
El 19 de noviembre de 2018, Tijuana irrumpió en las noticias nacionales e internacionales debido a las expresiones anti-migrantes en aquella ciudad (véase, por ejemplo, Rojas, Ana Gabriela, “Caravana de migrantes en Tijuana: por qué la llegada de centroamericanos causa en la ciudad fronteriza una hostilidad contra los migrantes que no se había visto antes,” BBC, 19 de noviembre de 2018 y Rodriguez, Jesús, “Anti-immigrant activists in Tijuana hijack Trump’s rhetoric”, Politico, 20 de noviembre de 2018). El alcalde Juan Manuel Gastélum, en particular, se dedicó a atacar a la más reciente caravana desde Centroamérica con declaraciones como, “Los derechos humanos son para los humanos derechos”; las comparaciones con el movimiento anti-inmigrante en Estados Unidos, y del alcalde con Donald Trump, no se hicieron esperar. En realidad, la comparación la evocaban los participantes mismos, y no hizo falta que el mismo Trump se sumara con un Tweet aprobatorio.
En general, los medios lamentaban esta extraña extensión de la xenofobia estilo Trump al país que más insistentemente ha lastimado, y contrastaban con ella las reacciones de acogida a la caravana en el resto del territorio nacional. Hubo también una manifestación en la Ciudad de México, pero esta rápidamente fue tildada como de clase alta, lo cual hizo que fuera fácil no sólo ridiculizarla sino minimizar el alcance social de los sentimientos que expresaba. La radicalidad del discurso y de las acciones en Tijuana resultó mucho más alarmante, pero el hecho de que el brote de odio se dio allá ayudó de manera similar a limitar sus implicaciones. Como señala Heriberto Yépez, “La frontera es la paradójica oportunidad para que nuestros males nacionales (la pobreza, la migración, el crimen) le ocurran a otros; es el set donde México se hace un país extranjero para los propios mexicanos” (Tijuanologías. Tijuana: Libros del Umbral: UABC, 2006, p. 84). Por el hecho de haberse ubicado en Tijuana, el odio pudo parecer lejano, exótico, una perversión propia de la frontera que poco o nada refleja de la realidad nacional.
Sin embargo, Tijuana no es tan excepcional como se le pinta. Ni está tan generalizado el odio allá, ni está tan ausente en otras partes. No me detendré aquí en mis encuentros con el discurso incendiario en Michoacán, donde vivo; más bien, quiero explorar un ejemplo que parecería todo lo opuesto –una férrea expresión de rechazo al racismo estadounidense– pero que termina complementando los discursos anti-migrantes en México. Tijuana, planteo, ayuda a entender por qué.
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Durante la campaña de Trump en 2016, Corona sacó una serie de anuncios publicitarios explícitamente politizados, que rechazaban la amenaza de construir “el Muro”. El anuncio que más éxito obtuvo lo protagonizó Diego Luna. En la primera toma, lo vemos contemplando el paisaje urbano desde una azotea. “A todos nos molesta el muro que quiere construir el loco ese”, medita, volteando a media frase a echarnos un par de miradas descontentas. El “nosotros” al que se refiere, se sobreentiende, es la comunidad nacional: un “nosotros” amplio e incluyente. Esta colectividad se encuentra agredida, objeto de una acción externa, como lo remarca una versión alterna del anuncio: “el muro que nos quieren construir”, dice Luna ahí. El anuncio empieza así concediendo la naturalidad de la molestia que el Muro puede provocar, pero lo que sigue es un argumento cuidadosamente armado en contra de ella. “Pero”, prosigue Luna, “también deberían molestarnos los muros que tenemos acá” –y señala hacia su cabeza–. Esta afirmación llega con la música, y al instante Luna se pone en movimiento. Sus saltos estilo Spiderman materializan los superpoderes de la voluntad a los que apela.
En el resto del video, seguimos a Luna mientras camina por –y a veces salta entre– diversos escenarios urbanos identificables como capitalinos, desde un bar chic de azotea hasta la recámara de un joven. Este periplo forma un telón de fondo mientras Luna se dirige directamente a la cámara para rechazar una serie de estereotipos negativos sobre los mexicanos (“Esos clichés no nos definen”). Mientras, el video juega con referencias visuales al Muro. Donde habla de “aquellos cangrejos que critican el éxito de los demás”, por ejemplo, vemos una horda de jóvenes (citadinos, bien parecidos, como Luna) abalanzarse con escaleras contra una pared; los que van abajo jalan de los pies a los que van arriba. Esta metaforización visual culmina con una escena donde Luna usa una bola de demolición para derribar un muro. Al final, vemos en la pantalla el lema de toda la campaña: “Desfronterízate”.
