Habitamos un mundo donde paradójicamente se ha hecho cotidiano concebir su propio fin mientras se trivializa esta misma idea como si fuera una ocurrencia distante. El nuestro es un curioso mundo globalizado, empequeñecido y a la vez anquilosado en su capacidad de reinventarse. Fenómenos como la explosiva fama de Greta Thunberg exhiben a un mismo tiempo la importancia global que ha adquirido el tema ambiental pero también la muy diferente ponderación que se hace del mismo en diversas regiones del mundo. Con respecto a lo primero, quizás la crisis ambiental contemporánea ejemplifica de una forma inédita lo que significa habitar un mundo globalizado. Hoy tenemos problemas de escala global que son el resultado de dinámicas igualmente globales y que demandan una conciencia y un actuar de la misma talla. Sin embargo, la globalización no implica la homogeneización del mundo ni tampoco la cancelación de dinámicas de escala local y regional que igualmente inciden en la vida de las personas; de allí que a una misma vez podamos decir que el tema ambiental ha adquirido importancia global sin que esto entrañe una negación del reconocimiento de que no se le pondera igual en todas las regiones del mundo.
Es precisamente a causa de lo dicho que la forma misma en la cual se describe la crisis ambiental contemporánea ha suscitado teorizaciones y politizaciones diversas acerca de cómo nombrarla. Así por ejemplo, la sugerencia inicial de nombrar a esta época como Antropoceno ha sido fuertemente criticada. Recordemos que este término fue originalmente acuñado por el premio nobel Paul Crutzen como una forma de referirse a una nueva época en la historia del planeta Tierra, en la cual la agencia humana ha adquirido dimensiones geológicas capaces de alterar procesos planetarios como nunca antes al punto de poner en riesgo la viabilidad de la vida –humana y no humana– como hasta ahora la hemos conocido; Dipesh Chakrabarty, teórico postcolonial, ha hablado incluso de un entrelazamiento de los tiempos naturales-geológicos con los tiempos históricos-humanos. Para Crutzen el Antropoceno habría comenzado con la Revolución Industrial y se habría acelerado en el siglo XX; el elemento definitorio sería por tanto el surgimiento de las economías basadas en el carbón y otros combustibles fósiles que permitieron aumentar la energía disponible para la producción económica impulsando con ello la maquinización de la economía y eventualmente la producción en serie y el consumo masivo.
Empero, el término Antropoceno no ha estado libre de controversias ya que precisamente enfatiza el carácter global de la crisis a costa de ocultar las responsabilidades diferenciadas que nos han traído a esta situación de crisis. Para teóricos como Jason Moore o Donna Haraway este término resulta inadecuado pues atribuye a la humanidad entera la responsabilidad del cambio climático como si las emisiones de carbono hubieran provenido de manera equitativa de cada nación y de cada persona que hoy habita el planeta. Claramente esto último es falso ya que son sobre todo países como Estados Unidos y China, así como los países industrializados de Occidente, los que más han contribuido a la emisión de gases de efecto invernadero (no olvidemos aquí que nuestro país, a pesar de no ser un Estado desarrollado, es el décimo emisor a nivel mundial). De la misma manera, son los modos de producción extractivistas que caracterizan a las grandes economías del mundo los que han afectado mucho más a los ecosistemas del planeta y al sistema Tierra como un todo. Es precisamente por todo lo anterior que estos teóricos prefieren hablar de un Capitaloceno o, incluso, un Plantacioceno. Este último término haría referencia al orden colonial, patriarcal, racista y global que ha acompañado al capitalismo en los últimos siglos y que ha dado lugar a dinámicas extractivas de parte de un Norte global que se ha beneficiado de las materias primas y de la mano de obra pauperizada del Sur global causando en el proceso un daño ecológico particularmente intenso en estas últimas regiones.
