Fernanda Melchor, Páradais, Random House Literatura, México, 2021.


Páradais, la tercera y nueva novela de Fernanda Melchor, gravita alrededor de la segunda, Temporada de huracanes. No podía ser de otro modo: Temporada… (2017) es tan grande y pesada que comba la obra de Melchor y jala, y jalará, hacia su centro todo lo que ella escribe, quizás todo lo que ella escriba. Vaya: Temporada… es tan densa y cardinal que pandea ya una zona de la literatura en español y a su alrededor comienza a girar una constelación, cada vez más nutrida, de precursores y seguidores, ecos y afinidades, lecturas y reinvenciones.

Para empezar con algunas coordenadas: Páradais supone una nueva incursión en el mundo que Melchor había venido construyendo desde sus primeros textos y que se levantó, al fin soberano, en Temporada de huracanes. Como Aquí no es Miami, como Falsa liebre, como Temporada…, esta obra se sitúa en el estado de Veracruz, en el “trópico negro” de Veracruz, un territorio mitad material mitad ficticio que es ya una de las capitales de la literatura mexicana. Allí, en esa región, Páradais alumbra dos puntos que no habían sido aún iluminados, más al sur y hacia el Golfo que La Matosa de Temporada…: Páradais y Progreso, el primero un exclusivo fraccionamiento a las afueras de Boca del Río, el segundo un pobre barrio vecino donde vive la gente que trabaja para la gente del fraccionamiento. 

Lo que ocurre ahí, como suele pasar en las obras de Melchor, es un crimen. La trama es sencilla: Franco Andrade, el gordo, es un adolescente burdo y consentido que vive obsesionado con la lejana fantasía de seducir a la mujer de la casa de al lado, madre de dos niños y esposa de una celebridad menor; Polo es un joven, apenas mayor que el gordo, que trabaja como jardinero en el fraccionamiento y que sueña con la idea, también lejana, de hacerse de algún dinero para fugarse lejos de su madre, de Progreso y de la panda de burgueses que lo explotan. El gordo y Polo coinciden, beben, traman. En algún momento uno concluirá, bestial, que solo podrá satisfacer su deseo si viola a la mujer; el otro terminará aceptando que solo reunirá cierto capital si roba a esa familia.

Hay aquí lo que uno espera ya de Melchor, a quien le bastó apenas una novela para fundar uno de los estilos más distinguibles y potentes de la literatura contemporánea en nuestro idioma. Aquí están los párrafos interminables y las frases serpentinas y la espesa marejada verbal que tanto fascinaron en Temporada… Aquí está, también, la brava mezcla de insultos y poesía de aquella obra y esa facilidad con que Melchor va y viene de la tercera a la primera persona, de un personaje a otro, de esta a aquella perspectiva, y que no puede ser descrita con el mero tecnicismo de “estilo indirecto libre”. Aquí todo opera de manera más directa y veloz que allá, en menos páginas, entre menos personajes, sin la loca polifonía de Temporada…. Aquí todo brilla todo el tiempo y más aún en las últimas doce, quince páginas, cuando todo desemboca en el crimen y todo se hace trizas, incluso la prosa. Ahora: ¿que si los párrafos de Páradais brillan tanto como los de Temporada…? Quizás no, pero no por culpa de esta novela sino por la irrepetible maravilla de aquella otra. De cualquier modo, aun si Páradais no alcanza a repetir siempre el resplandor de Temporada…, está claro que estamos ante una de las prosistas mayores de nuestra lengua.

Tal vez lo más importante es que Páradais blande la misma política literaria, la misma política de la lengua, que Temporada de huracanes. Esto es: explora los asuntos de la época –dígase: la violencia, la precariedad, la jodida masculinidad depredadora– empleando la misma, temible estrategia de aquella obra. La vasta mayoría de los novelistas –lo sabemos y lo padecemos a menudo– acostumbra contar todo eso, todo ese ruido y esa furia, desde el otro lado, a una cierta distancia, ya registrando “objetivamente” los hechos o levantando una indignada denuncia desde las alturas o apretujando todo dentro de las gastadas normas de un subgénero. No Melchor, no aquí ni en Temporada de huracanes. Aquí y allá su política es más frontal y arrojada: anular la distancia y narrar desde dentro, desde el centro mismo de la violencia. En vez de observar y juzgar o compadecer a lo lejos, su escritura penetra las subjetividades de las que se ocupa y desde allí narra, desde allí opera, perdiéndose a sí misma en el proceso y confundiéndose ya irreparablemente con el flujo mental y verbal de los otros. Todo esto es particularmente tenso cuando Melchor se acerca al cuerpo del enemigo –el macho, el homófobo, el verdugo–. Lejos de recelar, su escritura cumple ahí con el compromiso de no tomar distancia y se cuela en ese cuerpo, remeda sus hábitos y palabras, lo expone todo de adentro hacia afuera. Es –como Julia Kristeva quería y como, digamos, Elfriede Jelinek practica– una política de la abyección: una escritura que, en vez de representar con repugnancia lo abyecto, se vuelve ella misma abyecta y colabora con el adversario para invadirlo y descomponerlo desde dentro.