Los muros persisten como tema visual, pero en lo verbal, al Muro de Trump no se le vuelve a mencionar después de la primera frase. El ataque más frontal a la molestia que puede causar es, tal vez, el imperativo, “¡Ya basta de victimizarnos!”. Si el Muro es algo que “nos quieren construir”, ¿detenernos en ello no es quedarnos de nuevo en el papel de víctimas? Paso por paso, el spot teje una poderosa anti-política. Con típica retórica neoliberal, le carga al individuo la responsabilidad de sus posibilidades de vida, de su condición socioeconómica, y de la transformación social entera. Todo esto lo hace en mancuerna con la desaprobación del coraje político, sugiriendo que esa energía debería canalizarse hacia la superación personal. Para la conclusión del video, el muro fronterizo se ha vaporizado ante el espíritu emprendedor del México que el video convoca: “Créeme, la única frontera que tienes, eres tú”.
El video transforma la frontera en una metáfora para desaparecerla, pero su argumento implícitamente depende de la frontera y la resucita. Según el director de comunicación de Corona, Diego Luna protagoniza el anuncio porque “México es un país de emprendedores con un talento envidiable. Ese es el nuevo mexicano que representa Corona y un ejemplo de ello es Diego Luna, quien poco a poco fue subiendo escalones y convirtiéndose en la estrella que hoy es reconocida en todo el mundo” (The Markethink, “Cerveza Corona y Diego Luna proponen derrumbar los muros mentales en nuevo comercial”, 8 de noviembre de 2016). Es decir, Diego Luna se representa a sí mismo. Él es el México cosmopolita, profesionista, fashion, que cruza las fronteras libremente para “hacerlo en grande” en el exterior. Aunque sea tomándonos una Corona, todos podemos –debemos– compartirla promesa de lo cosmopolita, fundada en el cruce autorizado de las fronteras. El documentado emerge como la verdadera figura de esperanza nacional, y los que no pueden acceder a una visa quedan excluidos del “nosotros” nacional que el anuncio promueve. Finalmente, el video esfuma no sólo el muro fronterizo, sino a todos los que podrían tener un interés concreto en las nuevas formas y nivel de represión y violencia hacia los inmigrantes en Estados Unidos.
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En Tijuana, la lógica que apuntala el “nosotros” del video no es ocasional; informa arraigados y ampliamente compartidos sentidos de pertenencia que se comprueban en la práctica cotidiana del cruce fronterizo. Al comenzar el siglo, más de la mitad de la población contaba con algún documento autorizando su entrada al país vecino, y si esta tasa se mantiene (lo cual es probable, en términos muy generales), sería cerca de un millón de individuos residentes en Tijuana los que pueden cruzar la frontera legalmente (Alegría, T. Metrópolis transfronteriza. Revisión de la hipótesis y evidencias de Tijuana, México y San Diego, Estados Unidos. México: El Colegio de la Frontera Norte: Miguel Ángel Porrúa, 2009, p. 86). Uno de los mecanismos claves para la exclusión de los que no tienen visa es, como en el video, su borrado discursivo, por ejemplo, en la afirmación de que en Tijuana “todos tenemos visa”. Mediante tales pequeños gestos lingüísticos, se reafirman los límites de “nosotros” en términos de la autorización legal del gobierno estadounidense.
Cuando se piensa en la frontera norte, suele pensarse en la figura del migrante indocumentado; este estereotipo sigue marcando a los que ahora buscan asilo, a pesar de que ellos sigan una vía legal para acceder a Estados Unidos. Para entender el emergente “sistema de ciudadanía diversificada” (Aihwa Ong, Flexible Citizenship: The Cultural Logics of Transnationality. Durham: Duke University Press, 1999, p. 217) que vivimos a nivel global, sin embargo, es necesario pensar también la figura complementaria, la del documentado. Hace dos décadas, Étienne Balibar escribió que “Para un rico de un país rico… cuyo pasaporte tiene cada vez más la significación… [de] un sobreañadido de derechos”, la frontera es “un punto de reconocimiento simbólico de su estatuto social por el que se pasa en una zancada” (“¿Qué es una frontera?”, en Violencias, identidades y civilidad. Para una cultura política global. Barcelona: Gedisa, 2005, p. 84). El anuncio de Corona deja claro que este sobreañadido de derechos no le corresponde nada más al rico proveniente de un país rico, sino que se administra en dosis diferenciadas mediante la securitización de las fronteras (mayores facilidades para unos, mayores riesgos para otros). Para construir la “ciudadanía diversificada”, este sistema depende además de la coacción sutil que las fronteras ejercen sobre la subjetividad íntima del documentado. “Desfronterízate” pone en manifiesto esta coacción. Pero su sitio de mayor desarrollo, dentro de México, es Tijuana.