Ahora bien, podría parecer que estos nombres son mucho más afortunados. Sin embargo, diversas voces en América Latina han cuestionado estos términos por diversas razones. Por ejemplo, el término Plantacioceno pone en primer plano a lo ocurrido en los Estados Unidos, pero oculta las dinámicas coloniales en otras partes del mundo mientras sugiere una suerte de relación simple o aditiva entre degradación ambiental y explotación humana como si estos procesos avanzaran siempre en paralelo. En el caso de América Latina la época colonial causó un genocidio que hasta ahora no ha tenido comparación alguna, pero que, irónicamente, produjo la recuperación de numerosos bosques a todo lo largo del continente generando en el proceso una captura de carbono atmosférico que no fue desdeñable. Desde luego que quienes han señalado esto último no lo hacen para racionalizar, minimizar o justificar tremendo genocidio sino para señalar que las relaciones entre ser humano y naturaleza son mucho más complejas de lo pensado y que algunos de los nombres sugeridos resultan equívocos ya que se prestan a la simplificación. Críticas parecidas se han hecho al trabajo de teóricos como Moore, Haraway o Malm desde un pensamiento latinoamericano que rechaza la dinámica epistémica que estos autores implícitamente avanzan al colocar al Sur global como una víctima que la academia del Norte debe rescatar reproduciendo así dinámicas colonialistas en el estudio, análisis y combate al cambio climático. Julia Thomas, por ejemplo, ha añadido a las críticas anteriores el señalamiento de que muchos teóricos anglosajones pasan por alto cómo se fue construyendo una modernidad en capas donde los modelos productivos coloniales asimilaron en muchas ocasiones conocimientos y sistemas de producción locales que resultaban más eficientes, por lo cual resultaría equívoco y simplista atribuir la responsabilidad del caos climático actual a un modelo de producción único y de origen netamente europeo.
En cualquier caso, lo que sí resulta claro es que la crisis climática contemporánea es un fenómeno de escala global con una historia ecológica, política y económica profunda en donde las responsabilidades son asimétricas siendo claramente el Norte global y sus estructuras de producción mucho más relevantes pero sin que las agencias de los diversos países del Sur sean irrelevantes. Es decir, lo local importa, las acciones que se emprendan aquí configuran también este escenario de crisis y contribuyen y han contribuido a la degradación ambiental de nuestros países. Y así como es un error atribuir responsabilidades homogéneas es también un equívoco suponer que la crisis climática es el gran igualador ya que sus efectos serán globales. Por el contrario, como no se han cansado de señalar movimientos tales como el ecofeminismo, el movimiento de mujeres y medio ambiente, el movimiento de justicia ambiental o el ecologismo de los pobres, la crisis climática actual acrecentará las diferencias existentes de tal manera que los sujetos más vulnerables se verán mucho más afectados por el cambio climático mientras que los sujetos más privilegiados serán los que logren hacerle frente en mucho mejores condiciones.
Este último punto es central para evaluar la política ambiental de las ciudades y de los Estados pues así como los estratos sociales más marginalizados serán los más afectados, así también los países y las ciudades más pobres se verán mucho más afectados. Ello ocurre por diversas razones pero, de entre las más relevantes, cabría señalar que muchas de las estrategias de adaptación y mitigación ante el cambio climático resultarán no sólo costosas sino que presuponen marcos jurídicos eficientes, regímenes democráticos participativos y políticas de derechos humanos que no sean una simulación. De allí que tanto las ciudades y Estados pobres como los estratos marginalizados sean los más vulnerables a los estragos que ya está trayendo el cambio climático. Es por este tipo de razones que filósofas como Martha Nussbaum han insistido en la importancia de crear capacidades para el desarrollo humano que permitan ejercer los derechos humanos consagrados en las legislaciones nacionales e internacionales, pues incluso la falta de conocimiento acerca de nuestros derechos nos limita en nuestra capacidad de incidencia política a la hora de demandar que nuestros gobernantes tomen compromisos encaminados en el combate al cambio climático. Esto desde luego no es suficiente y muchas otras medidas son necesarias, como el combate a estructuras opresivas que desembocan en el silenciamiento de los testimonios de aquellas personas que son colocadas en la posición de un sujeto o ciudadano de segunda clase a causa del racismo, el sexismo, el clasismo, etc.. Esta injusticia epistémica conlleva así que las vivencias y demandas de estos sectores sean sistemáticamente ignoradas dando lugar a que no sólo no se atienda a sus necesidades sino a que los ambientes en los que habitan terminen por ser más riesgosos en términos de salud, a causa precisamente de una discriminación sistemática de parte de la sociedad y del Estado. En Estados Unidos estas dinámicas han llevado a que las poblaciones negras y latinas vivan en ambientes mucho más contaminados, con políticas ambientales nulas y con diversos problemas de salud causados justamente por esta negligencia. Lo mismo ocurre en diversas ciudades de América Latina donde los barrios más pobres son los que tienen menos áreas verdes y son los más contaminados al estar en las cercanías de zonas industriales.
