La propuesta de reforma electoral presentada por el presidente López Obrador en abril de este año ha generado un fuerte rechazo entre un amplio rango de comentaristas, abogados y políticos. Los defensores del INE parecen obstinados en convencernos que la propuesta implica la desaparición de un organismo autónomo que funciona perfectamente y que se trata de un paso más hacia la autocracia. Por su parte, los partidarios de la reforma recurren a los agravios de 2006 y a los exabruptos de los consejeros Cordova y Murayama para justificar un cambio radical en la manera de elegir a los consejeros del árbitro electoral. Entre las partes en conflicto no hay manera de tender un puente; el obradorismo lo sabe y lo ha dicho desde 2004, los partidos del Pacto por México apenas acaban de enterarse. 

La paradoja es que buena parte del contenido de la reforma goza de un considerable consenso en el electorado mexicano. Si bien la población respeta y ve al INE de manera favorable, sus salarios, prestaciones y el servicio profesional no tienen la misma suerte (Martínez, 2022). Los partidos políticos junto con los representantes populares mantienen una bajísima legitimidad. La democracia de contrapesos e instituciones, ese constructo liberal tan popular en la Transición y entre las élites universitarias de inicios de siglo, vive su peor momento. La respuesta de los defensores de la burocracia electoral, perdón, de la democracia: la población tiene un muy mal nivel de educación cívica. Treinta años de programas de televisión, concursos de oratoria, urnas infantiles y libros de civismo fueron un desperdicio.

La respuesta que no quieren oír estos despistados defensores del INE es que el lastimoso estado de su imagen no es producto de un complot del Foro de Sao Paulo o una ola populista mundial (mitad fascismo, mitad comunismo, mitad conservadurismo de la Santa Alianza). El problema es que la ciudadanía sigue emitiendo un juicio negativo sobre las consecuencias de una transición a la democracia, la apertura económica de los 1990 y la corrupción de las élites políticas de los viejos partidos. Y ese juicio lo comparten los partidarios del presidente y una parte significativa de aquellos que lo desprecian. 

Para desgracia de la discusión pública en México, la reacción de lo que en otro tiempo fue el núcleo liberal de la Transición ha sido renunciar a la democracia. Congelados en el tiempo, viviendo un eterno día de la marmota de 1991 o 2006, repiten el vicio de los comunistas de otro tiempo que buscaban recrear al pie de la letra los eventos del 7 de noviembre no importando que fuera mayo e hiciera calor. Bajo la bandera de que México es plural y que es imposible construir mayorías, tratan a toda costa de mantener vivo el mundo perdido que les dio prestigio y un estatus cómodo en la academia y la esfera pública. Sus alumnos y una generación más jóven repiten de manera casi religiosa las lecciones aprendidas en la literatura sobre sistemas electorales (Vázquez, 2022), pero rara vez participaron como militantes en alguna elección interna o les tocó vivir el mundo de intrigas menores o negociaciones. Esa desconexión, irónicamente cargada de ideología, los ha llevado a buscar blindar las instituciones de la voluntad popular. Más al sur, en un lugar que un día soñó con un socialismo de empanadas y vino tinto, a eso le decían democracia protegida. 

Y sin embargo, no tenía que haber sido así, por lo menos no desde las izquierdas.

Las izquierdas mexicanas y la democracia electoral: Más allá de Cal y Arena

La crítica al sistema electoral de la Transición democrática no se reduce a los sectores más ortodoxos ni a aquellos que optaron por la vía de las armas. Hay una larga historia de críticas a la burocratización desde la izquierda electoral. En un primer momento, Julio Moguel en su clásico libro «Los Caminos de la Izquierda», siguiendo a Claus Offe, veía entre los efectos de las reformas de 1977 una tendencia a desactivar la militancia y erosionar la vida interna de las organizaciones de izquierda (Moguel, 1987). Casi dos décadas después, Paco Ignacio Taibo II mostraba claramente los efectos del tan defendido financiamiento público en la izquierda electoral. Taibo decía: «Alguna vez Trotski (y eso que no conocía a las tribus perredistas) se preguntó con singular mala leche quiénes eran los propietarios de qué: ¿los diputados de la duma de su sillón?, ¿o el sillón de los diputados?» (Taibo II, 2003)

Hasta no hace mucho, la discusión sobre las izquierdas mexicanas en el periodo de la Transición solía concentrarse en los grandes momentos electorales o en las protestas sociales, pero salvo contadas excepciones, poco habla de la experiencia al interior del PRD. Esto deja sin asidero la muy necesaria crítica a los efectos de la red de incentivos montados por las múltiples reformas políticas desde 1977 y nos condena a los extremadamente simplistas juicios de que en México no hay una izquierda verdadera a nivel electoral. 

La historia de la relación con el sistema electoral y sus instituciones con las izquierdas deja fuera una multitud de voces y a ratos pareciera ser únicamente el relato de Woldenberg (Woldenberg Karakowsky, 2009) y la multitud de libros publicados por Cal y Arena, la versión del antiguo Movimiento de Acción Popular (MAP): una historia “liberal” desprovista de toda autocrítica.