México tiene su historia de violencias xenofóbicas, pero viendo el asunto desde Tijuana, esta no es la referente más inmediata para entender las manifestaciones actuales del odio. Si en los últimos años los haitianos y los centroamericanos han ocupado las miradas, en los 2000 fueron los chiapanecos (los “chapitas”) y, antes de ellos, los “oaxaquitas”. Lo que hoy se dice de los centroamericanos, otrora fueron los lugares comunes del prejuicio en contra del migrante mexicano. Su punto medular no es la xenofobia: es distinguir entre “ellos” que pueden ser el objeto de la persecución estadounidense y “nosotros” que estamos (o deberíamos de estar) exentos de ella. El ataque es a raíz un gesto defensivo, de separación y distanciamiento del cuerpo amenazado. Ese gesto encarna la coacción que ejerce la frontera. Interiorizada, se convierte en complicidad.
En 1999, a vísperas del replanteamiento del proyecto global de Estados Unidos, Peter Andreas concluyó –en un libro ya clásico para los estudios sobre las fronteras– que había a futuro dos alternativas: el endurecimiento unilateral de la frontera por parte de Estados Unidos, o el reclutamiento de México a fungir como un buffer zone, es decir, la conversión del territorio nacional en una extensión del aparato fronterizo estadounidense (Border Games: Policing the U.S.-Mexico Divide. Ithaca: Cornell University Press, 2009 [1999]). Andreas pensaba que se daría un término medio, improvisado, entre estas dos posibilidades. Veinte años después, no es precisamente así. Más bien, las dos alternativas progresan a la par en una contradictoria combinación, cuyas tensiones las ha resaltado la migración centroamericana reciente. La relación entre México y Estados Unidos es cada vez menos una relación bilateral; cada vez más, las nuevas formas de hacer imperio que Estados Unidos desarrolla convierten a México en una pieza dentro de una configuración global cuyas ambiguas y feroces dinámicas atraviesan e involucran al país a la vez que lo afectan. La contradicción aquí es funcional, y Tijuana pone esto a flor de piel. Pone a flor de piel lo funcional que el nacionalismo mexicano puede resultarles a los mecanismos imperiales; pone a flor de piel las ambivalencias, las contradicciones y las sutiles coacciones que entraña ser, efectivamente, no ciudadanos sino sujetos del imperio.
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Leído desde Tijuana, a “Desfronterízate” hay que entenderlo como una respuesta defensiva ante la amenaza del Muro, pero que repite su violencia. En el video, el Muro es una “molestia”; es una ofensa que hiere en un nivel simbólico. Pero el Muro es también la continuación y la explicitación de la política que empujó los flujos migratorios hacia el desierto sonorense con plena conciencia de que causaría un incremento radical en el número de muertes (véase Jason de León, The Land of Open Graves: Living and Dying on the Migrant Trail. Oakland: University of California Press, 2015). La sensación de que esa amenaza le atañe a uno, de que uno mismo podría ser en última instancia vulnerable también, provoca afirmar que no es así: “el único muro que tienes, eres tú”. “Nosotros” también, a pesar de todos nuestros privilegios de clase y de legalidad, a pesar de nuestro supuesto “sobreañadido de derechos”, podríamos sufrir la misma violencia. Esta sugerencia se asoma por ratos en Tijuana, donde la violencia cotidiana del Muro –que en realidad se construyó hace décadas– se vive de cerca. A veces eso estimula un cambio en el punto de vista, una identificación inesperada con aquellos que “nosotros” normalmente excluye. Otras veces, provoca un rechazo aún más intenso, un esfuerzo desesperado por desplazar la amenaza hacia otros. En estos gestos, se repite la violencia del Muro para descargarla sobre otro, de un mexicano hacia otro mexicano, de un latinoamericano hacia otro latinoamericano. Estas son las complicidades que fomenta la frontera como aparato imperial. Frente a esta dinámica, que parece extenderse en el país, se necesitan otras formas de desfronterizarse: de deshacer todo muro que impida la construcción –por encima de las fronteras geopolíticas y de todas las divisiones que apuntalan– de un “nosotros” realmente común.