremación de cuerpos), sin siquiera examinar rigurosamente el protocolo científico de las conclusiones en contrario de los demás especialistas que participaron en la investigación. El implícito del GIEI sería que los normalistas fueron cremados en hornos exprofeso sólo existentes en las instalaciones militares, pero, al igual que la cremación en el basurero de Cocula, habría que demostrar, de ser el caso, que los estudiantes fueron incinerados allí.

Cada vez será más difícil llegar a la verdad en la Noche de Iguala, tanto por los vicios de origen del caso, como los intereses políticos en juego y el estado de guerra en que vive el país, contexto ineludible de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Un problema mayor representará satisfacer a los familiares de las víctimas y a la sociedad mexicana, bastante escépticos de cualquier acción gubernamental: si no aparecen los cuerpos de los jóvenes jamás quedarán satisfechos (basta ver la reacción de los padres cuando se identificaron en Innsbruck, con alto grado de probabilidad, los restos de dos de los estudiantes). El gobierno de López Obrador busca traer de nueva cuenta a los miembros del GIEI que condujeron la pesquisa en 2015, pensando que con ello podrá retomarse el hilo del caso. También el presidente tabasqueño ofreció el testimonio de los militares del 27 Batallón de Iguala, mientras que el subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración informó que reabrirá varias de las líneas de investigación canceladas en el gobierno de Peña Nieto, en particular, las esbozadas por el GIEI. Sin embargo, cada día que pasa obra en contra de los buenos deseos presidenciales y de la demanda de verdad por parte de las familias de las víctimas y de la sociedad. Hasta el momento, se han excarcelado a la mitad de los presuntos responsables de los 142 vinculados a proceso, entre ellos Gildardo Astudillo (el Gil), jefe regional de los Guerreros Unidos y los policías municipales inculpados: estos últimos ahora demandan indemnización. Con ello, el sustento factual del proceso penal se diluye todavía más. En ese contexto, el compromiso del fiscal General de la República a los padres de los 43 de “iniciar desde cero la investigación”, luce sencillamente irrealizable. Y, contender con la frustración por la expectativa creada y la promesa rota, será un costo altísimo que habrá de pagarse o atajarlo con una nueva “verdad histórica” que no complazca a nadie.