Nos habéis robado tanto que hasta hemos perdido el miedo.

Rompéis nuestras vidas, rompemos vuestros escaparates.

Si nosotros ardemos, vosotros arderéis también. 

Espai en blanc

I.

“Somos una generación sin futuro. La generación de la precariedad. La que no tiene acceso a la vivienda, la que es víctima de un sistema que amenaza la propia existencia de nuestro planeta. Aquella generación a la que han robado los derechos sociales y laborales más básicos. La que acompañó a nuestras abuelas a votar el 1 de octubre. Aquella que ha visto el Mediterráneo convertirse en un cementerio, y que vivirá peor que sus padres y madres. La que ha visto cómo, día tras día, hombres asesinaban a nuestras abuelas, madres, compañeras y amigas. Aquella generación a la que el Tribunal Supremo ha sentenciado todos los derechos civiles y políticos”.

Este párrafo encabeza el Manifest Acampada Plaça Universitat, con el que cerca de 500 jóvenes construyeron su propio relato sobre las razones que les habían llevado a ocupar la plaza, sobre sus propias vidas y sobre su generación. La Acampada de la generación 14-O, como se nombraron a sí mismos sus protagonistas, ocupó la céntrica plaza Universitat de Barcelona varias semanas bloqueando una de las principales arterias de la ciudad desde el pasado 30 de octubre, y fue desalojada en la madrugada del 20 de noviembre sin demasiado ruido mediático. En el manifiesto resuenan con fuerza los mensajes que llenaron las plazas en el 15M, casi diez años atrás, de una generación que ya se sabía condenado a vivir sin futuro, sin vivienda y sin trabajo. Pero a la precariedad que se criticaba entonces se suman nuevas luchas: contra el cambio climático, contra la violencia machista y el feminicidio, contra la necropolítica de las fronteras. Y se suma, también, la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo del pasado 14 de octubre, que fundamenta una de las consignas principales de la Acampada: “Contra la represión”.

Foto: Victor Serri, La batalla d’Urquinaona. La Directa, periodismo cooperativo para la acción social.
 

Efectivamente, y como se ha condenado desde múltiples frentes, la sentencia a los políticos y activistas independentistas abre peligrosamente las puertas a una jurisprudencia de corte autoritario. El delito de sedición, enmarcado dentro de los delitos por desórdenes públicos y sin homologación en la mayoría de democracias europeas (que se negaron a extraditar a los políticos exiliados), se aplica con el argumento de que las movilizaciones populares impidieron el cumplimiento de una orden emitida desde el poder judicial, suspendiendo por extensión su autoridad. Como avisarían algunos, esta sentencia implica que, entonces, delito por sedición puede ser todo desobedecimiento a las autoridades: desde parar desahucios y ocupar entidades bancarias a cualquier manifestación disidente, incluyendo las que practiquen la resistencia pasiva. La existencia jurídica del delito de sedición elimina de un carpetazo uno de los derechos fundamentales de toda democracia: el derecho a desobedecer.

Y este giro, sin embargo, no debería sorprendernos demasiado. Hace pocos meses, la condena a los jóvenes de Altsasu se sumó a una larga lista de juicios a titiriteros, raperos, jóvenes y twitteros condenados por delitos de odio y enaltecimiento al terrorismo, cuestionando seriamente la calidad democrática de las instituciones españolas. La polémica “ley mordaza”, todavía activa al día de hoy a pesar de las promesas de derogación del gobierno socialista, sanciona económicamente actos como la organización de manifestaciones, el impedimento de desahucios, la “falta de respeto y consideración” a la policía o “la perturbación de la seguridad ciudadana”, con multas de hasta 600 mil euros. Recientemente el PSOE (Partido Socialista Obrero Español) aprobó su epígono, con los votos de la derecha y la abstención de Podemos (su hipotético socio de gobierno en la legislatura entrante): el decreto-ley digital que, según Sánchez, debe poner “punto y final” a la “república digital” catalana, permite al gobierno intervenir la red sin orden judicial en aquellas situaciones “que puedan afectar al orden público, la seguridad pública y la seguridad nacional”. La indefinición jurídica de estas leyes sirve de arma arrojadiza para toda disidencia del Estado, y forma parte de la deriva represora de una democracia de poco más de 40 años. Hoy, semanas después de unas elecciones generales que han dado silla a 52 diputados de ultraderecha en el congreso, repensar las continuidades económicas, políticas y sociales de la dictadura (1939-1975) se vuelve una tarea urgente y necesaria.

