En el Diccionario Calepino de Motul, escrito en la época colonial, el autor anónimo del texto asentó que cha’an significaba en lengua maya “mirar o ver cosas vistosas como misa, juegos, bailes”. Este es uno de los significados más antiguos registrados de la palabra, cuyos caminos en la historia maya nos conducen hasta las inscripciones de las selvas chiapanecas, en donde la palabra cha’an fue usada para describir espectáculos públicos que eran efectuados por la élite gobernante de Palenque. En este texto quisiera reivindicar la palabra como acción de disfrutar y mirar lo que nos rodea: Kin cha’antik, suuk in cha’antik; o como decimos en la Península, “gustar”. Gustamos de la televisión, gustamos de las vaquerías, gustamos de los bailes, pero también podríamos gustar de los parques de nuestro pueblo y sus montes mediante los caminos y veredas que lo recorren.
Quizá, debido a la amenaza de la destrucción de montes y cenotes, bienes naturales de los pueblos originarios, se habla poco del disfrute de observar nuestro entorno. O tal vez, no hablemos lo suficiente de ello ya que mucho de lo que nos rodea, tanto en el entorno rural como en el urbano, se ha construido sobre nosotros más que con nosotros: monumentos como el de los Montejo en Mérida, Yucatán, fueron elaborados por un grupo de personas ávidas de transmitir su visión supremacista del origen de la ciudad; las fastuosas construcciones de las haciendas henequeneras, que hasta hace no pocas décadas dominaban el paisaje del campo yucateco, fueron levantados por los “sirvientes” encadenados a esas empresas privadas; el mismo trazo en damero del centro de muchos de los pueblos de la Península de Yucatán es un documento vivo que ha dejado constancia del violento proceso colonial de reducción y congregación del siglo XVI.
Precisamente para impedir que el entorno siga siendo decisión de un puñado de personas es que los paisajes de nuestros pueblos deberían ser un bien común. En un texto publicado hace apenas dos años, Martín Checa-Artasu, ya advertía que el paisaje como bien común es insustituible por algún otro elemento que reúna sus funciones y características; lapidariamente asentaba que “sencillamente no lo hay”. Este geógrafo catalán también señalaba que el paisaje, en tanto puede dotar de identidad a una comunidad que lo ha creado, trasciende a la objetividad, ya que se convierte en una idea o un valor. Es así que los elementos que componen el paisaje dan identidad a grupos y comunidades; por ello todo lo que nos da identidad y transmite ideas y valores a las demás personas no puede quedar exclusivamente en manos de un pequeño grupo que decide cómo se modifica y qué miran los demás. En nuestros pueblos, la tradición oral es un elemento que nos brinda una lectura común de los paisajes: cuando las historias se cuentan mientras se recorre un t’utulbeej (vereda), cuando la familia se reúne en la mesa para comer, o bien, cuando grupos de amigos se reúnen en plazas y parques para conversar o tomar el “fresco”, un paisaje sagrado emerge de los relatos para habitar árboles, cuevas o edificios, un paisaje habitado por yuumtsilo’ob (dueños del monte) y otros seres como la xtabay o los aluxo’ob. Aunque ahora muchas de estas tradiciones orales ya se encuentran plasmadas en libros o cuadernos, o hasta en pequeños cortos, lo que nos permite seguir leyendo el paisaje a escala local es la “comunidad” encargada de enunciar esas historias y evocar esos lugares concretos en el entorno inmediato. Como asegura la lingüista mixe Yasnaya Aguilar al referirse a la tradición oral y la memoria: “Nadie puede ser el autor de algo que le ha sido transmitido pero al mismo tiempo todos pueden serlo, todos pueden irlo reescribiendo en la memoria de manera que en la siguiente oralización ningún texto seguirá siendo el mismo”.
Peter Linebaugh, en Stop Thief! The commons, enclosures and resistance, señalaba que los (bienes) comunes son “invisibles” hasta que se pierden. Ejercer el derecho a decidir qué paisajes queremos, es una forma de visibilizar lo que a menudo se encuentra silenciado o es para muchos otros intangible. Hablar de bienes comunes es también hablar de participación, no podemos hablar de derechos sin obligaciones. Por ello, una de las tareas más apremiantes es impedir la ruptura de la transmisión de estas historias, a final de cuentas, la tradición oral es algo que a lo largo del tiempo ha sido minorizado como “superstición” o “leyenda”, cuando no descalificada como nostalgia sentimentalista de un pasado arcaico y “poco útil”.
Reivindicar el derecho colectivo a “gustar” de nuestro pueblo y nuestros montes, no es sinónimo de crear paisajes petrificados; en tanto bien insustituible y transmisor de valores e ideas debemos participar e intervenir en un espacio cotidiano sobre el que en nuestra historia reciente hemos tenido poco o ninguna agencia, donde una élite criolla o mestiza ha impuesto su visión y proyecto de qué ver y cómo verlo. A esta idea del paisaje como propiedad de un puñado de personas, oponemos el bien común de poder “gustar” de nuestros montes y nuestros pueblos; no sólo habitado por lo natural y lo humano, sino también por una geografía sagrada, un patrimonio de los mayas cuya preservación y difusión puede contribuir a que nos relacionemos de otra forma con lo que nos rodea.