Este tipo de violencias interseccionadas, en las cuales las estructuras opresivas ya existentes amplifican los efectos del cambio climático, están detrás de diversos fenómenos globales y regionales como la migración ecológica que hoy por hoy azota a América Central y que ejemplifica lo que el teórico Rob Nixon ha denominado como violencia lenta. Este término busca poner en primer plano cómo el cambio climático va erosionando lentamente las condiciones de vida de las personas a una velocidad tal que puede resultar imperceptible y poco merecedor de titulares en la prensa. Sin embargo, el efecto prolongado de tal degradación implica que una determinada región simplemente deja de ser capaz de sostener a las poblaciones humanas que allí habitan ya sea porque el suelo se desertifica, los mantos freáticos se contaminan o eutrofican o bien porque la tasa de incidencia de desastres naturales o el impacto de los mismos implican la destrucción de la poca infraestructura allí existente. Sea por la razón que sea, esta degradación conlleva la necesidad de migrar y reubicarse en otra región, pero justamente porque los migrantes ecológicos suelen venir de zonas ya empobrecidas y con poca incidencia en la vida política de un país es que su desplazamiento aumenta su vulnerabilidad, pues al cruzar fronteras estatales o nacionales se convierten así en sujetos proclives a ser explotados por las redes de trata o a sufrir vejaciones sistemáticas al no reconocérseles como afectados ambientales y colocárseles simplemente en la categoría de migrantes ilegales a los que en cualquier caso tampoco se les reconoce ningún derecho.
Es en parte por las razones ya mencionadas que muchos de los movimientos en favor de la tierra y el territorio tienen agendas tanto ecológicas como políticas que suelen incluir la lucha por la soberanía alimentaria, la propiedad de la tierra y el empoderamiento de las comunidades que allí habitan para evitar con ello tanto prácticas extractivistas como políticas verticalistas e impositivas que traten a los habitantes de un territorio como sujetos a ser salvados, en el mejor escenario, o simplemente como obstáculos para el desarrollo que habrá que eliminar, mientras en el proceso se contamina y erosiona dicho territorio.
Ahora bien, lo dicho anteriormente es importante si hemos de comprender por qué las grandes marchas en contra de la crisis ambiental se dan en gran medida en naciones desarrolladas de Occidente –Europa, Estados Unidos, Canadá, Australia– y no gozan del mismo carácter masivo en países latinoamericanos a pesar de que nuestra región se verá mucho más afectada por los cambios venideros. Es más, casi podríamos afirmar que gran parte de la sociedad civil latinoamericana ha visto con suspicacia a este movimiento ambiental globalizado al que ha señalado repetidamente como una farsa sin un análisis político y económico sustancioso. Ello es así ya que gran parte del movimiento ambiental globalizado pasa por alto las intrincadas relaciones antes descritas y habla del cambio climático como si fuera un fenómeno distinto e independiente de las relaciones políticas y económicas que estructuran la cotidianidad. En nuestra región son estos procesos mucho más cotidianos los que suelen merecer la atención de los públicos y quizás hasta ahora no hemos sido capaces de mostrar la conexión entre las violencias cotidianas con los estragos del cambio climático, algo que en cualquier caso ha sido explotado por nuestra clase política.
En el México de la Cuarta Transformación, por ejemplo, pareciera por momentos que el cambio climático es visto como un tema poco importante y desconectado de los problemas nacionales, un tema que le compete al Norte global que lo ha causado y que deberá resolverlo. Se actúa así con indiferencia ante este fenómeno. En otras ocasiones, sin embargo, pareciera ser que el tema se ha vuelto central y que está en el corazón de la política científica del país. Ejemplos de esto último constituyen el nombramiento del Dr. Víctor Toledo como Secretario de Medio Ambiente, por un lado, y la reformulación de gran parte de la política científica del CONACyT, por otro. En el caso de Toledo nos encontramos ante un académico con cuarenta años de trayectoria y con profundos vínculos con el ecosocialismo, el ecologismo de los pobres y las críticas de carácter marxista acerca de las causas de la crisis ambiental contemporánea; Toledo es asimismo un destacado promotor de la agroecología y de la idea de que la conservación no está peleada con el uso de los recursos naturales –de allí el programa Sembrando Vida–.