La reforma electoral: con la lana que se paga un domingo 

En cuatro años, magistrados, burócratas y académicos han sido incapaces de entender el extendido rechazo que causa la defensa de sus salarios en la opinión pública general. Comparan su situación con la de aquellos afectados por las medidas de austeridad de los gobiernos neoliberales y se escandalizan por la disminución de las capacidades del Estado (Dussauge Laguna, 2021). Obviamente, no dicen nada de la colonización de espacios por los beneficiarios de la destrucción de las compañías del Estado en la década de 1980 y 1990, o el ataque a sindicatos y al magisterio ya entrado el siglo XXI. Siembran lo que cosecharon, y siguen sin entender que no es al Estado al que trata de afectar las medidas de la 4T, sino a ellos y a las prácticas que propiciaron, incluyendo al ecosistema de las ONG y servicios concesionados, de guarderías a consultoras. Si de algo podemos quejarnos es del enfoque indiscriminado de las medidas, pero como nos enseñaron los padres del orden neoliberal en México, no hay alternativa. 

El cambio que propone el presidente es radical no por los motivos que aducen los que temen una regresión autoritaria, sino porque asume el cambio social y político que México ha vivido en este siglo. Los controles corporativos están muertos, los partidos perdieron la conexión con los electores y su militancia, las instituciones políticas se han blindado frente a las demandas de la gente. La única manera de corregir el rumbo es recalibrar nuestra democracia reduciendo el poder de las cúpulas partidarias al disminuir los recursos y puestos disponibles. El mandato de la reforma es, básicamente, victoria electoral o muerte. Ya sea por un aumento de aportaciones de la militancia, una relación más transparente con los factores reales de poder o mejores resultados, los partidos deberán responder al electorado.

El cambio alcanza a la selección de consejeros y magistrados, algo que nos presenta varias interrogantes. ¿Cómo conservar la competencia técnica y la independencia del órgano electoral si estará sujeto al arbitrio de los electores? Porque necesitamos un órgano independiente, pero desgraciadamente, el mecanismo actual es rehén de las negociaciones entre partidos. Tanto el statu quo como el cambio propuesto resultan insatisfactorios; uno recrudece el déficit democrático de nuestra institucionalidad, el otro nos arriesga a perder la experiencia técnica. Probablemente vamos a perder esto último, la irresponsabilidad política de los consejeros Córdova y Murayama serán los culpables. Consultar a juristas europeos y coquetear con la oposición no han hecho nada para apuntalar la imagen de independencia u objetividad de quienes dicen valorar las reglas de la democracia. 

Finalmente, la burocracia electoral local es un cadáver insepulto desde las reformas de 2013. La independencia, si es que alguna vez la hubo, ha terminado en redundancia a la hora de resolver conflictos post-electorales. Porque la pluralidad o el federalismo no se vulneran cuando una instancia federal cuente los votos o dirima conflictos, ya lo hace en última instancia. Lo que la reforma hace es eliminar una instancia de poder que por un par de décadas ha funcionado como botín de gobiernos y grupos de poder local. Falta ver si esto generará un ahorro real a la ciudadanía y al Estado, pues el INEC absorbería el personal de las antiguas OPLES. De momento, la reorientación del gasto amenaza con dejar huérfana a una sección de las élites locales (abogados, politólogos, profesionales de la política) que habían encontrado algo muy parecido al pleno empleo que generaciones anteriores tenían con PEMEX o la administración pública federal. 

¿Le debe algo la izquierda electoral al INE? A modo de conclusión

Las izquierdas electorales avanzaron políticamente durante la transición a pesar del árbitro, no gracias a él. Con el tiempo los mecanismos de control de voto y clientelismo se adaptaron a las reglas que se montaron para evitar su influencia. Al final, fue el cambio social auspiciado por las reformas neoliberales lo que enterró como fuerza significativa al viejo monstruo de las “estructuras corporativas” priistas y ha minado la eficacia del clientelismo perredista. La competencia electoral es real sin que eso haya eliminado la influencia del dinero “sucio” o las campañas de desprestigio del empresariado. Posiblemente el mejor garante de la democracia en México sea ese balance de fuerzas, un equilibrio siempre en tensión, entre sectores populares y clases medias y unas élites con un poder económico y una influencia cultural intactos. En el México contemporáneo el INE es sólo una corona de ajos en la puerta. 


Referencias

Dussauge Laguna, M. I. (2021). López Obrador: del sueño a la realidad. Nexos

Martínez, F. (2022, 1o de noviembre). El 51% de ciudadanos, a favor de reforma electoral: encuesta del INE. La Jornada

Moguel, J. (1987). Los caminos de la izquierda. Juan Pablos. 

Taibo II, P. I. (2003, 14 de agosto). El pacto con el diablo (Notas sobre la crisis perredista). La Jornada

Vázquez, P. S. (2022). La reforma política-electoral de AMLO: si le das más poder al poder…. Nexos.

Woldenberg Karakowsky, J. (2009). El desencanto. Cal y Arena.