II.

La muerte natural del dictador, la duración y penetración de la dictadura en las instituciones estatales y la legitimidad funcional de un régimen que supuestamente habría llevado a España a la estabilidad económica con la liberalización del período desarrollista y su “milagro español” (que solamente tuvo de milagroso la raíz gramatical, pues se llevó a cabo con el sacrificio de millones de vidas precarizadas y explotadas), posibilitó a la dictadura negociar cómodamente las condiciones de transición del sistema político. Como apuntaba precozmente el documental No haber olvidado nada (Expósito, Rodríguez y Villota, 1997), hubo cambios, pero no hubo una ruptura radical: el modelo consensual de la culpa colectiva y el deber de superación y olvido, articulado en el franquismo, se incorporó en la democracia, clausurando definitivamente el pasado y blanqueando la dictadura. Además, la persistencia de ciertas formas autoritarias de gobierno y gubernamentalidad no solamente continuaron la represión y violencia estatal y mantuvieron prácticamente intactos ciertos espacios de poder (como algunas instituciones, oligarquías y corporaciones), sino que permearon las costumbres, las formas de socialización y la cultura, entendida como forma colectiva de construir sentido sobre la realidad; de producir relato. “Antes terror fascista, ahora tortura democrática. ¡No ha habido cambio!”, gritaba la banda hardcore punk GRB en 1985, en plena crisis económica y salvaje reconversión neoliberal de manos del PSOE felipista. Poco después España entraba en la Comunidad Económica Europeas (CEE) (1986), llegando por fin a la anhelada normalización democrática y económica prometida y dejando el pasado definitivamente atrás.

Y, sin embargo, pese a que la fuerza movilizadora del relato modélico de la transición parecía haber asentado sus consensos en el imaginario colectivo de la posdictadura, en las últimas décadas las grietas que siempre habían fisurado su andamiaje se han ido haciendo cada vez más visibles, descubriendo tensiones y contradicciones irresueltas y haciendo tambalear la ilusión o fantasía de normalidad imperante a golpe de porrazo y sentencia. Las batallas por la memoria histórica de las víctimas y personas asesinadas y desaparecidas por la dictadura, la corrupción política y económica generalizada, la opacidad e inmovilismo judicial, y también la irrupción del “procés”: la movilización de los poderes y aparatos del Estado para neutralizar, reprimir y criminalizar (discursiva y penalmente) el independentismo; el rechazo a una solución pactada o dialogada; la judicialización de la política y la reactivación de una semántica del consenso fosilizada desde la transición —con palabrejas y expresiones anacrónicas como “concordia”, “unidad” y “la Constitución que nos dimos entre todos” en oposición a los “golpistas” y “terroristas” “separatistas”— señalan que lo que está ocurriendo en Cataluña está asaltando una de las matrices ideológicas más enraizadas, que ha persistido más allá de la muerte del dictador. Y que se ha naturalizado colectivamente: pues todo ello ocurre a espaldas de una sociedad, en su mayoría, indiferente y apática.

¿Cómo puede ser que nos dé tan igual lo que está ocurriendo en Cataluña?, se pregunta Amador Fernández-Savater en una entrevista a Edgar Straehle, en que analizan el éxito de la construcción mediática del “procés” catalán como reacción identitaria, supremacista y etnicista, invisibilizando la complejidad de su espectro ideológico (que incluye desde el anticapitalismo hasta el conservadurismo neoliberal, pasando por el “independentismo no independentista”), la confluencia de luchas y deseos que desbordan la política institucional catalana (como ejemplificó la organización y resistencia autónoma ciudadana en el referéndum del 1-O y su salvaje represión) y, finalmente, el campo de batalla que se despliega, donde lo que nos estamos jugando es el derecho colectivo al disenso y a la desobediencia. Con ello, los medios centralistas y los políticos autoproclamados “constitucionalistas” pretenden construir una visión del conflicto plana y presentista que termina despolitizándolo: esto es, despojándole de su capacidad para interpelar colectivamente las luchas del presente.