Nada de esto es irrelevante: en el régimen de corrección política en el que empezamos a vivir estos ejercicios son y serán cada vez más escasos y necesarios. Es buena cosa, no se me entienda mal, la tendencia a condenar los discursos públicos que, bajo el pretexto de la libertad de la expresión, arrastran prejuicios sociales, raciales y sexuales. Es buena cosa, también, pensar esos discursos como actos, como prácticas violentas que buscan atizar justamente la violencia contra sujetos particulares. El problema aquí no es la corrección política sino ese afán de querer imponerla parejamente en todos los órdenes, esa necia intención de regular todos los discursos del mismo modo, incluso el artístico, incluso el literario, como si todo se enunciara desde un único sensorio. Ese es el riesgo aquí: forzar a la literatura a aceptarse como un discurso más, obligarla a decir mansamente, con la misma responsabilidad civil que los demás discursos. 

Tarde o temprano la mayor parte de los escritores aceptarán la regulación y terminarán enunciando como tantos otros –como periodistas y publicistas y políticos y académicos, y tuiteros–, sin apelar a un estatuto singular, sin reclamar la natural impunidad de la literatura. Otra vez no Melchor, al menos no en estas novelas, donde vaya que se ha negado a atemperar su discurso. Ya se ha visto: sus obras no dicen al enemigo sino desde y con el enemigo. Más aún: no sólo reproducen la lengua del adversario; se esmeran en su recreación, la mondan y pulen, hasta producir una prosa a un tiempo radiante y horrísona, fascinante e insoportable, que a su vez dispara en el lector una encontrada sensación de atracción y asco. Porque también eso: si la corrección política tiene el efecto de ponernos a nosotros, los que la practicamos, del lado de los buenos, esta narrativa, lejos de reconfortarnos, nos obliga a gozar lo odioso, a desear en simultáneo que eso, el horror, acabe pero que eso otro, la escritura desde el horror, no termine. En otras palabras: si lo que la corrección política persigue es trazar una línea entre lo decible y lo indecible, entre lo aceptable y lo inaceptable, entre lo puro y lo abyecto, esta escritura ignora esa frontera y va y viene de un lado a otro para explorar –polémica, problemáticamente– lo que no debería decirse pero se dice, lo que no debería pensarse pero se piensa.

Es aquí, sin embargo, donde Páradais y Temporada de huracanes al fin se distancian: la nueva novela carga con una contradicción que la anterior no tiene. En Temporada… esta escritura abyecta opera sin reservas, penetrando los cuerpos precarios de La Matosa y exponiendo, rara vez con compasión, la violencia guardada en ellos. Absorta en su tarea lingüística, aquella novela apenas si se preocupa en levantar la vista y abrir el foco en busca de estructuras y dinámicas sociales que expliquen tanta desgracia. En realidad no tiene motivo para hacerlo: la sociedad está inscrita en el cuerpo y en la lengua de los personajes que la escritura vuelve de revés. A ratos, en cambio, Páradais opera con menos determinación sus recursos. En principio, su foco está más abierto, como para capturar instancias –el narco, los fifís– que allá la prosa registraba sin mencionarlos. Más significativo es que aquí la escritura de pronto abandona el sesgo de los personajes y algo anota sobre el contexto, algo apunta sobre las causas sociales de su comportamiento, ofreciendo al lector un remanso y unas direcciones que la otra obra no ofrecía. Esto es especialmente claro en las repetidas referencias a las nulas oportunidades laborales de Polo, como si la voz narrativa quisiera explicar sociológicamente lo que la escritura ya ha revelado con sus propios medios. Es como si Páradais, al tanto desde siempre de que sería masivamente leída y estaría en el centro de la plaza pública, tomara ciertas precauciones cívicas que Temporada…, maquinada en la oscuridad, no consideró siquiera.

Puede parecer un tanto injusto subrayar, en medio de tanta bravura, esos momentos en los que la escritura de Páradais rompe su radical compromiso y cede un poco ante las demandas de urbanidad de la época. Pero es sólo que para muchos de nosotros Fernanda Melchor se ha vuelto, junto con otras y otros escritores, una prueba de la posibilidad de la literatura –y uno anhela cursi, infantilmente que todos ellos transiten por el presente con la antorcha de la literatura siempre encendida–. Páradais es, como quiera, mucho fuego.