En el caso del CONACyT, este organismo no sólo ha creado Programas Nacionales Estratégicos centrados en temas como la soberanía alimentaria sino que, en línea con lo señalado por el movimiento de justicia ambiental, impulsa también la investigación de las causas sociales de determinados tipos de cáncer cuya tasa de incidencia en México es anormalmente alta. Así también, CONACyT persigue rediseñar la relación entre las ciencias, los públicos y los conocimientos nativos haciéndose eco tanto del así llamado diálogo de saberes como del giro decolonial en las humanidades y, más concretamente, de aproximaciones impulsadas por movimientos como el ecologismo de los pobres que enfatizan la importancia de romper con modelos verticalistas que consideren que sólo las ciencias en su acepción más tradicional producen conocimiento.
Desafortunadamente, así como se han enviado las señales anteriores se han enviado también señales en sentido contrario, señales que a mi parecer han sido mucho más numerosas e indicativas. Este gobierno, por ejemplo, ha apostado por regresar al petróleo y al carbón, desoyendo no únicamente las voces de los ambientalistas y expertos en medioambiente sino también a los economistas que hablan hoy de una inminente burbuja petrolera que muy probablemente detone en el mediano plazo una crisis para todas aquellas economías que no viren a las renovables y que descubran de pronto que estas tecnologías se han abaratado al punto de hacer económicamente irracional continuar extrayendo combustibles fósiles.
Este es en cualquier caso un ejemplo entre muchos, ya que podríamos mencionar el recorte presupuestal a la propia SEMARNAT; el reciente nombramiento de una persona sin las calificaciones necesarias para ocupar un cargo en la Agencia de Seguridad, Energía y Ambiente; el intento de convertir a la Comisión Nacional de Biodiversidad en un órgano desconcentrado y, por ende, alineado a los deseos del ejecutivo. Ejemplos adicionales y mucho más graves son los conflictos en torno a la termoeléctrica de Huexca y el asesinato de Samir Flores o el famoso tren maya que se anunció sin los correspondientes estudios de impacto ambiental y sin las consultas necesarias para las poblaciones que se verán afectadas.
Un último ejemplo que resulta por demás trágico y que merece un análisis independiente lo encontramos en la política de la 4T en relación a América Central. En un primer momento se anunció tanto un conjunto de inversiones en esta región como un importante programa de acogida para los migrantes centroamericanos; todo esto parecía indicar que se reconocía el problema de la violencia lenta y de la migración ecológica que ha venido a sumarse a los problemas que esta región ya enfrentaba. Parecía así que el gobierno mexicano se disponía a hacerle frente a un desafío regional que mejoraría la calidad de vida de millones de centroamericanos y que eventualmente detendría las caravanas migratorias. Desafortunadamente esta política parece haber quedado en segundo plano y hoy se privilegia la criminalización de la migración sobre cualquier esfuerzo por combatir sus causas.
En suma, y para ir concluyendo este ejercicio reflexivo, tal pareciera que el ánimo prometeico y desarrollista de la Cuarta Transformación le ha impedido percatarse acerca de sus tremendas deficiencias en materia ambiental asumiendo que este proceso es de importancia secundaria y que puede abordarse con presupuestos ralos y desde organismos con poca incidencia. Sea como fuere, para la 4T el ambiente no es prioritario pues lo fundamental sería sacar de la pobreza y desnutrición a millones de mexicanos incluso si ello ocurre a costa de los ecosistemas. Desafortunadamente, esta visión esconde el papel que juegan las acciones locales en los procesos globales y que en este caso implican una fuerte continuidad con un modelo político y económico que ni empodera a las comunidades locales ni frena la emisión de gases con efecto invernadero y mucho menos alienta una política de conservación y restauración. Entender el vínculo entre las violencias cotidianas y la crisis ambiental es hoy más necesario que nunca ya que sólo así lograremos detener las sinergias entre las violencias y opresiones más visibles y las dinámicas de degradación ambiental que potencian estas dinámicas de marginalización y pauperización. Una vez que este vínculo haya sido firmemente establecido dejaremos de ver como algo racional y necesario apostar por políticas públicas que buscan combatir la marginalidad, la pobreza y la exclusión y que, sin embargo, a la postre agravarán la vulnerabilidad de los más pobres mientras a un mismo tiempo alimentan procesos de degradación ambiental a escala global.