Esta construcción también es adoptada por ciertos sectores de izquierda, que leen el nacionalismo catalán como un populismo de corte conservador, olvidando por un lado la diversidad de su origen (al calor de los ateneos obreros republicanos y federalistas, y no solamente de la Renaixença o del proteccionismo económico como se suele pensar), como la tradición histórica de la izquierda española (también federalista y republicana), así como la multiplicidad de luchas que confluyen en las protestas; y, por el otro, renunciando a otras claves analíticas que permitan nuevas alianzas estratégicas. Con ello, la potencia de fuga y desbordamiento político de las calles y de colectivos como los Comités de Defensa por la República (CDR) o el Tsunami Democràtic, ilegible por unos y criminalizada por otros, corre el riesgo de ser capturada y domesticada por una política institucional catalana cada vez más autonomista, clausurando los posibles que entraña este acontecimiento.

III.

El epígrafe con el que empezamos es parte del texto de un Pressentiment, una herramienta con la que el grupo de activistas y filósofos Espai en Blanc trata de intervenir en el combate por la construcción de la realidad. En este mismo texto, se nombran los espacios donde se están produciendo protestas y revueltas: “Ecuador, Hong Kong, Bolivia, Rif, Cataluña, Chile, Rojava, Haití, Argelia, Siria, Líbano, Colombia, Irak, Francia…”. Muchas de las consignas de las pancartas de quienes ponen el cuerpo en sus calles reverberan entre ellas: “Si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”; “No hay disturbios, hay tiranía”; “Nos habéis torturado, empobrecido, desnudado”; “No nos rendiremos porque nuestro futuro da más miedo que vuestras porras”; “Nos quitaron tanto que acabaron quitándonos el miedo”.

No queremos reducir la pluralidad de experiencias y contextos, sino pensarlas como signos de un colapso global para tratar de entrever, como diría Andreu Nin, las fuerzas motrices del tiempo en que vivimos. Sus formas específicas construyen la constelación de un malestar colectivo que requiere ser repolitizado. Malestar por el agotamiento de un sistema económico desigual y biocida, que explota y precariza salvajemente los cuerpos e imposibilita el sostenimiento y la reproducción de la vida, que agota los recursos del planeta y que es mantenido por gobiernos más o menos democráticos. Y es que la contraofensiva neoliberal de los setenta y la progresiva implementación de programas de recortes, privatizaciones y financiarización que comportó se lleva a cabo tanto en democracias como en dictaduras, cuyas políticas económicas se rigen por una misma teleología de la modernización capitalista. La invisibilización de su violencia sistémica bajo el discurso celebratorio de la democracia como último eslabón del progreso político ha naturalizado el capitalismo global como única realidad económica posible, y gobierna nuestra imperturbable normalidad.

Una violencia naturalizada que marca los cuerpos: “Nuestra violencia es existir”, rezaría otro Pressentiment. Frente al monopolio de violencia (del Estado, del sistema global), siguen ardiendo contenedores y barricadas. Como contraofensiva, los poderes mediáticos e institucionales han articulado un discurso despolitizado de criminalización de la violencia que trata de instruir a la población en el temor a las calles, a sus disturbios y turbas de jóvenes (porque siempre terminan siendo jóvenes: esta generación ingobernable, distinta y ajena, como un enigma) que asaltan la consensuada realidad en que habitamos.

Las formas que toma el malestar global, concretizado en múltiples luchas, subvierten esta ilusión de normalidad, y visibilizan no solamente la necesidad de resistirlo (junto a posibles repertorios para hacerlo), sino también la urgencia de ensayar otras formas colectivas de organizarnos. Otras formas de hacer política, que se ensayan desde lugares otros a los centros de poder. Laia Vallespí, estudiante acampada en Universitat, resumía así lo que estaba ocurriendo aquellos días: “Creo que la política no se está haciendo en el Parlamento, ni la están haciendo los políticos. La política se está haciendo aquí. Siento que todas somos políticas ahora mismo. Y estar reclamando las calles como lo estamos haciendo es un acto político. Más que una batalla campal, es un: No queremos ceder nuestro espacio. La plaza es nuestra”.